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– Lo que este muchacho necesita es un buen trago y una comida decente en su estómago y estará listo para enfrentarse a los britanos él solo. ¿No es cierto, Cato? A.

Cato se estaba incorporando, medio dormido aún, y muy irritado por la forma en que los otros dos seguían con su anterior discusión. En realidad, Cato se sentía muy lejos de poder enfrentarse al enemigo en aquellos momentos. Ahora que volvía a estar despierto, el dolor de sus quemaduras parecía peor que nunca y, al mirar hacia abajo vio que su costado era todo un cúmulo de ampollas y piel enrojecida bajo el brillante ungüento.

– ¿Y bien, muchacho? -preguntó Macro-. ¿Estás listo? Cato sólo deseaba volver a estar dormido, con el centurión y el resto del maldito ejército tan lejos de su mente como fuera posible. Detrás del centurión, Niso movía la cabeza suavemente y por un momento Cato estuvo tentado de estar de acuerdo con el consejo del cirujano y tomarse un descanso de sus obligaciones lo más largo que pudiera. Pero era un optio, con las responsabilidades de un optio para con el resto de los hombres de su centuria, y eso significaba que no podía permitirse el lujo de satisfacer ninguna debilidad personal. Fuera cual fuera el dolor que sentía en aquellos momentos, no era peor que el que había sufrido su centurión con cualquiera de sus innumerables heridas en campañas anteriores. Si quería ganarse el respeto de los hombres que tenía a su mando, el mismo respeto del que Macro gozaba con tanta soltura, entonces tendría que sufrir por ello.

Con los dientes apretados, Cato se levantó y se puso en pie. Niso dio un suspiro ante la obstinación de la juventud.

– ¡Bien hecho, muchacho! -espetó Macro, y le dio unas palmadas en el hombro al chico.

Una oleada de dolor bajó rozando todos los nervios del costado del optio y éste hizo una mueca al tiempo que dejaba el cuerpo quieto un momento. Niso se acercó a él de un respingo.

– ¿Cómo estás, optio? -Bien -logró decir Cato entre dientes-. Bien, gracias. -Ya veo. Bueno, si necesitas algo, baja hasta el hospital de campaña. Y si hay algún signo de infección, ven a verme enseguida.

El último comentario iba dirigido tanto al centurión como al optio y Cato asintió con la cabeza para hacerle ver que lo había entendido.

– No te preocupes. Seré prudente. -De acuerdo entonces. Me voy. Mientras Niso se alejaba, Macro lo criticó con desaprobación.

– ¿Qué les pasa a los cirujanos? o bien se niegan a creer que estás enfermo hasta que estiras la pata delante de ellos, o bien tratan el más ligero arañazo como si fuera una especie de herida mortal.

Cato estuvo tentado de decir que sus quemaduras eran algo más grave que un simple arañazo, pero consiguió morderse la lengua. Había asuntos más importantes. La presencia de su centurión en ese lado del río era preocupante y requería una explicación.

– ¿Qué ocurre, señor? ¿Por qué ha vuelto aquí la legión? ¿Nos hemos retirado al otro lado del río?

– Tranquilízate, muchacho. Las cosas van bien. El vado está en nuestras manos y la segunda ha sido relevada por la vigésima. Los chicos se están tomando un descanso antes de que el general Plautio traslade el ejército a la otra orilla.

– ¿Los britanos se han marchado? -¿Marcharse? -Macro soltó una carcajada--. Tendrías que haberlos visto esta mañana. Te lo aseguro, ese general britano debe de tener un admirable dominio sobre sus hombres. Se nos vinieron encima como locos, chillando y bramando al tiempo que se arrojaban contra la pared de escudos. Nos salvamos por los pelos, hubo un momento en el que estuvimos muy cerca de perder. Un puñado de ellos atravesó una de las puertas y hubieran podido abrir una brecha considerable en nuestra línea de no haber sido por Vespasiano. Ese condenado legado es un tipo dispuesto a todo, sí señor. -Macro soltó una risita-. Agarró a los abanderados y a los oficiales de Estado Mayor por el pescuezo y los arrojó al combate. Fue algo glorioso. Hasta los trompetas se vieron involucrados. Vi a uno de esos tipos coger su corneta y emprenderla a golpes con los britanos, blandiéndola por ahí como si fuera una maldita hacha de guerra. Pues bueno, en cuanto se volvió a cerrar la línea, los britanos se desanimaron y se retiraron.

