Salieron uno a uno de la garita que constituía el centro de control del vuelo. Moisés fue el último. Todos observamos en silencio. No se oía ni un murmullo. Apenas nos atrevíamos a respirar. Los cinco llevaban uniformes de raso blanco, cuyo brillo era realzado por el sol matinal, y curiosos cascos de cristal, como las esferas que llevan los buceadores en el rostro. Caminaron hacia la nave, se dispusieron a subir la escalera, se volvieron uno tras otro para dirigirnos una última mirada, y ascendieron hacia el interior. Moisés vaciló un instante antes de entrar, como si estuviera rezando o, simplemente, saboreando la plenitud de su júbilo.
Entonces siguió una larga espera, interminable, insoportable. Puede que fueran veinte minutos, puede que fueran sesenta. Quizá hubo que hacer alguna verificación de última hora o tal vez había surgido alguna complicación técnica. No obstante, permanecimos en silencio. Eramos estatuas. Al cabo de un rato, vi cómo Eleazar se volvía hacia Miriam con gesto preocupado y hablaban entre susurros. Pero no ocurrió nada. Continuamos esperando.
De repente se oyó un estruendo semejante al que hace un trueno, y luego el bramido ensordecedor de mil toros, y empezaron a verse nubes de humo negro por la tierra, alrededor de la nave, y fogonazos de relumbrantes llamas rojas. El Éxodo ascendió algunos metros desde el suelo y allí se quedó, sostenido en el aire, como si estuviera mágicamente suspendido, durante lo que pareció ser una eternidad.
A continuación subió, al principio a sacudidas, después con más suavidad, y se elevó con una rapidez asombrosa hacia la deslumbrante bóveda celeste. Me faltaba el aliento. Estaba resoplando como si me hubieran vapuleado. En ese momento empecé a aplaudir. Por mis mejillas corrían lágrimas de asombro y excitación. A mi alrededor, la gente también aplaudía, vitoreaba, lloraba y agitaba los brazos, y el cohete ascendía y ascendía rugiendo, tan alto estaba ya que apenas podíamos verlo contra el fulgor del cielo.
Aún estábamos aplaudiendo cuando en la atmósfera, muy por encima de nosotros, se produjo un destello de luz insoportable, como un segundo sol, más brillante todavía que el primero, y nos sacudió con una fuerza abrumadora haciéndonos caer de rodillas con dolor y terror, llorando, cubriéndonos el rostro con las manos.
Cuando por fin me atreví a mirar de nuevo, aquel feroz centro terrible de fulgor había desaparecido y en su lugar había una espantosa estela de humo negro que se extendía por todo el cielo, disipándose en un rastro agonizante hacia el norte. No podía ver el cohete. No podía oírlo.
—¡Se ha ido! —gritó alguien.
—¡Moisés! ¡Moisés!
—¡Ha explotado! ¡Yo lo he visto!
—¡Moisés!
—Judith… —dijo una voz más serena a mi espalda.
Estaba demasiado aturdido para gritar, pero a mi alrededor todo era un ruido uniformemente ascendente de horror y desesperación que se inició como un gemido ahogado hasta convertirse en un alarido atroz surgiendo de centenares de gargantas al unísono. Había un pánico tremendo, una histeria generalizada. La gente corría sin rumbo como si se hubiera vuelto loca. Unos se revolcaban en el suelo, otros golpeaban la arena con los puños. «¡Moisés!», gritaban, «¡Moisés! ¡Moisés! ¡Moisés!».
Me volví hacia Eleazar. Estaba pálido y los ojos parecían salírsele de las órbitas. Sin embargo, mientras le contemplaba, vi como respiraba hondo y alzaba las manos dando un paso al frente solicitando atención. Inmediatamente todas las miradas se volvieron hacia él. De alguna manera pareció crecer hasta cinco codos de altura.
—¿Dónde está la nave? —gritó alguien—. ¿Dónde está Moisés?
Y Eleazar, con una voz que sonaba como las trompetas del Señor, dijo:
—¡Él era el Hijo de Dios! ¡Y Dios le ha llamado a su lado!
Alaridos. Gemidos. Gritos histéricos.
—¡Muerto! —gritó alguien—. ¡Moisés está muerto!
—¡Él vivirá eternamente! —tronó Eleazar.
—¡El Hijo de Dios! —gritó uno, luego fueron tres, después una docena—. ¡El Hijo de Dios!
Yo sabía que Miriam estaba a mi lado. Notaba su calidez, su brazo apretándose contra el mío, su dulce pecho contra mis costillas, sus labios en mi oído:
—Debes escribir el libro —me susurró y su voz contenía un apremio terrible—. Su libro. Debes escribirlo. Para que nunca se olvide este día. Para que él viva para siempre.
—Sí —me oí responderle—. Sí.
En aquel momento de frenesí y terror, me sentía como un junco que se balanceaba a la orilla del Nilo, sorprendido por su desbordamiento. Y yo había sido arrancado de raíz e iba a la deriva. La bola de fuego del Éxodo me explosionó nuevamente en el alma como un segundo sol, con un esplendor que nunca podría desvanecerse. Y yo sabía que había sido engullido, que yo había sido conquistado, que me quedaría allí para escribir y para rezar, que yo forjaría el evangelio del nuevo Moisés en la herrería de mi espíritu y divulgaría su mensaje por todas partes. Después de aquellas cinco muertes llegaría la resurrección. Nosotros llevaríamos a los pueblos de la República el mensaje que habían estado esperando tanto tiempo, sumidos en la esterilidad y la confusión. Cuando ese mensaje les llegue, se liberarán de los grilletes de sus señores. Y de la muerte del Imperio emergerá un nuevo orden de cosas. ¿Existirían otros mundos? ¿Serían habitables? ¿Quién sabe? Pero había una nueva verdad que podíamos predicar, y ésa era la verdad del segundo Moisés, que había entregado su vida para que nosotros pudiéramos alcanzar las estrellas. Y yo no permitiría que esa nueva verdad muriera. Yo escribiría y mi pueblo llevaría el mensaje escrito por mí por todo el mundo. Y todo el mundo cambiaría.
Quizá me equivoque al afirmar que la República está sentenciada. Sospecho que lo más probable es que este mundo esté destinado a ser de Roma. Así ha sido durante miles de años, y lo seguirá siendo, según parece, incluso por toda la eternidad. Muy bien. Dejemos que así sea. No desafiaremos el destino eterno de Roma. Simplemente, nos situaremos fuera de su alcance. Nosotros tenemos nuestro propio destino. Algún día (¿quién sabe lo lejos que estará?), construiremos una nueva nave, y otra, y otra, y finalmente nos llevarán lejos de este mundo de aflicción. Dios ha enviado a Su Hijo. Y Dios lo ha llamado a Su lado. Y llegará el día en que todos nosotros dejaremos atrás el férreo yugo de esta Roma eterna y lo seguiremos con alas de fuego, lejos de esta tierra de esclavitud, hasta los cielos, donde Él vive eternamente.
Título originaclass="underline" Roma Eterna
Traducción de Emilio Mayorga
Primera edición: octubre de 2006
© Agberg, Ltd., 2003
© Ediciones Minotauro, 2006
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ISBN-13: 978-84-450-7610-1 ISBN-10: 84-450-7610-8
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Fotocomposición: Anglofort, S. A.
Impresión: A & M Gráfic, S. L.
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