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Desde el otro extremo del campo de batalla había llegado un mensaje de parte del prefecto al mando de las cohortes de los bátavos informando de que habían cruzado el río con éxito. Habían pillado desprevenido al enemigo y todos los hombres habían formado en la otra orilla antes de que los britanos pudieran realizar cualquier contraataque serio. Y lo que era aún mejor, los bátavos se habían topado con una numerosa unidad de carros de guerra. Sin dejarse intimidar por aquellas imponentes pero anticuadas armas, los bátavos se habían echado encima de ellas atacando primero a los caballos, tal como había ordenado el general Plautio. Sin caballos, los carros eran inútiles y lo único que quedó por hacer fue reducir a los desmontados lanceros y a los conductores.

Hasta ahí, todo bien. Pero entonces Carataco se dio cuenta de la debilidad que las fuerzas romanas presentaban por su flanco izquierdo y se estaba moviendo con rapidez para rodear a los bátavos y hacerles retroceder hacia el río. Si eran capaces de conseguirlo con la suficiente prontitud, podrían cambiar la disposición de sus tropas para hacer frente al siguiente ataque que Plautio había preparado. Había llegado el momento de que la novena legión realizara su movimiento, eliminara la presión ejercida sobre los bátavos y arrastrara a más britanos hacia la defensa de las fortificaciones que había alrededor del vado. Entonces, cuando las últimas reservas de Carataco se hubieran involucrado, la segunda legión saldría del bosque al sudoeste y aplastaría al enemigo como un torno de hierro.

– ¡Oh, señor! -Vitelio soltó una repentina carcajada-. ¡Mire allí!

El guerrero desnudo finalmente había pagado el precio de su valentía y estaba sentado, con las piernas abiertas y estiradas hacia delante, mientras forcejeaba con una flecha que se le había clavado en la cadera. A juzgar por la cantidad de sangre que manaba y corría por el barro revuelto que lo rodeaba, la flecha debía de haberle roto una arteria principal. Mientras ellos miraban, fue alcanzado por otra flecha que le dio en la cara, con lo que casco y cabeza le estallaron en pedazos sanguinolentos al tiempo que el impacto le arrojaba el torso hacia atrás.

– ¡Bien! -El general asintió con la cabeza--. Eso tendría que ser suficiente para la armada. Tribuno, es hora del ataque principal. Será mejor que alguien te dé un escudo.

– ¿Señor? -Me hace falta un buen par de ojos sobre el terreno, Vitelio. Ataca con la primera oleada y toma nota de todas las defensas con las que te tropieces, de la naturaleza del suelo por el que pases y de si hay alguna zona de la que nos podamos aprovechar si tuviéramos que volver a pasar por allí. Me informarás cuando regreses.

«Si es que regreso», reflexionó Vitelio con amargura al evaluar la tarea a la que se enfrentaba la novena legión. Habría peligro ahí abajo, demasiado peligro. Aunque sobreviviera, siempre existía la posibilidad de sufrir una herida que lo desfigurara hasta el punto de hacer que la gente apartara la mirada. Vitelio era tan vanidoso que quería afecto y admiración además de poder. Se preguntó si podría convencer al general de que mandara a un oficial más prescindible en su lugar y levantó la mirada. Plautio lo estaba observando detenidamente.

– No hay ningún motivo para esperar, tribuno. Vete. -Sí, señor. -Vitelio saludó e inmediatamente requisó un escudo de uno de los soldados de la escolta del general antes de dirigirse hacia las dos cohortes de la novena legión asignadas para el primer ataque. Las otras ocho cohortes estaban sentadas sobre la pisoteada hierba que descendía hacia el río. Disfrutarían de una espectacular vista del ataque y animarían a sus compañeros a voz en grito cuando llegara el momento (más que nada por un sentido de la conservación, puesto que si la primera oleada no tenía éxito, muy pronto les tocaría a ellos enfrentarse a los britanos). Vitelio anduvo con mucho cuidado entre la unidad y se dirigió hacia las equilibradas líneas de la primera cohorte (la punta de lanza de toda legión, una unidad doble a la que se confiaban las tareas más peligrosas de cualquier campo de batalla) Más de novecientos hombres se pusieron 'en posición de firmes, con las lanzas en el suelo, examinando en silencio los peligros que tenían ante ellos.