– ¿Y el general simplemente va a dejar que se escapen? -Cato estaba consternado. ¿Qué sentido tenía entonces la pérdida de tantas vidas el día anterior si al enemigo se le permitía retroceder y fortificar el próximo río?

– Puede que sea general, pero no es tan tonto. Ha enviado a la caballería auxiliar tras ellos. Mientras tanto, la vigésima al fin ha movido el culo y está haciendo algo y nosotros hemos vuelto aquí para tomarnos un día de descanso. Luego seguiremos adelante otra vez. _¿Todo un día de descanso?

– No seas sarcástico, muchacho. Hemos desconcertado a esos cabrones y si podemos seguir avanzando, Carataco no tendrá oportunidad de volver a formar su ejército. Se trata de una cuestión de tiempo. Cuanto más tenga, más fuerte será su ejército. o nos esforzamos por avanzar ahora, o tendremos que luchar con muchos más después. En cualquier caso, lo vamos a pasar bastante mal.

– Me muero de ganas. Ambos se quedaron callados un momento mientras todos los recuerdos demasiado vívidos del día anterior se les agolpaban en la memoria. Cato sintió un escalofrío de horror que le recorrió la espina dorsal hasta llegarle a la nuca.

Costaba mucho esfuerzo poner en orden la confusión de impresiones y entender lo que había ocurrido. La ferocidad de la batalla acostumbraba a alterarle a uno la percepción y a Cato le parecía que el día anterior se había experimentado una intensidad de la vida imposible, con todo su terror y éxtasis. Le embargaba una profunda sensación de ser demasiado joven para las cosas que había presenciado. Incluso demasiado joven para las cosas que había hecho. Le sobrevino una oleada de repulsión.

Al dirigir la mirada hacia su optio, Macro vio la adusta expresión en el rostro del joven. En sus tiempos había visto a suficientes soldados jóvenes para imaginar lo que Cato estaba pensando.

– Ser soldado no es todo gloria, muchacho, ni mucho menos. Y aquellos que no han sido soldados nunca se dan cuenta de ello. Tú eres nuevo en esto, todavía te estás adaptando a nuestra manera de hacer las cosas. Pero ya te llegará.

– ¿Qué me llegará? -Cato levantó la mirada-. ¿En qué me voy a convertir?

– ¡Um! Es una pregunta peliaguda. -Macro hizo una mueca-. En soldado es en lo que te vas a convertir. Incluso ahora no estoy completamente seguro de lo que eso significa. Es tan sólo una manera de ser que tenemos. Una manera de ser que debemos tener… para poder superar un día tras otro. Imagino que debes de pensar que tanto yo como los demás somos un poco duros. No, «duro» no es la palabra apropiada. ¿Y esa palabra que leí el otro día? Te la pregunté, ¿recuerdas?

– Encallecido -respondió Cato en voz baja. -¡Eso es! Encallecido. Buena palabra. -¿Y usted lo está, señor? Macro suspiró y se sentó junto a su optio. Cato percibió la fatiga en sus movimientos y cayó en la cuenta de que Macro no había descansado durante casi dos días. Se maravilló ante la prodigiosa resistencia del centurión y por la manera en que hacía del bienestar de los hombres que tenía al mando su prioridad ante todo, tal como demostraba la actual situación.

– Cato, tienes ojos. Eres muy inteligente. Pero a veces haces unas malditas preguntas de lo más tonto. Claro, muchos soldados están encallecidos. Pero, ¿no lo están también algunos civiles? ¿No conociste a nadie encallecido cuando vivías en palacio? ¿Ese tipo de personas que matarían a sus propios hijos para conseguir un ascenso político? Cuando cayó Seyano, ¿no hubo alguien que ordenó al verdugo que violara a su hija de diez años porque la ley no permitía ejecutar a las vírgenes? ¿No consideras eso estar encallecido? Mira a tu alrededor. -Con un movimiento de la mano Macro señaló las hileras de tiendas que se extendían por todos lados, los centenares de hombres que descansaban tranquilamente en aquel cálido día de verano, entre los cuales había un puñado que jugaba a los dados, uno o dos que leían y algunos que limpiaban su equipo y armas.