El zumbido de los insectos era inusitadamente fuerte y el sonido despertó la curiosidad innata de Cato. _¡Psss!
Se volvió y miró hacia el otro lado del camino donde el centurión trataba de atraer su atención. Macro alzó el dedo pulgar con una expresión inquisitiva. Cato se encogió de hombros y con la jabalina señaló hacia el recodo del sendero. Momentos después Macro se puso en cuclillas junto a él sin hacer ruido.
– ¿Qué pasa? -Escuche, señor. Macro ladeó la cabeza. Frunció el ceño. -No oigo nada. Al menos nada que venga de cerca.
– Señor, ese zumbido… los insectos.
– Sí, lo oigo. ¿Y bien? -Pues, es un poco demasiado fuerte, ¿no le parece, señor? -¿Demasiado fuerte? -Hay demasiados. Demasiados, demasiado juntos, señor. Macro volvió a escuchar y tuvo que admitir que el muchacho tenía razón.
– Quédate aquí, Cato. Si te llamo, trae a la centuria volando hasta este lugar.
– Sí, señor. El sol estaba bastante bajo, por lo que una buena parte del camino quedaba sumido en las sombras y su oscuridad contrastaba con el lustroso halo que ribeteaba las copas de los arbustos de aulaga. Macro se agachó y avanzó con cuidado por el camino, giró por el recodo y desapareció mientras Cato permanecía en cuclillas, tenso y listo para acudir en ayuda de su centurión en cuanto llamara. Pero no se oía su voz, ni ningún otro ruido que no fuera el zumbido de los insectos. La incertidumbre era terrible y, en su afán por no moverse, el escozor del calor y el sudor sobre su cuerpo le molestaba de una manera casi insoportable, como si no tuviera bastante con el dolor que le causaban las quemaduras.
De repente Macro volvió a aparecer y se acercó andando a grandes zancadas sin dar muestras de la anterior cautela. simplemente con una expresión de resignada adustez en el rostro.
– ¿Qué pasa, señor? -He encontrado a algunos de los auxiliares bátavos. Cato sonrió.
– Bien. Quizás ellos puedan decirnos dónde estamos, señor.
– No creo -replicó Macro en voz baja--. Ya les da lo mismo. Con un tono monocorde, Macro ordenó a los hombres de la sexta centuria que se levantaran y los condujo camino abajo, más allá de la doble curva, hacia un claro formado por una ligera elevación del terreno. El sendero y la hierba pisoteada estaban cubiertos con los restos de las tropas auxiliares de una de las cohortes bátavas. La mayoría había muerto luchando, pero a un buen número de ellos los habían degollado y estaban amontonados a un lado del camino. Los cadáveres estaban plagados de moscas y el empalagoso hedor de la sangre inundaba la calmada atmósfera. Había un puñado de guerreros britanos a los que habían colocado en línea recta, con los escudos sobre su cuerpo y una lanza que descansaba a su lado. Aquellos hombres llevaban casco y cotas de malla.
Macro se detuvo junto al cadáver de uno de los bátavos degollados y lo empujó suavemente con la punta del pie. Entonces habló en voz lo bastante alta para que lo oyeran todos sus hombres.
– Esto es lo que os podéis esperar si alguna vez sentís la tentación de rendiros a los nativos. No dejéis de echarles un buen vistazo y dad gracias a los dioses de que no seáis vosotros. Después, jurad que no moriréis de la misma forma. Estos bátavos eran idiotas, y si pillo a alguno de vosotros cometiendo las mismas estupideces me vengaré, en esta vida o en la otra. Podéis contar con ello. -Fulminó con la mirada a todos los miembros de la centuria, empeñado en que tuvieran más miedo de su centurión que del enemigo-. ¡Bien, recojamos entonces a estos de aquí! Cato, que nuestros muchachos se alineen al lado de los britanos. Quédate con cualquier cosa que les encuentres encima.
Mientras los legionarios realizaban aquella desagradable tarea, Macro apostó un guardia en cada extremo del claro y luego se sentó sobre la hierba, evitando las zonas que la sangre aún oscurecía. Se desabrochó la correa del casco y se lo sacó, contento de verse aliviado de su peso. Tenía el pelo mojado de sudor y aplastado contra el cuero cabelludo, y cuando trató de pasarse los dedos se le apelotonó en montones apelmazados. Levantó la mirada y vio a Cato de pie allí cerca.
