Vespasiano sacudió levemente la cabeza; hasta entonces los ignorantes salvajes lo estaban haciendo bastante mejor de lo previsto, y necesitaban de forma desesperada esos refuerzos que se estaban enviando con urgencia para ayudar a Plautio.
La segunda legión necesitaba reemplazos imperiosamente para volver a tener todos sus efectivos.
Las más optimistas entre las mujeres de los oficiales dicen que Britania formará parte del Imperio a finales de año, en cuanto Carataco sea aplastado y se tome Camuloduno, su capital tribal. Traté de explicarles lo que tú me contaste acerca de las proporciones de la isla, pero están tan convencidas de que nuestras tropas son invencibles que insistieron en que todas las tribus nativas se amilanarían ante la mera -mención de Roma. Espero que tengan razón pero, teniendo en cuenta lo que una vez me explicaste sobre la afición de los britanos por la guerra de guerrillas, tengo mis dudas al respecto. Sólo rezo para que los dioses te traigan de vuelta a Roma conmigo, más viejo, más sabio y en perfecto estado de salud, para que puedas dejar atrás el ejército y concentrarte en tu futuro político. Ya he avisado con antelación que volvemos a Roma y me pondré a trabajar para aumentar nuestros contactos sociales lo más rápidamente posible.
Vespasiano frunció el ceño ante la mención de la política y su expresión se hizo más grave mientras reflexionaba sobre la alusión de Flavia a los contactos. En el actual clima político de la capital, si ella juzgaba mal a esos contactos bien podía hacer peligrar sus posibilidades 'y, peor todavía, podría ponerlos a todos en peligro. Vespasiano había descubierto hacía poco que Flavia había estado vinculada con un intento de derrocar a Claudio. En Roma había habido una redada y habían ejecutado a montones de conspiradores, pero Flavia no había sido directamente implicada. Por el momento. Vitelio había descubierto la participación de la mujer del legado, y fue sólo la amenaza de su propia ignominia por su intento de robar una fortuna imperial de oro y plata lo único que había impedido que Vitelio sacara a la luz la traición de Flavia. Era una situación extremadamente incómoda, reflexionó Vespasiano antes de seguir con la carta.
Estimado marido, debo decirte que me han llegado noticias de Roma de que el emperador todavía perseguía a los supervivientes de la confabulación de Escriboniano.
Al parecer, circula el rumor de que existe una organización secreta que conspira para derrocar al Imperio y devolver a Roma su gloria republicana. Todo el mundo aquí en Lutecia habla, o mejor dicho cuchichea sobre ello. Parece ser que esa banda se hace llamar los Libertadores, una denominación bastante impertinente pero que evoca con astucia una era más igualitaria, ¿no te parece? Creo que ha llovido mucho desde la república y que nos encontramos en una época en la cual el ganador se lo lleva todo. Los grandes hombres deben jugar siguiendo las reglas, sean cuales sean, que les ayuden de un modo más eficaz a conseguir sus fines. En esto, querido esposo, igual que en todo, soy tu ardiente servidora.
A pesar del calor del día y de su anterior satisfacción, Vespasiano sintió de pronto un escalofrío que le cosquilleaba los nervios y que se inició detrás del cuello y se deslizó lentamente por su espalda. ¿Intentaba Flavia tantearlo para ver qué pensaba él sobre los Libertadores? Si es que estaba relacionada con ellos, tal como Vitelio afirmaba. Flavia todavía no sabía que su marido conocía su papel en el complot de Escriboniano. ¿Qué era lo que Flavia le estaba diciendo en realidad en aquella hoja?
De repente, sintió un vivo deseo de tener a Flavia con él en aquel preciso momento, allí, bajo las cálidas sombras de los abedules moteados por la luz del sol. Quería abrazarla, mirarla a los ojos y preguntarle la verdad para estar seguro de su inocencia, para ver que no había ni rastro de malicia en aquellos grandes ojos castaños. Y después hacer el amor. ¡Oh, sí, hacer el amor! Casi creyó que estaba junto a él mientras evocaba la sensación de abrazarla desnuda entre sus brazos.
