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– Sí, señor. --Vitelio saludó y se dirigió a grandes zancadas hacia su caballo, enojado por la perspectiva de una larga y calurosa cabalgada y resentido por la sarcástica forma en que lo había tratado el legado delante de los tribunos de menor rango.

Vespasiano miró divertido cómo el tribuno arrancaba las riendas de la mano del palafrenero y se arrojaba sobre el lomo de su caballo. Con un salvaje puntapié en las costillas del animal, salió al galope en dirección al cuartel general del ejército. No había podido resistirse a tomarle el pelo a Vitelio, pero todo el júbilo que podía haber sentido al bajarle los humos al petulante tribuno se evaporó rápidamente, y se maldijo a sí mismo por permitirse una conducta que estaba muy por debajo de la dignidad de su rango. Afortunadamente, el prefecto del campamento no había oído la conversación; mientras aquel duro y antiguo veterano regresaba del lugar donde se hallaba la guardia del legado y subía por la ladera a grandes pasos, frunció el ceño ante las divertidas expresiones que había en los rostros de los jóvenes tribunos.

– ¿Hay nuevas órdenes, señor? -Léelo. -Vespasiano le tendió el pergamino. Sexto le echó un rápido vistazo al documento. -Hay un joven caballero en el Estado Mayor de Plautio que va a tener que soportar unas duras palabras cuando lo pille, señor.

– Me alegra oírlo. Mientras tanto necesitamos reagrupar la legión. No tiene sentido tocar retreta. A estas alturas se han adentrado tanto en el pantano que será más fácil seguir adelante que volver atrás.

– Muy cierto -murmuró Sexto al tiempo que se acariciaba la barbilla.

– Llevaré al grupo de mando y a la centuria de guardia por el paso elevado hacia ese pantanal. -Vespasiano señaló cuesta abajo-. Una vez allí empezaré a tocar a retreta. Entretanto, tú y los tribunos subalternos encontrad y reunid a todos los soldados que podáis y explicadles lo que pasa. Necesitamos que el grueso principal de la legión esté reunido en aquella cuesta que hay junto al embarcadero antes del amanecer si queremos tener suficientes hombres para atacar por la mañana.

– Muy bien, señor -dijo Sexto. Se volvió hacia los tribunos subalternos que habían oído todas las órdenes del legado y a los que no les hacía ninguna gracia la incomodidad de su tarea-. ¡Ya habéis oído al legado! Moved el culo y a vuestros caballos, señores. ¡Venga, rápido!

Con unas demostraciones de reticencia casi intolerables, los jóvenes tribunos subieron con gran esfuerzo a sus caballos, bajaron al trote por la ladera y se dispersaron por la miríada de senderos y caminos que entrecruzaban la densa masa de aulagas y terreno pantanoso. Vespasiano los siguió con la mirada hasta que se perdieron de vista. Entonces se volvió hacia su propia montura y llevó a la guardia del legado y al resto del grupo de mando hacia el camino que conducía al paso elevado.

Aquella no era manera de llevar a cabo una batalla, reflexionó enojado. Apenas había recuperado la segunda legión, su amor propio, cuando una maldita orden negligente precipitaba a los hombres hacia un desastre de mil demonios, dispersos y sin mando a través de los condenados páramos de aquella condenada isla de mierda. Cuando consiguiera reagrupar a la legión, los hombres estarían exhaustos, sucios y hambrientos, con la carne y la ropa hechas jirones por los arbustos de aulaga. Sería un milagro si conseguía hacer que consideraran siquiera algo que fuera la mitad de peligroso que la orden del general de un ataque anfibio sobre la otra orilla del río.

