Es un individuo delgado, de tez aceitunada, con ojos como dos trozos de carbón bruñido: ¡el gran héroe de guerra, Casio Lucio Frontino! Me dispongo a saludarle pero Frontino me ametralla con cuatro presentaciones más antes de que pueda hacerlo. La gente parece materializarse de la nada. Le susurro a Adriana:
—¿Ha invitado tu padre a todo Neápolis esta noche?
—Sólo a los que merecen la pena —dice ella—. No todos los días nos visita un rey britano —me dice entre risitas.
Nubes de sirvientes (¿esclavos?) se mueven entre nosotros, trayéndonos cosas para beber y comer. Soy cauteloso con las primeras rondas y me recuerdo a mí mismo que solamente es mi primer día aquí, y que el cansancio que arrastro del viaje me puede conducir a situaciones embarazosas; pero para no parecer descortés, tomo una copa de vino y un pastelito de carne y los sostengo sin probarios, acercándomelos de vez en cuando a los labios y retirándolos otra vez sin tocarlos.
Los destacados caballeros y damas de la sociedad napolitana me rodean como un remolino, acribillándome a preguntas para las que no parecen esperar respuestas. Algunos hablan en romano, otros en latín. ¿Cuánto tiempo estaré aquí? ¿Pasaré todo mi tiempo en Neápolis? ¿Qué es lo que ha despertado mi curiosidad para visitar Italia? ¿Pasa por un buen momento la economía britana? ¿Se habla solamente britano allí o está muy extendido el latín? ¿Hay algo en Britania que pueda interesarle especialmente a un italiano? ¿Cómo es la comida britana en comparación con la italiana? ¿Creo que se mantendrá el actual Tratado de Unificación? ¿He estado ya en Pompeya? ¿Y en los templos griegos de Paestum?Y así más y más. Es un auténtico bombardeo. Doy tantas respuestas como puedo, pero las preguntas se encabalgan a mis respuestas de forma terriblemente agotadora. Doy gracias por mi constitución resistente. Incluso así, después de un rato me siento tan cansado que empiezo a tener problemas para entender sus rápidos modismos romanos y regreso del todo a la más antigua y pura lengua latina con la confianza de que eso les estimule a hacer lo mismo. Algunos lo hacen, otros no.
Lucila y Adriana permanecen a mi lado a lo largo de toda la ordalía, y me siento agradecido por ello.
Me doy cuenta de que esta gente me considera una especie de juguete nuevo. La novedad del momento, que se examina con fascinación durante un rato y después se desecha.
El viento que sopla de la bahía se ha vuelto fresco con la llegada del anochecer y, de manera casi imperceptible, la reunión se ha ido desplazando al interior, hacia arriba, a un enorme salón que da al atrio que será nuestra sala para el banquete.
—Venga —me dice Adriana—. Tienes que conocer al tío Casio.
El famoso general está al otro extremo del salón, con los brazos cruzados y escuchando sin ningún atisbo de emoción lo que parece ser una intensa discusión entre su hermano y otro individuo. Viste un ceñido uniforme caqui y en su pecho luce medallas y galones. El otro individuo, lo recuerdo pasado un instante, es el conde de Pausylipon, al que Frontino se había referido informalmente como «Enrico Junio». Es delgado, alto (casi tan alto como yo), de rostro aguileno, está exaltado. Parece estar a punto de enfurecerse. Marcello Domiziano está igualmente excitado, tiene el cuello tenso, está acercando su rostro, amenazante, al otro, agita los brazos con gesticulaciones enfáticas. Tengo la impresión de que esos dos están, desde hace años, enfrascados en discusiones sobre algún importante asunto político.
Hablan, deduzco, nada menos que del destino de la misma Roma. Parece que el conde de Pausylipon sostiene que, para sobrevivir, el Imperio debe continuar como una entidad política indivisible (algo que no creo que nadie dude seriamente), ahora que se acaba de conseguir la Reunificación.
—Existe una razón por la que Roma ha perdurado tanto tiempo —dice el conde—. No se trata del poder…, el poder de una ciudad sobre todo un continente, sino de estabilidad, de coherencia, de la supremacía de un sistema que valora la lógica, la eficiencia, la soberbia ingeniería, la planificación. El mundo es mejor porque lo hemos gobernado tanto tiempo. Hemos llevado la luz donde, de otra manera, sólo habrían existido las tinieblas de la barbarie.
