– ¡Alto! ¡Alto! -gritó-. ¡No os apartéis del camino! Mientras la centuria esperaba, jadeando en la cálida atmósfera, Cato pinchó el suelo que tenia delante con la punta de su espada. La hoja se hundió en él sin apenas resistencia. Los gritos se aproximaban por el sendero y Cato levantó la vista, aterrorizado. -¿Qué coño vamos a hacer, optio? -dijo alguien en voz alta--. Los tendremos encima en un minuto.
– ¡Escapemos a nado! -sugirió otro. -¡No! -respondió Cato con firmeza-. Ni hablar de ir nadando a ningún sitio. Sería inútil. Nos eliminarían fácilmente.
Fue presa de un momento de indecisión que lo paralizó, antes de que unos nuevos gritos proferidos por los britanos lo despabilaran. Aquella vez el vocerío no provenía del camino sino de mucho más cerca, justo del otro lado del río. Recorrió la orilla con la mirada hasta que vio a un hombre que gritaba y blandía una lanza hacia ellos. Otros dos hombres chapoteaban en el barro para reunirse con él. Más abajo, a menos de cincuenta pasos, había una masa de grandes formas que parecían cascos de embarcaciones y que se alzaban al borde del río.
– ¡Allí! ¡Botes! ¡Vamos! -gritó Cato. No sin esfuerzo, sacó el pie del barro y lo plantó delante, donde se le hundió hasta el tobillo y quedó atrapado en el repugnante y hediondo légamo. El resto de la centuria se hundió tras él y, resoplando debido al esfuerzo, se dirigieron con gran dificultad hacia las embarcaciones que Cato había visto. El cieno les succionaba las piernas con un ruido de chapoteo y los que estaban más agotados tropezaron y quedaron casi sumergidos en aquella inmundicia. Los tres britanos les veían acercarse mientras gritaban llamando a sus compañeros a voz en grito. Cato miró hacia atrás y pudo distinguir el rojo resplandor de la antorcha que se acercaba a ellos con un zigzagueo y siguió adelante arrastrando los pies, obligando a sus piernas a abrirse camino en el barro.
Entonces se oyó un grito de triunfo por detrás de ellos cuando sus perseguidores llegaron al final del sendero y divisaron a su presa atrapada en el légamo del río. Sin dudarlo ni un instante, los britanos se metieron en el barro tras ellos con el que llevaba la antorcha en cabeza. El parpadeante resplandor rojizo cabrilleaba en la untuosa superficie del cieno y proyectaba las ondulantes sombras tanto de romanos como de britanos en todas direcciones. Todas las fuerzas de su cuerpo y de su ánimo estaban al límite mientras Cato alentaba a sus hombres y a él mismo a seguir adelante y les decía que se pusieran los escudos en la espalda por si sus perseguidores tenían armas arrojadizas.
El barro se volvió menos profundo y más sólido bajo sus pies cuando llegaron al lugar donde se encontraban los tres britanos que vigilaban los botes. Cato trató como pudo de mantener el equilibrio en el barro resbaladizo y se abalanzó sobre el que tenía más cerca: un viejo con ropajes bastos que sólo llevaba una lanza de caza. Le lanzó una estocada a Cato con las dos manos que el optio esquivó con rapidez, desviando la punta hacia el barro y provocando con ello que el ímpetu de la arremetida desequilibrara al britano, que quedó entonces en una posición perfecta para asestarle un rápido golpe en la espalda. El hombre dio un profundo gemido al quedarse sin aire en los pulmones, cayó boca abajo sobre el cieno y Cato se deslizó por encima de él hacia los dos guardias que quedaban. No eran más que muchachos, y una sola mirada a aquel mugriento romano que iba a por ellos con los labios inconscientemente crispados en un gruñido fue más que suficiente.
Aferraron sus lanzas, se dieron la vuelta, echaron a correr dejando atrás las hileras de botes que supuestamente tenían que proteger y desaparecieron en la noche. Por primera vez Cato pudo ver bien las embarcaciones; eran pequeñas, con el armazón de madera cubierto de piel, y cada una de ellas podría llevar a tres o cuatro hombres. Tenían aspecto de ser ligeras y endebles, pero en ese momento eran la única posibilidad que tenía la sexta centuria de escapar a la aniquilación.
