«Y así —pensó— ha pasado otro día en la vida de Fausto Flavio Constantino César. Los bárbaros se están concentrando en nuestras fronteras, el emperador se está muriendo poco a poco, día a día, el heredero natural se ha ido al parecer al bosque a arrojar lanzas sobre desventuradas bestias salvajes, y el viejo Fausto revuelve estúpidos papeles oficiales, sumergido la mitad del día en una espléndida bañera de mármol llena de agua caliente, y divirtiéndose luego durante un rato con ese juguete de tez morena que es la muchacha numidia, para tropezarse después con funestos augurios cuando trata de leer algo para dormirse.»
El día siguiente comenzó con la llegada de uno de los esclavos de Menandros, que le entregó una nota comunicándole que, para el embajador, sería un placer llevar a cabo una tercera exploración de las catacumbas a media tarde. Tenía un especial interés —decía Menandros—en visitar la capilla de Príapo y la pila de los baptai y, quizá, la catacumba de las sagradas rameras de Caldea. Por lo que parecía, el humor del embajador había adoptado un giro erótico.
A toda prisa, Fausto escribió otra nota al cesar Maximiliano, comunicándole el programa del día y solicitándole que convocara una vez más a Daniel bar-Heap, el hebreo, para que les sirviera de guía. «Dime dónde quieres que nos reunamos contigo hacia la sexta hora», terminaba Fausto. Pero llegó el mediodía y aún no había recibido ninguna contestación del príncipe. Ni tampoco obtuvo respuesta a un segundo mensaje. Se iba acercando la hora en que Fausto debería dirigirse al Palacio Severino a recoger al embajador y empezaba a tener la impresión de que él sería el único acompañante de Menandros en la expedición de aquel día. Pero Fausto se dio cuenta de que no le gustaba la idea, pues se sentía demasiado arisco, demasiado triste y taciturno. Necesitaba la jovial compañía de Maximiliano para hacer frente a su tarea.
—Llevadme hasta el cesar —ordenó a sus porteadores.
Maximiliano, sin bañar ni afeitar, con los ojos enrojecidos y vestido con una vieja y basta túnica con algunos desgarrones, pareció sobresaltarse al verlo.
—¿Qué pasa, Fausto? ¿Por qué vienes sin haberte anunciado?
—Te envié dos notas esta mañana, cesar. Vamos a volver con el griego al mundo subterráneo.
El príncipe se encogió de hombros. Era obvio que no había leído ninguna de las notas.
—Llevo despierto sólo una hora.Y tan sólo he dormido tres. Ha sido una noche dura. Mi padre se muere.
—Sí, por supuesto. Todos somos conscientes de este triste hecho desde hace tiempo, y nos sentimos enormemente afligidos por ello —dijo Fausto, untuoso—. Quizá te sirva de alivio olvidar por unas horas la terrible enfermedad de su majestad…
—No quiero decir sólo que esté enfermo. Quiero decir que está agonizando, Fausto. He pasado toda la noche en palacio, pendiente de él.
Fausto pestañeó por la sorpresa.
—¿Tu padre está en Roma?
—¡Por supuesto! ¿Dónde creías que estaba?
—Circulaban rumores de que se encontraba en Capri, Sicilia o incluso en África…
—Todo eso son chismes, bobas habladurías. Lleva meses aquí; regresó a Roma después de tomar las aguas en Baia. ¿No lo sabías? Han sido muy pocos los que le han visitado, pues está extremadamente débil e incluso las más cortas conversaciones le agotan. Sin embargo, ayer hacia el mediodía padeció una crisis de algún tipo. Empezó a vomitar sangre negra, en medio de tremendas convulsiones. Se mandó llamar al cuerpo de doctores en pleno y vino un verdadero ejército de ellos. Cada cual decidido a ser el que salvara su vida, incluso si hacía falta matarlo durante el proceso.
De manera casi morbosa, Maximiliano empezó a enumerar los remedios que se le habían aplicado en las últimas veinticuatro horas: cataplasmas de grasa de león, brebajes de leche de perras, ranas hervidas en vinagre, cigarras secas disueltas en vino, higos rellenos de hígado de ratón, lengua de dragón cocida en aceite, ojos de cangrejos de río y un sinfín de otras medicinas raras y costosas, prácticamente toda la potente farmacopea. «Bastante medicación —pensó Fausto—, incluso como para acabar con un hombre sano.»Y aún habían hecho más. Le habían sacado sangre. Lo habían sumergido en bañeras de miel rociada con polvo de oro. Hasta lo habían cubierto con lodo caliente de las laderas del Vesubio.
—Y la última estupidez, justo antes del amanecer —dijo Maximiliano—: una virgen desnuda que toca su mano e invoca a Apolo tres veces para detener el progreso de su enfermedad. Es un milagro que consiguieran encontrar una virgen con tanta rapidez. Naturalmente, también podrían haber nombrado una con un decreto retroactivo, supongo. —Y el príncipe esbozó una sonrisa sarcástica. Pero Fausto pudo advertir que era una simple bravuconada, una muestra deliberada del frío cinismo que se suponía que Fausto esperaría de él. Sin embargo, la expresión que se veía en los ojos enrojecidos e hinchados del cesar era la propia de un hombre joven afligido hasta la médula por el sufrimiento de su amado padre.
—¿Crees que morirá hoy? —preguntó Fausto.
—Probablemente no. Los médicos me dijeron que su fortaleza es prodigiosa, incluso ahora. Durará al menos otro día, incluso dos o tres quizá…, pero no más.
—¿Y está tu hermano con él?
—¿Mi hermano? —preguntó atónito Maximiliano—. Mi hermano está en su refugio de caza ¡tú me lo dijiste!
—Regresó anteanoche. Concedió una audiencia al griego en el salón de Marco Anastasio. Yo mismo estuve presente.
—No —masculló Maximiliano—. ¡No! ¡El muy bastardo! ¡El muy bastardo!
—El encuentro duró quizá quince minutos, calculo. Y, al final, anunció que volvía a abandonar la ciudad a la mañana siguiente, aunque seguramente, al saber que vuestro padre se encontraba tan gravemente enfermo… —Fausto se calló de golpe y, comprendiendo la situación, escrutó incrédulo al príncipe—. ¿Quieres decir que no le viste ayer en ningún momento? ¿Qué no fue a visitar a vuestro padre en algún momento durante el día?
Ninguno de los dos pudo hablar por un instante.
Finalmente, Maximiliano dijo:
—La muerte lo aterroriza. Su visión, su olor, pensar en ella. No puede soportar estar cerca de nadie que esté enfermo. Y por eso se ha cuidado tanto de mantener las distancias con el emperador desde que éste enfermó. En cualquier caso, mi padre nunca le importó un bledo. Cuadra perfectamente con su carácter venir a Roma, dormir bajo el mismo techo que el anciano sin ni siquiera tomarse la molestia de preguntar por su salud, y marcharse al día siguiente. ¡Conque para qué hablar de ir a verle! Así que no ha debido de enterarse de que su fin está tan cercano. En cuanto a mí, no esperaba que se pusiera en contacto conmigo si venía por aquí.