– Sí, señor. -Cato saludó y se fue a grandes pasos para dar las órdenes. A su vuelta descubrió a su centurión tendido de espaldas, con los ojos cerrados y roncando con el estentóreo rezongo de un hombre profundamente dormido. Con una sonrisa afectuosa, Cato se dejó caer al otro lado del sendero, se quitó el casco y lo dejó con el resto de su equipo. Durante un rato observó el crepúsculo que pintaba el cielo con refulgentes tonos de color naranja, rojo, violeta y, por último, índigo. Luego, después de cambiar la guardia, también se tumbó y trató de abandonarse a su propio agotamiento. Pero el dolor que sentía en el costado, los despiadados silbidos de los insectos, el zumbido de las moscas, los ronquidos estruendosos del centurión y la perspectiva de encontrarse con algunos compañeros de los britanos muertos de enfrente echaron por tierra cualquier posibilidad de conciliar el sueño. Así que Cato se quedó tumbado en el suelo incómodo, exhausto y enojado consigo mismo por no poder dormir. Ya hacía rato que los cercanos ronquidos habían dejado de ser algo simpático y el joven optio hubiera asfixiado de buena gana a su centurión mucho antes de que la luna apareciera entre las nubes, dispersas por el cielo nocturno.
CAPÍTULO XXII
– ¡Optio! -siseó una voz.
Cato parpadeó y abrió los ojos. Una figura oscura se alzaba contra el cielo salpicado de estrellas. Una mano lo tenía agarrado del brazo ampollado al tiempo que lo sacudía y Cato estuvo a punto de soltar un aullido de dolor, pero consiguió contenerlo a tiempo. Se puso en pie de golpe, totalmente despierto.
– ¿Qué pasa? -susurró Cato-. ¿Qué ocurre? -El centinela informa de que hay movimiento. -La figura señaló hacia el extremo del claro, cerca del camino por el que habían entrado al anochecer-. ¿Deberíamos despertar al centurión?
Cato dirigió la mirada hacia el origen de los ronquidos. -Creo que será lo mejor. No sea que nos oigan antes de que nosotros podamos verlos a ellos.
Mientras que Cato se abrochaba el casco y recogía su equipo a toda prisa, el legionario despertó a Macro haciendo el menor ruido posible. No fue una tarea fácil debido al profundo sueño del centurión, e incluso cuando Macro volvió en sí parecía estar saliendo de un ensueño realmente impactante.
– ¡Porque esa maldita tienda es mía, mía! -refunfuñó el centurión-. ¡Por eso! -¡Señor! ¡Shhh!
– ¿Qu-qué? ¿Qué pasa? -Macro se irguió y de inmediato, con un acto reflejo, alargó la mano para agarrar su espada-. ¡Informe!
– ¡Tenemos compañía, señor! -dijo Cato en voz baja mientras se acercaba con sigilo al centurión-. El centinela dice oír movimiento.
En un instante Macro ya estaba en pie y con la otra mano se abrochaba de forma automática la correa del casco.
– Que los muchachos formen en el claro, pero mantenlos lo más callados posible. Tal vez queramos evitar el encuentro.
– Sí, señor. Cato se dirigió con cautela hacia los legionarios que dormían mientras Macro levantaba su escudo sin hacer ruido y se abría paso junto a la hilera de cadáveres, agradecido porque el zumbido de las moscas hubiera disminuido con la llegada de la noche. Casi sobrepasó al centinela en medio de la oscuridad, pues el hombre se encontraba alerta a un lado del camino, completamente quieto, haciendo un gran esfuerzo para detectar los sonidos que provenían de más abajo del estrecho sendero.
– ¡Señor! -susurró el centinela en una voz tan baja que, de no haber estado escuchando tan atentamente, Macro no lo hubiera oído. El repentino sonido lo hizo estremecerse al pillarlo de sorpresa. Se recobró en un instante y sin mediar palabra se puso en cuclillas junto al centinela.
– ¿Qué pasa, muchacho? -Verá, señor, ahora no hay nada. Pero juro que oí algo hace sólo un momento.
– ¿Qué fue lo que oíste exactamente?
– Voces, señor. Muy quedas, pero no muy distantes. Hablando en voz muy baja.
– ¿Nuestras o suyas? El centinela se quedó un momento en silencio antes de responder.
– ¡Suéltalo ya! -susurró Macro con enojo-. ¿Nuestras o suyas?
– No… no estoy seguro, señor. Era algo que en general no podía entender del todo. Pero también oí algo que parecía latín.
