– ¡Dad la señal! -les gritó a los trompetas del cuartel general. A continuación tuvo lugar un coro de escupitajos cuando los hombres se aclararon la boca y fruncieron los labios contra su instrumento. Un gesto con la cabeza apenas perceptible por parte del primer corneta fue seguido al instante por las notas discordantes que mandaban ejecutar una orden. Con una muy ejercitada precisión la primera cohorte marchó junto a su legado. El centurión jefe señaló el lugar donde tenían que desviarse, bramó la orden de cambio de formación y las filas de vanguardia avanzaron hacia la derecha, perpendiculares al camino. Inmediatamente se toparon con el primer grupo de matas de aulaga, la cohorte rompió la formación para sortear el obstáculo y el ritmo regular de la marcha se convirtió en un arrastrar de pies a trompicones mientras que las cohortes que iban detrás trataban de no amontonarse en la retaguardia de la cohorte que iba delante. Vespasiano cruzó la mirada con Sexto, el cano prefecto de campamento de la segunda legión, e hizo una mueca. El soldado profesional más antiguo de la legión inclinó la cabeza para dar a entender que estaba completamente de acuerdo sobre la idiotez de la mayoría de las órdenes que emanaban del cuartel general del ejército.
La maniobra, que con tanta eficiencia podía ejecutarse en la plaza de armas, degeneró hasta convertirse en una antiestética maraña de hombres que maldecían y que se abrieron camino como pudieron a través del agreste terreno durante gran parte de una hora antes de que la segunda legión hubiera dado la vuelta y estuviera lista para avanzar ladera abajo hacia el lejano Támesis. En cuanto las cohortes estuvieron en posición, Vespasiano dio la orden de avance y la línea se puso en marcha, supervisada por los centuriones que blandían sus varas e imprecaban a los soldados para que mantuvieran una línea recta.
Una vez más, las espesas zonas cubiertas de aulagas abrieron brechas en la línea y al cabo de muy poco la legión se desintegró en grupos de hombres que avanzaban como podían. Aquí y allá la línea se detenía cuando los hombres se tropezaban con los britanos, la mayoría heridos, y los desarmaban antes de enviarlos escoltados hacia la retaguardia. A aquellos cuyas heridas eran tan graves que no les permitían andar los liquidaban con una estocada en el corazón y los romanos seguían adelante trabajosamente. A menudo los britanos trataban de salir corriendo y los romanos, con gritos de excitación, salían a trompicones tras ellos para aumentar el botín del fondo común de la campaña. En el terreno parcialmente despejado situado antes de la densa frondosidad de las aulagas, una variopinta multitud de prisioneros iba aumentando de volumen mientras que a un lado, a cierta distancia, un pequeño grupo de heridos crecía gracias al goteo de bajas que regresaban de los enfrentamientos que tenían lugar, ocultos a la vista, en los páramos que había más allá. Ésos eran los únicos indicios de la manera en que se -estaba desarrollando la batalla.
Hacia media tarde, bajo la desesperada mirada del legado de la legión y sus oficiales de Estado Mayor, la segunda legión había sido reducida a pequeños grupos que se abrían camino entre la maleza con poca o ninguna noción de dónde estaban sus compañeros. Circulando entre ellos había algún que otro puñado de britanos que también trataba de llegar al río con la esperanza de escapar y por la ladera subían los débiles gritos de guerra y el sonoro choque de las espadas. Vespasiano y los miembros de su Estado Mayor habían desmontado y estaban sentados a la sombra de un pequeño bosquecillo no muy lejos del camino, mientras observaban la caótica refriega con silenciosa frustración. A última hora de la tarde, la mayor parte de los soldados de la legión no podía verse y sólo la centuria de escolta del legado estaba formada en una delgada línea a unos cien pasos cuesta abajo. Más adelante se hallaba el patético grupo de prisioneros, rodeados por un entramado de espinosas matas de aulaga, cortadas y apiladas en círculo para formar una burda empalizada. Al otro lado del cercado de matorrales, una dispersa línea de legionarios montaba guardia. El tribuno Vitelio bajó a caballo para inspeccionar a los cautivos. Cuando hubo terminado de interrogar a su cabecilla, le dio un último coscorrón en la cabeza, subió de un salto a su montura y la espoleó para subir de nuevo la ladera.
