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—¿Y el emperador? ¿Dónde vive exactamente?

Lucila hace un gesto distraído con la mano señalando el centro del batiburrillo.

—Ah, él se traslada mucho, ya sabes. Nunca se queda en el mismo lugar dos noches seguidas.

—¿Cómo es eso? ¿Tan inquieto es?

—En absoluto. Actinio Varro es el responsable.

—¿Quién?

—Varro. El Prefecto pretoriano. Está muy preocupado con los complots de asesinato.

Me río.

—Pero cuando se asesina a un emperador, ¿no es precisamente su prefecto pretoriano quien lo hace?

—Normalmente, sí. Pero el emperador siempre piensa que su prefecto es el más leal de todos, justo hasta que le hunde el cuchillo en el vientre. No es que nadie quiera asesinar a un estúpido lechuguino como nuestro Magencio —añade ella.

—Si él es un incompetente como dice todo el mundo, ¿no sería ésa una buena razón para eliminarlo?

—¿Cómo? ¿Y convertir a uno de sus incluso más inútiles hermanos en emperador? Oh, no, Cimbelino. Los conozco a todos y, créeme, Magencio es el mejor del lote. Le deseo larga vida.

—Pues larga vida al emperador Magencio —digo yo a modo de coro, y ambos nos reímos a gusto.

El palacio concreto hacia el que nos dirigimos es uno de los más nuevos de la colina: un ornamentado pabellón de invitados con numerosas alas, adornado con mosaicos deslumbrantes, con brillantes y exuberantes manchas de amarillos estridentes y rojos desbordantes. Fue erigido hace unos cincuenta años, me dice ella, a principios del reino del lunático emperador Demetrio, el último cesar de la Decadencia. Lucila tiene un pequeño apartamento en él, cortesía de su buen amigo el príncipe Flavio Rufo. Según parece, son muchos los miembros no reales pertenecientes a la élite romana imperial que viven aquí, en el Palatino. A todos les resulta mucho más cómodo, habida cuenta de cómo está el tráfico en Roma y de las numerosas fiestas que se celebran.

El inicio de mi estancia en la capital es nuevamente como el de Neápolis. He de asistir a una recepción relumbrante en mi primera noche. El anfitrión, me dice Lucila, no es otro que el famoso conde Nerón Rómulo Claudio Paladio, que se muere de ganas de conocerme.

—¿Y quién es él exactamente? —pregunto.

—El hermano de su abuelo era el conde Valeriano Apolinar, ¿sabes quién era?

No hace falta haber ido a Cantabrigia para reconocer el nombre del arquitecto del Imperio moderno, el gran cónsul de la primera Guerra de Reunificación que ejerció cinco mandatos y sacó al crispado y desmembrado Imperio de la lamentable era conocida como la Decadencia. Fue él quien puso fin a las insurrecciones en las provincias, que habían convulsionado el Imperio durante el conflictivo siglo vigésimo cuarto. Fue Apolinar quien (actuando en nombre de Laureólo, como un cesar extraoficial detrás del verdadero), había instaurado el Reinado del Terror, una época de brutal disciplina que, para bien o para mal, había devuelto al Imperio cierto parecido con la grandeza que había conocido en el pasado, en las épocas de Flavio Rómulo y el séptimo Trajano. Finalmente, murió en el mismo Terror junto a tantos otros.

No sé nada de este sobrino-nieto suyo, este Nerón Rómulo Claudio Paladio, excepto lo que Lucila me ha contado de él. Pero solamente por la manera en que pronuncia su nombre, siempre su nombre completo, da a entender que ha seguido el sendero de su antepasado; que él también es un hombre de gran poder en el reino.

Y efectivamente, cuando Lucila y yo llegamos al palacio del conde Nerón Rómulo, en la colina Palatina, me resulta obvio que mi suposición es correcta.

El palacio en sí es relativamente modesto, un precioso edificio pequeño en la ladera inferior de la colina, cerca del Foro y que, según se me informa, data de la época del Renacimiento y se construyó originalmente para una de las amantes deTrajanoVII. De la misma manera que el conde Nerón Rómulo nunca se ha molestado en alcanzar el consulado o alguno de los otros altos puestos del reino, tampoco ha necesitado un gran edificio para proclamar su importancia. Sin embargo, la lista de invitados de su fiesta lo dice todo.

