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—¿Qué te imaginas que somos? ¿Salvajes?

—¡Por supuesto, querido! ¡Por supuesto! Grandes y encantadores salvajes de cabellos dorados.

Hay un brillo en su mirada. Se está burlando pero también es sincera. Sé que lo es.

Y ha tocado además un punto sensible, ya que, pese a todos nuestros aires romanos, nosotros, los britanos, no nos parecemos tanto a esta gente como nos gustaría pensar y sí es cierto que conservamos nuestras pequeñas fidelidades atávicas. No hablo de mí en particular, ya que para las necesidades religiosas que pueda tener, me basto y me sobro con Júpiter y Mercurio. Pero tengo amigos en mi tierra, amigos bastante próximos, que hacen sacrificios a Branwen, Velauno, Rhiannon y Brígida, a Ancasta y a las Matres. E incluso yo he acudido al menos una vez al ritual de Lugnasad, donde adoran a Mercurio bajo su antiguo nombre celta de Lug.

Pero todo eso es demasiado absurdo, demasiado vergonzoso; idolatrar a esos dioses rudimentarios, antiguos e inexpresivos en sus nidales de paja. No es que a mí me parezcan menos absurdos Mercurio o Mitra o cualquier otro entre las docenas de extraños dioses orientales (Baal, Marduk, Jehová y todos los demás), que tan pronto se han puesto de moda como han dejado de estarlo en Roma durante siglos. Carecen por igual de significado para mí. Y, sin embargo, hay momentos en los que siento un gran vacío en mi interior, cuando miro las estrellas y me pregunto cómo y por qué fueron hechas; y no lo sé, no tengo la más mínima idea.

No quiero hablar de estas cosas con ella. Son asuntos privados.

Pero su traviesa pregunta sobre nuestros dioses locales me ha herido. Me siento abochornado. He enrojecido de vergüenza ante mi propia condición de britano. Y tengo la impresión que éste es uno de mis rasgos (quizá el más importante) por el que le resulto atractivo.

Finalmente, abandonamos las ruinas.

Regresamos a nuestro hotel. Vamos a nuestra habitación. Nuestra suite tiene una terraza con vistas a las excavaciones, un dormitorio pintado con murales al estilo pompeyano y un baño de mármol suficientemente grande como para seis. Nos desvestimos el uno al otro con una deliberada lentitud. El cuerpo de Lucila tiene una complexión fuerte, con caderas y hombros anchos, de pechos y nalgas voluptuosos. A mí me parece un cuerpo extremadamente hermoso aunque quizá ella, para sus adentros, tema carecer de elegancia. Su piel es maravillosa, pálida como una seda espléndida, salpicada muy ligeramente de encantadoras pecas rosadas en el pecho y la parte superior de los hombros, y una singularidad que encuentro muy divertida: su vello púbico es negro como la noche, en absoluto contraste con el rojo intenso de su cabello.

Ella advierte la dirección de mi mirada.

—No me lo tino —me informa—. Es así y no sé por qué.

—¿Y esto? —pregunto, colocando suavemente mi dedo sobre el tatuaje de un pino situado en la parte interna de su muslo derecho—. ¿Una marca de nacimiento?

—Los sacerdotes de Atis me lo pusieron cuando me inicié.

—¿El dios frigio?

—Voy a su templo, sí. De vez en cuando. Normalmente en primavera.

Así que, de hecho, ha estado jugando un poco conmigo.

—¡Atis! ¡Una devota de Atis de Frigia! ¡Oh, Lucila, Lucila! Has tenido el descaro de decirme que los britanos somos unos salvajes porque algunos de nosotros rinden culto a dioses paganos, mientras que tú, todo este tiempo, llevabas la marca de Atis en tu propia piel, justo al lado de tu… tu…

—¿Mi qué… amor mío? Anda, di su nombre.

Y yo se lo digo en britano. Ella lo repite, saboreando la palabra tan ajena a sus oídos, tan bárbara.

—Y ahora, bésalo, me dice.

—Con mucho gusto —le digo. Y me arrodillo y eso hago; después la levanto con mis brazos bárbaros y la llevo al baño, la introduzco en él con delicadeza y entro yo a continuación. Nos quedamos un rato dentro el agua y después nos lavamos el uno al otro, riéndonos. A continuación, todavía húmedos, salimos de la bañera de un salto y corremos hacia la cama. Ella está esperando el salvaje ataque y yo le doy toda la barbarie que desea; unas vigorosas caricias bárbaras que la dejan, entre jadeos, farfullando palabras en obsceno romano, sin duda. Lo que ella me devuelve a cambio es la sutil y sofisticada manera romana de hacer el amor: artimañas que se remontan a la época de César, maliciosas carantoñas por el interior de los muslos y traviesos movimientos con las puntas de los dedos que me arrastran hasta el mismo borde de la locura, y aún falta para que hayamos terminado de hacer el uno con el otro lo que pronto empezaremos a hacer de nuevo. —Mi salvaje —murmura—. ¡Mi celta!