– ¿Has descubierto algo útil? -preguntó Vespasiano. -Sólo que algunos de los mejor educados de entre estos salvajes tienen nociones de latín, señor.
– ¿Pero no hay vados ni puentes cerca? -No, señor.
– Valía la pena intentarlo, supongo. -Con un parpadeo, Vespasiano posó la mirada en la centuria de guardia del legado que se asaba al sol.
– Diles que se sienten -le dijo Vespasiano entre dientes al prefecto del campamento-. Dudo que los britanos nos den ninguna sorpresa ahora mismo. No hay motivo para que los hombres sigan de pie bajo este calor.
– Sí, señor. Mientras Sexto daba la orden a gritos a la centuria de guardia, el tribuno Vitelio cruzó la mirada con la del legado y le hizo un gesto con la cabeza hacia atrás, señalando el camino. Un mensajero subía al galope. Cuando divisó el grupo de mando del legado, dirigió su caballo por la cresta hacia ellos.
– ¿Y ahora qué pasa? -se preguntó Vespasiano. Sin aliento el mensajero bajó deslizándose de su caballo y fue corriendo hacia el legado, con el parte ya en la mano.
– De parte del general, señor -dijo jadeando al tiempo que alzaba la mano para saludar.
Vespasiano le respondió con un seco movimiento de la cabeza, tomó el pergamino y rompió el sello. Sus oficiales de Estado Mayor se quedaron allí sentados esperando con impaciencia a que su legado lo leyera. El mensaje era muy breve e inmediatamente Vespasiano se lo pasó a Vitelio.
Vitelio frunció el ceño mientras lo leía. -Según esto, parece que ya deberíamos estar abajo en la orilla y preparándonos para asaltar el río esta noche. La armada nos llevará al otro lado y nos proporcionará fuego de apoyo. -Levantó la mirada-. Pero, señor. Con el brazo señaló ladera abajo hacia las aulagas y el pantano que se habían tragado a la segunda legión.
– Exactamente, tribuno. Ahora lee en voz alta el último trozo.
Vitelio así lo hizo.
– Con relación a las primeras órdenes, debe tenerse en cuenta que las cohortes de bátavos han tenido problemas con el terreno pantanoso y se os aconseja que limitéis vuestro avance solamente a los caminos y senderos ya creados…
Uno de los tribunos subalternos rechifló con desdén y burla y el resto se rió amargamente. Vespasiano levantó la mano para acallarlos antes de volverse de nuevo hacia Vitelio.
– Parece que los muchachos del cuartel general del ejército no han caído del todo en la cuenta de las dificultades prácticas que conllevan las órdenes que ellos dictan con tanta rapidez. Pero dada tu reciente experiencia en el Estado Mayor estoy seguro de que tú debes de saberlo todo sobre esto.
Los demás tribunos hicieron lo que pudieron por ocultar sus sonrisas y Vitelio se sonrojó.
– De todos modos, no podemos cumplir esta orden. Para cuando la legión vuelva a reunirse en el río ya será bien entrada la noche. Y la armada todavía se encuentra a unos cuantos kilómetros río abajo. No hay posibilidad de realizar un ataque hasta mañana -concluyó Vespasiano-. Más vale que el general lo sepa. Tribuno, tú sabes cómo funciona todo en el cuartel general y conoces cuál es nuestra situación aquí. Regresa con el mensajero a donde está Aulo Plautio, hazle saber nuestra posición y dile que no podré llevar a cabo el asalto hasta mañana. También podrías describirle el terreno con un poco de detalle para que así entienda nuestra situación. Ahora, vete.