Está el cónsul actual, Aulo Galerio Basanio. También dos de los hermanos del emperador y una de sus hermanas, así como el tío de Lucila, el distinguido y celebrado Cayo Junio Escevola, según opinión general, el hombre más poderoso del Imperio junto al mismo emperador Magencio. Muchos creen que más poderoso que el emperador.

Primero Lucila me presenta a Escevola.

—Mi amigo Cimbelino Vetruvio Escapulano, de Britania —dice ella con gran prosopopeya—. Nos conocimos en casa de Marcelo Domiciano y desde entonces hemos sido inseparables. ¿No te parece un hombre espléndido, tío Cayo?

¿Qué es lo que uno puede decir cuando no es más que un ingenuo y tosco provinciano durante su primera noche en la capital y, de repente, se encuentra en presencia del subdito más poderoso del Imperio?

Pero consigo no tartamudear, ni tambalearme ni soltar ninguna inconveniencia. De hecho, con razonable soltura, le digo:

—Nunca podía haber imaginado cuando salí de Britania para visitar la patria del Imperio, cónsul Escevola, ¡que tendría el honor de conocer al mismísimo padre de la patria!

Ante lo cual, él sonríe afablemente y dice:

—Creo que me sitúas demasiado alto, amigo mío. Es el emperador quien es el padre de la patria, como sabes. Lo dice aquí mismo. —Y entonces se saca un radiante nuevo sestercio de su monedero y lo alza para que pueda apreciar las inscripciones en el canto, la críptica cadena de títulos imperiales abreviados que todas las monedas han llevado desde tiempos inmemoriales—. ¿Lo ves? —me dice señalando las letras del borde de la moneda, justo por encima de las cejas de César Magencio—. P. P. significa «Pater patriae», ahí está. Él, no yo. El padre del país. —A continuación, con un guiño que palia su reprimenda, que es en parte lo que ha sido, me dice—: Pero aprecio los elogios como todo el mundo, quizá incluso un poco más. Así que gracias, joven. No te supondrá Lucila muchos problemas, ¿verdad?

No estoy seguro de lo que quiere decir. Quizá nada.

—Apenas —contesto yo.

Me doy cuenta de que tengo clavados los ojos en él. Escévola es un individuo adusto y enjuto de altura media, de unos cincuenta años, calvo, con las delgadas hebras de cabello que le quedan (rojo, como el de Lucila) bien estiradas a lo largo de todo su cráneo. Tiene unos pómulos pronunciados, su nariz es afilada y la barbilla, marcada y recia. Los ojos son muy pálidos, de un azul gris glacial, el azul de un zafiro de tono lechoso. Se parece asombrosamente a Julio César, el famoso retrato que aparece en el sello de correos de diez denarios: la misma expresión de determinación absolutamente irrefrenable que brota de los infinitos recursos del poder interior.

Me hace algunas preguntas sobre mis viajes y sobre mi patria, escucha con aparente interés mis respuestas, me desea que me vaya bien y me despide con desenvoltura.

Las rodillas me tiemblan. Tengo la garganta seca.

Ahora debo conocer a mi anfitrión, el conde, y tampoco él es plato fácil. Nerón Rómulo Claudio Paladio es exactamente tan imponente como yo esperaba: un individuo de aspecto radiante y engolado de unos cuarenta años, alto para ser romano, y de complexión recia, con una barba espesa e impecablemente cuidada; su piel es intensamente morena, los ojos son oscuros y penetrantes. Irradia un aura de riqueza, poder, seguridad en sí mismo y (incluso yo soy capaz de detectarlo), una sensualidad casi irresistible.

—Cimbelino —dice inmediatamente—. Un gran nombre, un nombre romántico, el nombre de un rey. Bienvenido a mi casa, Cimbelino de Britania. —Su voz retumba. Es la de un bajo, perfectamente modulada, la voz de un actor, la de un cantante de ópera—. Esperamos verte aquí a menudo durante tu estancia en Roma.