El legado de la novena, Hosidio Geta, se hallaba justo detrás de la primera centuria. A su lado se encontraba el centurión jefe de la legión y, tras ellos, el grupo de abanderados que rodeaban el estandarte del águila.

– Buenas tardes, Vitelio -lo saludó Geta-. ¿Te unes a nosotros?

– Sí, señor. El general quiere que alguien analice el terreno mientras se lleva a cabo el ataque.

– Buena idea. Haremos lo posible para asegurarnos de que puedas hacer tu informe.

– Gracias, señor. Unas cuantas cabezas se volvieron ante la fuerte dosis de ironía de la respuesta del tribuno, pero el legado era todo un caballero y lo pasó por alto.

justo entonces las trompetas del cuartel general tocaron a todo volumen la señal indicativa de la unidad seguida de una breve pausa y, a continuación, el toque de avance.

– Ésos somos nosotros. -El legado le hizo un gesto con la cabeza al centurión jefe. Geta se apretó la correa de su casco vistosamente decorado y tomó aire para bramar sus órdenes.

– ¡La primera cohorte se preparará para avanzar! -Hizo una pausa, el tiempo de marcar el ritmo hasta tres, y luego gritó-: ¡Adelante!

Con el centurión jefe marcando el paso, la cohorte se puso en marcha en forma de una susurrante nube de cascos de bronce, cotas de malla que tintinaban y resplandecientes puntas de lanza, y los hombres marcharon línea tras línea directamente hacia el borde del río donde el agua se extendía por una orilla llena de guijarros y maleza.

Vitelio ocupó su puesto justo detrás del legado y se concentró en seguir el paso del grupo de abanderados. Luego ya estaba en el río, chapoteando al adentrarse en la agitada agua de color marrón que se arremolinaba al paso de la primera centuria. A su derecha, el trirreme más cercano parecía una vasta fortaleza flotante que se alzaba a una distancia de tan sólo unos cincuenta pasos. Los rostros de la tripulación eran claramente visibles en cubierta mientras intensificaban el lanzamiento de proyectiles a la otra orilla para debilitar cuanto pudieran a los defensores antes de que sus compañeros de infantería cayeran sobre el objetivo. Los golpes de las catapultas y los chasquidos más secos de los brazos de las ballestas llegaban claramente al otro lado del agua y se oían incluso por encima del revuelo producido por los legionarios al atravesar el río.

El agua enseguida les llegó a las caderas y Vitelio levantó la mirada para comprobar con alarma que había recorrido menos de un tercio del camino hasta el otro lado. El aumento de la profundidad entorpeció el avance y hasta las primeras líneas empezaban a amontonarse. Los centuriones de las unidades que seguían aflojaron el paso y la cohorte avanzó luchando por mantenerse a flote mientras el agua seguía subiendo a un ritmo constante hasta que les llegó a la mitad del pecho. Vitelio vio que se acercaban a la otra orilla, a unos cincuenta pasos de distancia, y más allá vio la masa imponente de los terraplenes britanos que protegían el vado.

De pronto se oyó un grito agudo delante, luego unos cuantos más, cuando la primera fila se topó con la primera serie de obstáculos sumergidos: varias hileras de estacas puntiagudas clavadas en el lecho del río.

– ¡Rompan filas! -gritó el centurión jefe a voz en grito-. ¡Romped filas y estad atentos a esas jodidas estacas! ¡Cuando las encontréis, tirad de ellas hacia arriba y seguid adelante!

El avance se ralentizó y luego se detuvo mientras los hombres de la primera cohorte avanzaban a tientas por el agua, deteniéndose para sacar las estacas, dos o tres soldados a la vez. Poco a poco se fue abriendo un camino hasta la otra orilla y el avance continuó pasando junto a los heridos, a los que estaban ayudando a situarse en la retaguardia. La primera centuria ya había salido del río y alineaba sus filas en la embarrada orilla cuando las unidades siguientes pasaron por el espacio abierto entre las estacas.