No me parecían argumentos polémicos, pero pude advertir (por la expresión del rostro colorado de Marcello Domiziano y su obvia impaciencia en responder), que debía de haber alguna área de poderoso desacuerdo entre los dos hombres que se me escapaba. Y Adriana, acercándose a mí mientras me conduce a través de la sala, me susurra algo que, con todo ese ruido, soy incapaz de entender con claridad y que, además, no me deja escuchar lo que Marcello Domiziano acaba de replicarle al conde.
A pesar de la furia que se estaba desatando a su vera, cabría pensar que el famoso general se hubiera quedado dormido de pie (una argucia que debía de serle útil durante los momentos de tregua en las batallas), de no ser por el hecho de que, de vez en cuando, supongo que en respuesta a algún comentario que un contendiente le hacía al otro, sus ojos de carbón fulgente emitían un destello torvo, alzando apenas los párpados. Vacilé antes de sumarme a ese peculiar grupito, pero Adriana me condujo sin vacilar hasta ellos.
Frontino exclamó:
—¡Sí, sí, Cimbelino! ¡Ven a conocer a mi hermano!
También él parecía haberse percatado de mi titubeo. Sin embargo, quizá recibiera de buen grado un cese de las hostilidades.
Que fue ni más ni menos lo que mi presencia provocó. La riña, la discusión o lo que fuera, se evaporó en el instante de mi llegada, transformándose en cortés y etérea chachara. El conde, calmado por completo (una muestra de autocontrol patricio) me ofrece un gesto altivo y distante de reconocimiento, a Adriana y a Lucila les da una palmadita en el hombro a cada una y se excusa para ir a buscar una bebida fresca. Frontino, con el rostro un poco enrojecido aún, pero jovial como siempre, me presenta teatralmente a su hermano con la palma de la mano hacia arriba:
—Nuestro amigo britano —dice.
—Me siento honrado, excelencia —digo inclinándome ligeramente ante Casio Lucio Frontino.
—Oh, no, nada de eso ahora —responde el tío Casio—. No estamos en el ejército. —Habla latín. Su tono de voz es débil pero tajante como el filo de un cuchillo, sin embargo me doy cuenta de que está tratando de ser agradable.
Por un momento, me siento aturdido y sobrecogido al estar en su presencia. Pienso en ese hombrecillo (y eso es lo que es, tan bajo como su hermano) yendo y viniendo incansablemente desde Dacia hasta la Galia y viceversa con sus botas de siete leguas, sofocando los fuegos de la secesión por todas partes. El indomable general. El salvador del Imperio.
Pronto estallará un fuego de distinta clase en el Imperio, y yo me encuentro muy cerca de su origen, pero por el momento no tengo conciencia de ello.
Casio Frontino me inspecciona como si estuviera tomándome medidas para un uniforme.
Dígame, ¿son todos los britanos tan altos?
—Soy un poco más alto que la media, la verdad.
—Menos mal. Como sabrá, estuvimos a punto de invadirles al principio de la guerra. Enfrentarse a todo un ejército de hombres de su tamaño no habría sido como ir de picnic.
—¿Invadir Britania, señor? —pregunta Lucila.
—En efecto —dice, sonriendo fugaz y fríamente a la muchacha—. Un ataque preventivo, cuando creímos que Britania podía coquetear con la idea de unirse a la rebelión.
Pestañeo con sorpresa y cierta irritación. Éste es un tema espinoso para nosotros, ¿por qué lo habrá sacado?
Le digo con firmeza:
—Eso nunca habría ocurrido, señor. Sabe que somos leales al régimen. Somos britanos.
—Sí, sí, por supuesto que lo son. Pero el riesgo existía, pese a todo. En aquel entonces, calculamos que había una probabilidad de riesgo del cincuenta por ciento. Era un momento delicado. Y el Alto Mando pensó: vamos a enviar algunas legiones allí sólo para mantenerlos a raya. Sería usted demasiado joven, supongo.