El optio miraba fijamente los cadáveres de los britanos.
– Son gente con un aspecto impresionante, ¿verdad? Cato asintió con la cabeza. Estaba claro que aquellos no pertenecían a las tropas corrientes del enemigo. Eran hombres que estaban en la flor de la vida, fuertes y musculosos. La calidad de sus ropas y de su equipo era indicio de alguna categoría especial.
– ¿La escolta de alguien? -Yo diría que sí -asintió Macro-. Y a juzgar por el desigual resultado en cuanto al número de cadáveres, son una pandilla muy dura de pelar. Espero que no haya muchos de ellos ahí fuera.
Cato miró hacia las impenetrables aulagas que rodeaban el claro.
– ¿Supone que todavía están por aquí, señor? -Soy un centurión, muchacho, no un maldito adivino
– respondió Macro con brusquedad. Y al instante lo lamentó. El joven optio no hacía otra cosa que poner voz a los miedos de todos ellos, pero el calor y el cansancio del penoso avance a través de aquel enmarañado paisaje exacerbaba la creciente preocupación de Macro por su separación del resto de la legión-. No te preocupes, muchacho, ahí fuera hay más de los nuestros que de los suyos.
Cato asintió con un movimiento de cabeza, pero no quedó convencido. La cantidad no importaba en una situación como aquélla, sólo el conocimiento de la zona. La idea de un enorme grupo de guerreros britanos de élite dando caza a unidades de romanos aisladas era aterradora, y se avergonzó del pavor que aquella posibilidad le suscitaba. Lo que lo empeoraba todo era la inminente caída de la noche. Se horrorizaba sólo con pensar en pasar un solo minuto en aquel espantoso páramo durante las horas de oscuridad. El sol ya había descendido más allá del denso horizonte de follaje y el cielo resplandecía con su arrebol del color del bronce fundido. En él destacaban las oscuras formas de las golondrinas que surcaban el aire fugazmente al tiempo que se alimentaban de los insectos que había por encima del pantano. A su vez, los insectos buscaban la cálida descomposición de los muertos y la sangre de los vivos para nutrirse y, decididamente, aquel día el pantano estaba lleno de sustento.
Cato se dio un manotazo en la mejilla y se pilló un nudillo con la orejera del casco.
– ¡Mierda! -Me alegra ver que de vez en cuando esos pequeños cabrones van a por una cosecha más joven -comentó Macro, y ahuyentó a un enjambre de mosquitos que tenía delante de la cara-. No me importaría nada quitarme a éstos de encima y darme un baño en ese río.
– Sí, señor -contestó Cato con entusiasmo. No se le ocurría nada que le apeteciera más que quitarse a toda prisa el pesado e incómodo equipo que tanto le rozaba en las quemaduras que supuraban y sumergirse en la fresca y fluida corriente de un río. La imagen que había evocado era tan deseable que, por un momento, Cato se quedó completamente extasiado y ajeno a sus problemas inmediatos por lo que, en consecuencia, fue mucho más doloroso el retorno de su mente a ellos--. ¿Deberíamos intentar llegar al río esta noche, señor?
Macro se frotó los ojos con las palmas de las manos mientras debatía mentalmente las alternativas de las que disponían. La perspectiva de quedarse a pasar la noche en aquel claro, con los espíritus de los que acababan de morir rondando por ahí, le provocaba un hormigueo de repugnancia y terror. El río no podía estar muy lejos pero, en aquel pantano, cualquier avance por los estrechos senderos sería peligroso en la oscuridad. De pronto se le ocurrió algo.
– ¿No hay luna esta noche? -Sí, señor. -Bien. Entonces descansaremos aquí hasta que la luna esté lo bastante alta para que nos permita ver adónde vamos. Nos arriesgaremos a ir por este camino. Parece que va en la dirección adecuada. Destaca a dos centinelas de guardia y haz correr la voz entre los muchachos de que intenten dormir cuanto puedan.