Pero, ¿y si ella formaba parte de la conspiración? Podría ser que incluso entonces lo negara, incluso mientras le miraba a la cara con una expresión de herida inocencia, y él nunca podría demostrarlo… o desmentirlo. Maldijo en voz alta la brecha que Vitelio había abierto entre ellos. La desconfianza que el agente imperial había sembrado en su corazón, y que le consumía, se inflamó entonces convirtiéndose en una furiosa desesperación ante la situación en la que se encontraba. Flavia debía enfrentarse a la acusación y renunciar a cualquier relación que pudiera tener con los Libertadores. Y en caso de que fuera inocente, entonces Vitelio tendría que sufrir por el daño que había causado al fracturar la sagrada confianza que existe entre un hombre y su esposa. Vitelio lo pagaría caro, muy caro, se prometió Vespasiano mientras miraba con amargura cuesta abajo, donde los legionarios todavía chapoteaban en el río.
Por un momento siguió mirando fijamente, con un gélido brillo de odio en sus ojos y su puño apretado de forma inconsciente alrededor del pergamino. Al final su mente acusó un ligero dolor y al bajar la mirada se dio cuenta de que el pergamino estaba fuertemente estrujado y que las uñas se le estaban clavando en la palma de la mano. Tardó un momento en volver a centrar su pensamiento, aflojar la mano y alisar la carta de Flavia. Todavía quedaba algo más por leer, unas cuantas líneas más sobre su hijo Tito, pero las palabras se desdibujaron y se convirtieron en un sin sentido, así que Vespasiano se puso en pie bruscamente y bajó paseando por la ladera de vuelta a su cuartel general.
CAPÍTULO XVII
– ¡Estás de buen humor! -Macro dejó de afilar la hoja de su espada y le sonrió a Cato. Normalmente llevaba la espada a uno de los legionarios que estuvieran de faena para que la amolara, pero en esos momentos estaban en guerra y Macro tenía que asegurarse de que sus armas estuvieran perfectamente afiladas. Recorrió con los dedos todas las hojas, deslizándolos suavemente a lo largo del filo desde la punta--. Supongo que es por esa carta.
– Es de Lavinia. -Cato miró con ojos soñadores hacia el cielo broncíneo del oeste que empezaba a oscurecerse. El sol se había puesto y unos débiles dedos de luz doraban la parte inferior de las dispersas nubes. Tras el extenuante calor del día, por fin el aire se notaba más fresco. Hasta las palomas torcaces que había en los árboles cercanos sonaban más tranquilas en la pálida calima de los últimos instantes del anochecer-. Es la primera carta suya que recibo.
– Sigue acostándose tarde por ti, ¿no es cierto?
– Sí, señor, eso parece. El centurión contempló a su optio durante un momento y movió lentamente la cabeza con una expresión de lástima.
– Ni siquiera eres un hombre y ya estás tirando de la correa para que esa chica te enganche. Al menos es lo que parece. ¿No tendrías que pasarlo bien mientras seas joven?
– Si no le importa, señor, eso es asunto mío.
Macro soltó una carcajada. -De acuerdo, muchacho, pero no digas que no te animé cuando algún día mires atrás y veas todas las oportunidades que has perdido. Me he encontrado con tipos raros en mi vida, pero tú debes de ser el primer chico que conozco que está tan locamente enamorado que no está ansioso por echar un polvo con las primeras lugareñas que nos encontremos.
Cato bajó la vista, avergonzado y resentido. Por mucho que lo intentara, no podía asumir el papel de legionario en el que Macro estaba tan cómodo. Siempre que se acercaba a un nuevo desafío, lo acosaba una dolorosa y perpetua timidez.
– Y qué, ¿cómo van esas quemaduras? ¿Lo puedes sobrellevar? ~¿Tengo otra elección, señor?
– No.
– Duelen una barbaridad, pero puedo cumplir con mis obligaciones.
– ¡Ése es el espíritu! Has hablado como un verdadero soldado.
– He hablado como un perfecto idiota -dijo Cato entre dientes.