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Lucila, a su lado, le contempla con la máxima veneración. Eso debería desencadenar mis celos, pero he de confesar que hasta yo siento por él el mismo sobrecogimiento, y a duras penas puedo reprocharle a ella que se halle bajo su hechizo.

Él apoya ligeramente la mano sobre mi hombro.

—Ven. Tienes que conocer a algunos amigos míos. —Y me conduce por el salón. Me presenta al cónsul, Galerio Basanio, que es más joven y va vestido con más frivolidad de la que yo habría pensado que un cónsul se permitiría. También a algunos actores que parecen esperar que yo sepa sus nombres, pero no es asi, y he de disimularlo un poco; a un gladiador que sí reconozco (¿y quién no, considerando que se trata del celebrado Marco Sempronio Diodoro, Marco «el matador de leones»?); y, después, a algunas llamativas damas con las que coqueteo un poco, como corresponde, aunque Lucila posee más belleza sólo en su codo izquierdo que cualquiera de ellas en todo su cuerpo.

Pasamos ahora por un atrio donde un malabarista está actuando y continuamos hasta una segunda sala, tan abarrotada como la primera, donde la conversación general tiene un extraño tono agudo y todos adoptan posturas afectadas. Tras unos instantes comprendo la razón.

Ahí hay personajes regios. Todo el mundo exhibe sus mejores maneras cortesanas.

Dos príncipes reales, nada menos. Lucila me presenta a ambos.

El primero es Camilo César, el príncipe de Constantinopla, el mayor de los cuatro hermanos del emperador. Es rechoncho, de aspecto holgazán, con la piel grasa y una manera lánguida, mustia, de mantenerse erguido. Si Cayo Junio Escévola es un Julio César, este hombre es un Nerón. Pero a pesar de su muelle carnosidad, puedo apreciar algunos de los rasgos característicos que distinguen a la familia reaclass="underline" la nariz afilada, frágil e imperiosa, la heroica barbilla y, sobre todo, los ojos fríos, azules como hielo ártico, medio escondidos detrás de unos anteojos de lechuza. Es como si el rostro adusto del viejo emperador Laureólo se hubiera incrustado de alguna manera en la mole rolliza del gandul de su nieto.

Camilo está demasiado borracho, incluso a horas tan tempranas de la noche, para decirme muchas cosas. Me hace un descuidado gesto con su mano rechoncha y pierde inmediatamente todo interés en mí. Seguimos hasta encontrarnos con el mayor de los personajes reales, Flavio Rufo César. Me preparo para encontrarme con alguien que no va a gustarme, consciente de que ha tenido el privilegio de ser el amante de Lucila cuando ella tan sólo tenía dieciséis años, pero lo cierto es que es un hombre encantador, afable y muy seductor. Tiene aproximadamente unos veinticinco años, supongo. Posee también el rostro de la familia, pero es delgado, de aspecto ágil, de mirada rápida y, probablemente, también vivo de ingenio. Como lo que he oído de su hermano Magencio es que no es más que un bufón disoluto, se me ocurre que es una pena que el trono no haya recaído en Flavio Rufo en lugar del otro cuando su anciano abuelo salió de escena con los pies por delante. Pero es el mayor quien tiene el derecho de sucesión, según la vieja ley. Habiendo muerto el príncipe Floro tres años antes que su padre, Laureólo, el trono había ido a parar al hijo mayor de Floro, Magencio. El mundo podía haber sido muy distinto si eso no hubiera ocurrido. O quizá estoy sobrestimando al joven príncipe. ¿No fue Lucila quien me dijo que Magencio era el mejor del lote?

Flavio Rufo (que sabe perfectamente que soy el nuevo pasatiempo de Lucila, lo que parece no importarle en absoluto), me ruega que le visite a finales de año en la gran villa imperial, en Tibur, a un día de viaje en las afueras de Roma, donde celebrará las Saturnales con algunos centenares de amigos íntimos.

—Ah, y tráete también a la pelirroja —me dice jovialmente Flavio Rufo—. ¿No te la olvidarás, verdad?

A ella le lanza un beso al aire, a mí me da un amistoso manotazo en la palma de la mano y regresa a la adulación de su séquito. Me encanta y alivia que nuestro encuentro haya ido tan bien.

Sin embargo, Lucila se ha reservado lo mejor de la familia para el final.