Desde Pompeya descendemos por la costa hasta Sorrento, una bonita ciudad de la costa entre naranjos y limoneros. Le decimos a nuestro chófer que nos espere allí un par de días y tomamos el ferry hasta la romántica isla de Capri, lugar de diversión de los emperadores. Lucila ha mandado un telegrama para reservar una habitación para nosotros en uno de los mejores hoteles, un lugar en lo alto de una colina llamado Punta Tragara que tiene, dice ella, una vista magnífica sobre el puerto. Ella ya ha estado antes en Capri. Me pregunto con quién y cuántas veces.

Lucila y yo nos tendemos desnudos en la terraza de nuestra habitación, sobre acolchadas pieles de cordero, disfrutando de la tibia noche otoñal. El cielo y el mar tienen el mismo tono gris azulado. Resulta difícil decir dónde se encuentra la frontera entre uno y otro. Precipicios arbolados se elevan en vertical desde el agua hasta donde estamos nosotros. Pájaros de grandes alas se lanzan en picado a través de la oscuridad. En la ciudad, por debajo, a lo lejos, empiezan a encenderse las primeras luces de la noche.

—Ni siquiera sé tu nombre —digo después de un rato.

—Lucila Junia Escévola —dice ella.

—¿Escévola? ¿Emparentada con el famoso cónsul Escévola por un casual?

Sólo hablo por hablar. Escévola, naturalmente, no es un nombre romano muy raro.

—Es mi tío Cayo —dice ella—. Le conocerás cuando vayamos a Roma. Adriana le adora y también lo harás tú.

Sus palabras despreocupadas me dejan atónito. ¿La sobrina del cónsul Escévola tendida aquí, desnuda, a mi lado?

¡Santos dioses! ¡Caramba con estas muchachas y sus tíos famosos! Tío Cayo, tío Casio.Tengo una compañía emocionante.Todo el mundo romano conoce a Cayo Junio Escévola, elegido cónsul una y otra vez. Tres mandatos, quizá cuatro. La última vez hace tan sólo un par de años. Por lo que se dice, es el segundo hombre más poderoso del reino, la gran figura fuerte que hay detrás del joven y blando emperador Magencio, sosteniéndole. «Mi tío Cayo», dice mi amiga, tan sencilla y dulcemente. Voy a tener muchas cosas que contarle a mi padre cuando regrese a Corinea.

La sobrina del cónsul Escévola se alza por encima de mí y hace oscilar sus pechos en mi cara. Beso sus rosados pezones patricios como uno de esos fieros pájaros que se lanzan en picado sobre su presa.

Con el fresco de la mañana, damos una larga caminata por una de las colinas que hay detrás de la ciudad, hasta villa Jovis, el Palacio Imperial que ha estado allí desde el tiempo de Tiberio. Éste solía hacer que arrojaran a sus enemigos desde el borde del acantilado.

Naturalmente, no podemos acercarnos mucho a él, ya que aún se utiliza y lo ocupan los miembros de la familia real cuando están de visita en Capri. No parece haber nadie en estos momentos, pero en cualquier caso, el acceso está fuertemente vigilado. Podemos verlo elevarse grandioso desde la cumbre de la colina, una mole enorme de mampostería, rodeada de intrincadas fortificaciones.

—Me pregunto cómo será por dentro —digo—. Pero supongo que nunca lo sabremos.

—Yo he estado en el interior —me dice Lucila.

—¿En serio?

—Dicen que algunas de las salas y el mobiliario se remontan a la época de Tiberio. Hay una piscina interior rodeada por los mosaicos más increíblemente obscenos, y allí es donde se supone que a él le gustaba engatusar a muchachitos y muchachitas. Pero yo creo que en su mayor parte es una imitación hecha en épocas medievales o incluso más tardías. Todo el lugar fue saqueado, ya lo sabes, cuando los bizantinos invadieron el Imperio, hace seiscientos años; y es casi seguro que se llevaron los tesoros de los primeros emperadores a Constantinopla, ¿no te parece?