El centurión dio un resoplido desdeñoso. Se quedó agachado, aguzando el oído para detectar el más leve sonido procedente del sendero que se perdía de vista en una curva, a unos nueve metros escasos de donde estaban. El rumor que provenía del claro era demasiado audible aun cuando los hombres trataban de formar lo más silenciosamente posible. Pero, por fin, se quedaron quietos y Macro recuperó la concentración. No obstante, no se oía nada fuera de lo normal, sólo el croar de las ranas de vez en cuando. Una forma oscura se acercó desde el claro. _¡Pss! -bisbiseó Macro-. Por aquí, Cato.
– ¿Hay señales de ellos, señor? -Una mierda. Parece que aquí nuestro chico se ha dejado llevar demasiado por su imaginación.
Era un error bastante común entre los centinelas, sobre todo en el servicio activo. La oscuridad aumentaba la dependencia de un hombre de uno solo de sus sentidos y la imaginación empezaba a funcionar con el más mínimo ruido para el cual no hubiera una interpretación inmediata.
– ¿Digo a la centuria que dejen de estar alerta, señor? Macro estaba a punto de responder cuando un repentino crujido, como el de un arbusto que se hubiera enganchado y soltado rápidamente, les heló la sangre en las venas.
Ya no había dudas sobre lo que había dicho el centinela, y se quedaron en cuclillas sin moverse bajo el cálido aire nocturno, con los músculos en tensión y listos para entrar en acción.
Un tenue resplandor anaranjado vaciló al otro lado del recodo del camino y las chispas atravesaron los espacios entre el follaje cuando alguien que llevaba una antorcha se acercó por el sendero.
– ¿Es de los nuestros? -preguntó Cato. -¡Calla! -susurró Macro. -¿Quién anda ahí? -exclamó de pronto una voz que venía de la luz. Cato sintió que lo invadía una oleada de alivio y casi se rió ante el brusco descenso de la tensión. Hizo ademán de ir a ponerse en pie pero Macro lo agarró de la muñeca.
– ¡No te muevas!
– Pero, señor, ya lo ha oído. Es uno de los nuestros. -¡Cierra la boca y no te muevas! -exclamó Macro entre dientes.
– ¿Quién anda ahí? -repitió la voz. Hubo una pausa, seguida de lo que podría haber sido un rápido intercambio de palabras en voz baja. Luego la voz continuó diciendo-: Soy bátavo. ¡Tercera cohorte de caballería! ¡Si sois romanos, identificaos!
No se podía negar que el acento de aquel latín sonaba como el de los bátavos, y Macro sabía que la tercera montada estaba en la zona. Pero aun así, había algo en el tono de voz de aquel hombre que le impedía arriesgarse a dar una respuesta.
Se hizo otro breve silencio antes de que la voz volviera a oírse, en esa ocasión con un dejo tembloroso.
– ¡Por todos los dioses! ¡Si sois romanos, responded! -¡Señor! -protestó Cato. -¡Cállate!
Con un súbito crujido, el brillo de la antorcha se intensificó y las llamas se alzaron por encima de los arbustos de aulaga. Un grito inhumano atravesó la densa y calurosa atmósfera que se cernía sobre el pantano.
– ¿Qué diablos? -El centinela se echó hacia atrás del susto. Macro iba a agarrarlo cuando de pronto una figura en llamas apareció por el recodo del camino y se fue corriendo hacia el claro mientras chillaba e iluminaba el suelo a su alrededor con un refulgente y parpadeante brillo. El aire apestaba a brea y a carne quemada y la figura tropezó y rodó por el suelo sin dejar de gritar.
Macro agarró al centinela y a su optio y los empujó en dirección al resto de la centuria.
– ¡Corred! Justo por detrás de ellos la noche se inundó de unos gritos de guerra salvajes, seguidos por el agudo estruendo de un cuerno de guerra. Más abajo, tras los pasos de su prisionero bátavo, los britanos irrumpieron en el camino, con un aspecto espantoso bajo la resplandeciente luz de la antorcha que sostenía en alto el hombre que encabezaba su ataque. Antes de echar a correr tras su centurión, Cato sólo tuvo tiempo de echar un vistazo, pero fue suficiente para ver que, felizmente, el bátavo yacía inmóvil en el suelo. Atravesaron precipitadamente la línea de legionarios que esperaban más allá de la luz rojiza de la antorcha que se les venía encima y se dieron la vuelta para enfrentarse a los britanos, dispuestos a luchar al instante. Pero sus perseguidores habían hecho un alto momentáneo para arremeterla a hachazos y cuchilladas contra la hilera de cadáveres colocados a lo largo del camino.