Ignoró mi pregunta ostentosamente.
—Nuestros mejores cerebros han estado trabajando durante cinco años en lo que ve usted aquí. Ya ha llegado el momento de probarlo. Primero haremos un viaje corto, sólo hasta la Luna y volver. Más tarde, nos adentraremos en los cielos, hasta el nuevo mundo que el Señor ha prometido revelarme, para que los pioneros puedan establecer su asentamiento. Después de eso… una nave tras otra, una deslumbrante arca tras otra, hasta que todos los israelitas que hay en AEgyptus hayan alcanzado la Tierra Prometida… —Sus ojos resplandecían—. ¡Por fin éste es nuestro Éxodo! ¿Qué le parece, doctor ben-Simeón?
Yo pensé que todo aquello era una locura de la más peligrosa clase, y Moisés un lunático que estaba conduciendo a su pueblo —y a mí—, a un desastre de proporciones cataclísmicas. Aquello era un sueño, una desenfrenada y febril fantasía. Habría preferido que hubiera dicho que íbamos a rendir culto a aquella cosa con címbalos e incienso que lo de subirnos a ella para marcharnos hacia las tinieblas del espacio. Pero Moisés estaba tan eufórico, con tan encendido fervor, que resultaba impensable ponerle ninguna objeción. Me cogió del brazo y me llevó (prácticamente me arrastró), hacia la ladera, hacia la mismísima área de trabajo. De cerca, la nave espacial era enorme y, sin embargo, al mismo tiempo, de una endeblez que daba pena. Él golpeó su flanco y sonó hueco, Había gruesos cables grises por todas partes y maquinaria cuya naturaleza yo no podía siquiera atisbar a comprender. Hombres y mujeres jóvenes de mirada ensimismada corrían de un lado a otro, transportando piezas y gritándose instrucciones los unos a los otros como si estuvieran tratando de superarse en la dedicación a su tarea. Moisés levantó una estrecha escalera y me hizo gestos para que le siguiera. Entramos en una especie de cabina, en el estrecho morro de la nave interestelar. En aquel espacio mínimo y falto de aire vi pantallas, cuadrantes, más cables y otras cosas que escapaban a mi comprensión. Por debajo de la cabina, una escalera en espiral conducía a una cámara destinada a que la tripulación pudiera dormir, y más abajo aún, se encontraban los cohetes que enviarían el Arca del Éxodo hacia los cielos.
—¿Y funcionará? —conseguí decir finalmente.
—No cabe ninguna duda —me respondió Moisés—. Nuestras mejores mentes han creado todo lo que aquí ve.
Me presentó a algunas de aquellas lumbreras. Curiosamente, nadie tenía el radiante semblante que a Moisés le daba su celo fanático. Se trataba de individuos sosegados, serios incluso, imbuidos de una profunda y serena confianza.Tres o cuatro de ellos se turnaron para explicarme la teoría de la nave, su mecanismo de propulsión, su sistema de dirección, su método para escapar de la fuerza de atracción terrestre. La cabeza empezó a darme vueltas. Sin embargo, me sentí arrollado por su poder de convicción. Me hablaban de «combustión», de «aceleración», de «neutralización de la fuerza gravitatoria». Hablaban de «masa», «propulsión» y «velocidad de escape». Apenas entendía una décima o una centésima parte de lo que decían, pero me formé una imagen de un coloso rompiendo sus cadenas y remontando el vuelo, jubiloso, de un salto triunfal desde el suelo hasta los reinos desconocidos. ¿Por qué no? ¿Por qué no? Todo lo que hacía falta era el combustible adecuado y una explosión controlada, me decían ellos. Si golpeas la Tierra con la fuerza suficiente, debes ascender con la misma fuerza. Sí. ¿Por qué no? En unos minutos comencé a creer que aquella locura de la nave interestelar muy bien podría ser capaz de ascender entre una explosión de llamas y salir disparada hacia las tinieblas del espacio. Cuando Moisés me sacó de la nave, casi una hora después, no lo cuestionaba en absoluto.
Joseph me llevó de regreso al asentamiento a mí solo. Cuando me marché, Moisés estaba de pie en la escotilla de su nave espacial, mirando impaciente el fiero sol de mediodía.
