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– ¿Señor? Vespasiano levantó la mirada, irritado por la interrupción del hilo de su pensamiento.

– ¿Qué pasa? -¿Hay algo más que tengamos que discutir? ¿o puedo volver a mis obligaciones con la segunda?

– Hemos dicho todo lo que era necesario decir. Será mejor que hagas saber a Plinio que tiene que dejar su puesto de tribuno superior. Haz que te informe sobre el avance de mañana. Y todavía hay un poco de papeleo relativo a los pertrechos que tiene que ponerse en orden. Encárgate de ello antes de acostarte.

– Sí, señor. -Ten presente lo que he dicho, Vitelio. -Vespasiano miró fijamente al tribuno con expresión severa--. A pesar de tus obligaciones como agente imperial, sigues siendo mi tribuno superior y espero que representes ese papel. Desobedéceme o haz algún comentario fuera de lugar y me encargaré de que sufras las consecuencias.

CAPÍTULO XIX

A primera hora de la mañana del día siguiente, el ejército avanzó cruzando el Medway. Cuando la densa columna de soldados llegó al vado, el ritmo de la marcha se hizo más lento.

La mayoría de ellos llevaba sirviendo en el ejército el tiempo suficiente para saber lo incómodo que era marchar con un escudo impregnado de agua y sostenían el equipo en alto mientras caminaban por la arremolinada corriente tras los miles de hombres que ya ganaban el otro lado. Pese al descanso de la tarde anterior, los soldados todavía se sentían fatigados y los que tenían lesiones suficientemente leves como para que los hubieran clasificado como heridos que podían caminar tenían la crispada expresión del que combate su dolor. A lo largo de toda la columna había -soldados con vendajes en la cabeza o en las extremidades, algunos todavía manchados con su sangre, y con la sangre de otros. Pero a pesar del devastado aspecto de la legión, ésta seguía marchando hacia el frente totalmente preparada y dispuesta a entablar combate con los britanos una vez más.

El éxito del ataque de hacía dos días había hecho renacer la confianza de la segunda legión de un modo que dio ánimos a su comandante. Éste observó la columna que salía del río en la otra orilla y, chorreando, atravesaba el embarrado bajío antes de trepar por los terraplenes y desaparecer dentro de las fortificaciones que había al otro lado. Bajo aquella tenue luz, a Vespasiano le recordó un enorme ciempiés que de niño había visto una vez en la finca de su familia cerca de Reate: una masa resplandeciente con oscuras extremidades que subía penosamente la cuesta.

A su lado se encontraba Vitelio, sentado en silencio sobre su montura mientras miraba fijamente el terreno de delante de los terraplenes. El recuerdo del terrible asalto realizado en aquel mismo lugar contrastaba marcadamente con la serenidad del río de aquellas primeras horas de la mañana. La corriente se había llevado la sangre que había teñido el agua de rojo y a los cadáveres desparramados por aquella ribera se los habían llevado para incinerarlos. Quedaban pocos indicios de la feroz lucha más allá de los recuerdos de aquellos que habían combatido en ella y habían sobrevivido. Con una vaga sensación de la deprimente irrealidad de todo aquello, Vitelio hizo girar a su montura, le clavó los talones en las ijadas y subió al trote por la pendiente preparada por los zapadores. Pasó junto a los soldados de la cuarta cohorte, ajeno a las miradas hostiles que le dirigían los dos hombres que marchaban a la cabeza de la sexta centuria.

– Creía que ya no volveríamos a ver más a ese hijo de puta -refunfuñó Macro-. Me pregunto qué hace otra vez en la legión.

Cato no estaba demasiado preocupado por el regreso del tribuno a la segunda legión, Tenía la cabeza en otras cosas.

Aquella mañana las quemaduras parecían dolerle más que nunca y echaba de menos la inactividad del día anterior. Ya se le habían reventado algunas ampollas con el roce del equipo y la carne viva era un martirio cuando tocaba el áspero material de su túnica. Apretó los dientes y se concentró en seguir la retaguardia de la centuria que iba delante.

Quedó impresionado por la escena que apareció ante sus ojos cuando la sexta centuria atravesó los restos de las fortificaciones britanas. La zona cerrada estaba ennegrecida por el fuego y, mientras que los cadáveres de los romanos habían sido incinerados con todo respeto, no se les había dado semejante trato a los nativos muertos que yacían amontonados en pilas de materia en descomposición que el sol pudría. El aire en calma estaba cargado del hedor demasiado empalagoso de los cadáveres, y sus miembros rígidos, los ojos en blanco y las abiertas bocas caídas llenaron al joven optio de una repugnancia que le provocó náuseas. Cato notaba la bilis que le subía por la garganta y aceleró el paso, al igual que lo habían hecho todos los soldados que habían atravesado las fortificaciones antes que él. Había montones de prisioneros a los que mantenían ocupados cavando fosas para enterrar a sus camaradas caídos bajo la mirada vigilante de los hombres de la vigésima legión destacados para servicios de guardia de los prisioneros. Debían de estar agradecidos por la ocasión que se les daba de mantenerse al margen del combate que se iba a producir, reflexionó Cato, y por un momento envidió su suerte antes de que una nueva bocanada de olor a carne podrida le llenara las ventanas de la nariz y le provocara arcadas.

– ¡Tranquilo, muchacho! -lo consoló Macro-. No es más que un olor. Intenta no pensar en lo que lo produce. Muy pronto estaremos fuera de este lugar.

Cato se sorprendió de que a Macro pudiera dejarlo tan indiferente el sepulcral caos que los rodeaba. Pero entonces vio que su centurión tragaba saliva nerviosamente y se dio cuenta de que incluso aquel endurecido veterano no dejaba de estar afectado por las asquerosas consecuencias de la batalla. La columna se apresuró a cruzar el devastado campamento en silencio, roto únicamente por el tintineo de los equipos y las toses nerviosas de aquellos más afectados por el infame hedor. Una vez en la rampa del otro lado y de nuevo en campo abierto, Cato respiró profundamente para expeler hasta el Último ápice de aire fétido de sus pulmones.

– ¿Mejor? -preguntó Macro. Cato asintió con la cabeza. -¿Siempre es así? -Más o menos. A no ser que luchemos en invierno. En aquellos momentos el campamento britano quedaba tras ellos y el aire estaba repleto de frescas fragancias campestres que hacían desaparecer el recuerdo del olor de los muertos. Aun así, las señales de la escaramuza entre los britanos y sus perseguidores llenaban el camino hasta allí donde alcanzaba la vista en dirección al Támesis. Armas usadas, caballos muertos, carros de guerra volcados y cuerpos desmadejados yacían esparcidos por el suelo pisoteado. El aire zumbaba con el sonido de las moscas que se arremolinaban en pequeñas nubes moteadas sobre los muertos. Una neblina gris pendía sobre el sendero y se levantaba al paso de las legiones que marchaban para unirse a las cohortes auxiliares y a la caballería en su persecución del enemigo.

Cato sintió que el primer calor del día caía sobre él. Sabía que, más tarde, bajo el creciente bochorno, las condiciones serían intolerables bajo el peso del voluminoso e incómodo equipo, el cual estaba diseñado para la efectividad en la batalla sin tener demasiado en cuenta la comodidad del que lo llevaba durante la marcha. Las quemaduras al descubierto ya le estaban causando un tormento más allá de lo imaginable. Pero sabía que el dolor todavía le duraría unos días más y, como no se podía hacer nada al respecto, tendría que limitarse a soportarlo, reflexionó Cato con una mueca.