CAPÍTULO XXI

– ¡Esto es una auténtica pesadilla de mierda! -gruñó el centurión Macro al tiempo que le daba un manotazo a un enorme mosquito que se estaba alimentando en su antebrazo. Apenas se había convertido en una mancha roja y negra entre los oscuros pelos bajo el dobladillo de su manga cuando varios insectos más, provenientes de la arremolinada nube que se cernía sobre él, decidieron arriesgarse y aterrizaron en el trozo de piel desnuda que tenían más cerca. Macro los ahuyentó con una mano mientras que con la otra intentaba darles a sus compañeros voladores-. Si algún día le pongo las manos encima al responsable de este jodido fiasco, no volverá a respirar.

– Me imagino que la orden vino del general, señor -respondió Cato con toda la suavidad de la que fue capaz.

– Bueno, en ese caso tendré que retomar el asunto en el infierno, donde estaremos en mayor igualdad de condiciones.

– Para entonces al general ya no le hará ninguna falta respirar, señor.

El centurión hizo una pausa en su guerra con los auxiliares nativos y se dio la vuelta hacia su optio.

– Pues podría darme el gusto ahora mismo con otra persona. Alguien que esté un poco por debajo en la jerarquía. A menos que éste sea el último de tus útiles comentarios.

– Lo siento, señor -contestó Cato mansamente. La situación era intolerable y la frivolidad no facilitaba las cosas.

Durante la última hora la sexta centuria había estado siguiendo un tortuoso sendero a través de los macizos de matorrales de aulagas, sin separarse de los trozos de terreno más sólidos del pantano que se extendía por todas partes. El sendero era lo bastante ancho para una persona y, con toda probabilidad, lo habían abierto las bestias salvajes. Habían perdido el contacto con el resto de la cohorte y el único indicio de otra presencia humana eran los gritos distantes y los sonidos de escaramuzas a pequeña escala que provenían de partes diferentes del pantano. Los únicos britanos que se habían encontrado eran un puñado de desaliñados de la infantería ligera armados con escudos de mimbre y lanzas de caza. Superados en número y aventajados por los legionarios, se habían rendido sin luchar y fueron escoltados hacia la retaguardia por ocho soldados de los que Macro mal podía permitirse prescindir, puesto que cada vez eran menos los que quedaban a sus órdenes. Cuando la escolta se fue, la centuria siguió adelante a duras penas.

Mientras el sol descendía hacia el horizonte, la quieta y cálida atmósfera se cernió sobre la centuria como una manta asfixiante y el sudor manaba de cada poro. Macro había dado la orden de detenerse para intentar averiguar en qué posición se encontraban respecto al río y al resto de la legión. Si el sol estaba a su izquierda, entonces el río tenía que encontrarse más o menos frente a ellos, pero el camino parecía llevarles hacia el oeste. El río ya tendría que estar cerca. Sería más fácil seguir adelante y encontrarlo que enfrentarse a la perspectiva de volver sobre sus pasos durante varias horas, en medio de la oscuridad de la noche que ya se aproximaba.

En tanto él consideraba las opciones que tenía, los hombres se sentaron en un hosco y sudoroso silencio, acosados por los miles de insectos que se agrupaban por encima de ellos. Finalmente, Cato ya no pudo soportar más sus picaduras y avanzó arrastrándose por el sendero para espiar el camino que tenían por delante. Una mirada de advertencia de Macro le conminó a que permaneciera a la vista mientras se movía con sigilo a lo largo de la senda. A corta distancia más adelante había una curva pronunciada a la derecha. Cato se puso en cuclillas y atisbó por la esquina. Había esperado ver otro trozo del camino pero, casi inmediatamente la senda volvía a girar a la izquierda y desaparecía de la vista. Consciente de la expresión del centurión, Cato se quedó donde estaba y aguzó el oído para ver si captaba el sonido de algún movimiento. Sólo eran audibles los rumores de una distante escaramuza por encima del zumbido de lo que sonaba como un enorme enjambre de moscas y sus parientes. Parecía que el terreno más cercano estaba libre de enemigos, pero Cato sintió poca sensación de alivio. Las molestias causadas por el calor y los insectos eran tales que cualquier distracción hubiera sido bienvenida, incluso unos britanos.