Aunque ya sabía cuál era mi misión, Eleazar me la volvió a explicar más tarde, en aquel deslumbrante y asombroso día. Debía escribir una crónica de todo lo que se había conquistado hasta el momento en aquel secreto emplazamiento de Israel y de todo lo que iba a conquistarse durante los apocalípticos días que se avecinaban. Protesté tibiamente, aduciendo que quizá fuera mejor encontrar algún periodista, de preferencia con alguna formación científica. Pero no, ellos no querían a un periodista, querían a alguien con unos profundos conocimientos de Historia. Lo que querían de mí, advertí, era un trabajo que no fuera sólo periodístico, ni exclusivamente histórico, sino uno que poseyera la fuerza profunda e imperecedera de las Escrituras. Lo que querían de mí era el Libro del Éxodo, es decir el Libro del segundo Moisés.
Me proporcionaron un pequeño despacho en el edificio destinado a biblioteca y abrieron sus archivos para mí. Me mostraron los primeros ensayos visionarios de Moisés, su correspondencia con íntimos amigos, sus borradores y manifiestos insistiendo en la necesidad de un Éxodo mucho más ambicioso que cualquier otro que su antiguo homónimo pudiera haber imaginado. Me enteré de cómo reunió a su equipo de jóvenes científicos revolucionarios. Lo hizo en secreto y con cierta inquietud, pues él sabía que lo que estaba haciendo era extremadamente subversivo, y que atraería sobre él la ira más profunda de la República si llegaba a ser descubierto. Leí una furibunda carta de Eleazar discrepando del fantástico proyecto de su hermano mayor y después cómo, gradualmente, iba convirtiéndose a la causa, carta tras carta, hasta superar en fanatismo al mismo Moisés. Estudié documentación técnica hasta que mi vista se nubló; no sólo la relativa a Moisés y sus acólitos, sino también otra romana de hacía casi un siglo, incluso un estudio de un teutón sosteniendo la necesidad histórica de la exploración espacial y su viabilidad técnica. Aprendí algo más sobre el diseño y funcionamiento de la nave espacial.
Mi guía en toda esta documentación fue Miriam. Trabajamos codo con codo, juntos en una pequeña sala. Su juventud, su belleza y el oscuro destello de sus ojos, me hacían temblar. A menudo deseaba acercarme a ella, tocarle el brazo, el hombro, la mejilla. Pero yo era demasiado tímido. Temía que reaccionara con carcajadas, furia, desdén, incluso con repugnancia. El miedo al rechazo de un hombre entrado en años era lo que verdaderamente me inspiraba cautela. Pero también me recordaba a mí mismo que se trataba de la hermana de aquellos dos feroces iluminados, y que la sangre que corría por sus venas debía de ser tan ardiente como la de ellos. Lo que me daba miedo era quemarme con su contacto.
El día que Moisés eligió para el vuelo de la nave espacial fue el veintitrés deTishri, la alegre festividad de SimchatTorah del año 5730 de nuestro calendario, es decir, 2723, según el romano. Era un brillante día de principios de otoño, muy seco. No había nubes en el cielo y el sol todavía en su punto álgido de calor. Durante tres días con sus respectivas noches se habían llevado a cabo los preparativos en la zona de lanzamiento, que permaneció cerrada a todos excepto al círculo más próximo de científicos. Pero ahora, al amanecer, toda la aldea estaba allí. Se habían desplazado en camión, coche o incluso a pie para asistir al gran acontecimiento.
Los cables y la maquinaria de apoyo se habían retirado. Sólo quedaba la nave espacial, solitaria y con un aspecto un tanto vulnerable, en el centro del claro de arena; una brillante aguja erguida, estilizada, frágil. La zona había sido acordonada. Nuestro puesto de observación estaría situado a cierta distancia para que las llamas abrasadoras no nos alcanzaran.
Se había seleccionado un equipo de tres hombres y dos mujeres: Judith, una de las expertas en cohetes, Leonardo di Filippo, Joseph, el amigo de Miriam, y una mujer llamada Sarah, a quien nunca había visto antes. El quinto, por supuesto, era Moisés. Aquélla era su cuadriga. Aquélla era su aventura, su sueño. Seguramente sería él quien estuviera al mando del Éxodo cuando éste diera su primer salto hacia las estrellas.