Su amiga más querida de la infancia, su compañera de escuela, su pariente honoraria: la princesa Severina Floriana, la hermana del emperador. Ante su presencia, lo único que deseo hacer es arrojarme al suelo de inmediato en señal de devoción extrema; tan insoportable es su belleza.

Tal como me había dicho Lucila, es morena, muy oscura, exótica. No hay trazas de los rasgos familiares en ella. Sus ojos son negro brillante. Su nariz es graciosa y respingona, su barbilla está elegantemente redondeada y, en seguida, se aprecia que no puede ser hermana de padre y madre del emperador. Ella debe de ser hija de alguna esposa secundaria del padre de Magencio. Los miembros de la realeza sólo pueden tener una sola esposa a la vez, como todos nosotros, pero es bien sabido que a menudo intercambian una esposa por otra y, en ocasiones, recuperan más tarde la primera y ¡a ver quién se atreve a decirles algo! Si la madre de Severina se parecía en algo a ésta, puedo entender por qué al difunto príncipe Floro le tentó estar con ella.

Mi discurso ha sido bastante insustancial cuando he hablado con Junio Escévola y Nerón Rómulo Claudio Paladio pero, ante Severina Floriana, no puedo articular palabra. Lucila y ella llevan todo el peso de la conversación y yo me quedo a un lado, como un bulto incómodo, en silencio; como un cabestro que a Lucila se le hubiera ocurrido traerse a la fiesta. Charlan sobre la élite social de Neápolis, de Adriana, de Druso Tiberio, de un montón de gente cuyos nombres no me dicen nada, también hablan de mí, pero lo hacen en el romano trepidante de la capital, tan salpicado de argot y pronunciaciones que no me son familiares, que apenas puedo entender nada. Una y otra vez, Severina Floriana dirige su mirada hacia mí, quizá evaluándome, quizá sólo por curiosidad hacia la nueva adquisición de Lucila. No puedo decir por qué. Yo trato de indicarle con los ojos que me gustaría tener la oportunidad de conocerla mejor, pero la situación es muy complicada y sé que estoy siendo imprudente… ¡Cómo me atrevo siquiera a pensar en un romance con una princesa real! ¡Y qué temerario, además, provocar la furia de Lucila Escevola haciéndole insinuaciones a su mejor amiga justo en sus propias narices!

En cualquier caso, no obtengo respuesta alguna de Severina a mis desafiantes miradas.

Finalmente, Lucila me lleva con ella de regreso a la otra sala. Me siento paralizado.

—Ya veo que te ha dejado hipnotizado —me dice Lucila—. ¿O no?

Balbuceo alguna cosa.

—Oh, puedes enamorarte de ella si quieres —me dice con displicencia—. ¡No me importa, tonto! Todo el mundo se enamora de ella. ¿Por qué ibas a ser tú la excepción? Es asombrosamente hermosa, lo sé. Yo misma me la llevaría a la cama, si me interesaran un poco más ese tipo de cosas.

—Lucila… yo…

—¡Esto es Roma, Cimbelino! ¡Deja de actuar como un simplón!

—Estoy aquí contigo. Tú eres la mujer a la que acompaño. Estoy absolutamente loco por ti.

—Claro que lo estás. Pero ahora te vas a obsesionar un tiempo con Severina Floriana. No es sorprendente en lo más mínimo. Tú no creo que le hayas causado una primera gran impresión, sospecho, quedándote allí como un pasmarote, sin decir una sola palabra. De todas formas, ella nunca se pregunta lo que un hombre tiene en la cabeza si tiene un cuerpo lo suficientemente bonito. Así que creo que le has interesado. Tendrás una oportunidad durante las Saturnales, te lo prometo. —Y me lanza una mirada de alegre maldad que hace que mi cabeza dé vueltas ante la desvergüenza de todo el asunto.

¡Roma! ¡Roma! No hay lugar en la Tierra como Roma.

Me juro en silencio que algún día, pronto, tendré a Severina Floriana entre mis brazos. Sin embargo es un juramento que no estaba destinado a cumplirse. Ahora que está muerta, pienso en ella a menudo con la mayor de las tristezas; rememorando su exótica belleza en mi mente e imaginándome que la acaricio, de la misma manera que podría imaginar que visito el palacio de la Emperatriz de la Luna.