Cato se dio la vuelta, jadeando, y vio que sus hombres salían del barro más profundo que había a su espalda. A poca distancia de ellos, los guerreros britanos seguían avanzando, con el barro casi hasta la rodilla, y se abrían paso con dificultad por la ciénaga que su presa había dejado revuelta. El hombre que llevaba la antorcha hacía lo que podía para mantenerla en alto y el parpadeante resplandor iluminaba los rostros de los britanos con un brillo rojizo aterrador. Al vadear el barrizal, uno de los romanos se había hundido más que sus compañeros y sus perseguidores le estaban alcanzando rápidamente.
– Haced unos cortes con los cuchillos en los costados de esos botes -les gritó Cato a sus hombres-. ¡Pero reservad diez para nosotros!
Los legionarios pasaron apiñados junto a él, la emprendieron con la piel de los botes más próximos y siguieron acometiendo su tarea con rapidez a lo largo de la orilla. Cato retrocedió hacia el último romano que aún estaba abriéndose paso a duras penas por el barro del río y al que entonces ya pudo identificar bajo la claridad proporcionada por la luna y el resplandor de la antorcha.
– ¡Pírax! ¡Date prisa, compañero! Están justo detrás de ti. El veterano echó un rápido vistazo por encima del hombro al tiempo que hacía un gran esfuerzo para sacar la pierna del barro, pero la succión era demasiado fuerte y sus últimas reservas de energía casi se habían agotado. Lo intentó de nuevo, acompañando sus esfuerzos con maldiciones y, con un fuerte ruido de ventosa, pudo soltar el pie y lo plantó delante lo más lejos que pudo, concentró en él el peso de su cuerpo y trató de liberar su otra pierna. Pero el esfuerzo requerido para avanzar un paso más era demasiado para él y se quedó quieto unos instantes, con una expresión de terror y frustración grabada en el rostro. Su mirada se cruzó con la de Cato.
– ¡Vamos, Pírax! ¡Muévete! -le gritó Cato, desesperado-. ¡Es una orden, soldado!
Pírax se lo quedó mirando fijamente un momento antes de que su cara se relajara y sonriera con desconsuelo.
– Lo siento, optio. Creo que tendrás que ordenarme que ataque.
– Pírax…
El legionario se apuntaló lo más firmemente que pudo en el barro y se dio la vuelta para enfrentarse a los britanos que se encontraban a unos cuantos pasos de distancia pero que se esforzaban con furia por avanzar y caer sobre él. Consternado, Cato observó, a poca distancia y sin ninguna posibilidad de intervenir, cómo Pírax luchaba su última batalla, atrapado en el cieno hediondo y lanzando gritos de desafío hasta el final. Bajo el tinte anaranjado de la antorcha, Cato vio que el primer britano lanzaba la espada contra la cabeza de Pírax. Pírax paró el golpe con su escudo antes de dar una estocada con su propia espada. Pero la diferencia de alcance de las armas hizo que no pudiera golpear a su oponente.
– ¡Venga, cabrones! -gritó Pírax-. ¡Venid a cogerme! Dos lanceros se situaron en posición de tiro y lanzaron sus armas contra el legionario atrapado, apuntando a los espacios que quedaban entre el escudo y su cuerpo. Al tercer intento, uno de ellos dio en el blanco y Pírax soltó un grito cuando la punta se le hundió en la cadera. Bajó la guardia, dejó caer el escudo a un lado y, al instante, el segundo lancero le alcanzó en la axila. Pírax se quedó completamente quieto durante un momento, entonces se le cayó la espada de la mano y se desplomó en el barro. Miró hacia Cato por última vez, con la cabeza caída y la sangre saliendo de su boca.
– Corre, Cato… -dijo en un ahogo. Entonces los britanos se acercaron y, rodeándolo, empezaron a propinarle hachazos y cuchilladas al cuerpo de Pírax mientras que Cato se quedaba paralizado de horror. Cuando se recobró se dio la vuelta y corrió para salvar su vida, deslizándose por el traidor limo hacia el puñado de botes que el resto de la centuria había empujado al río. Se dirigió hacia el mas próximo y se adentró en el bajío con un chapoteo mientras que el primero de los britanos que le perseguían emergía del barro más profundo al tiempo que lanzaba su grito de guerra. Cato soltó el escudo y alargó el brazo para asir el lado del bote. Se agarró con fuerza y con ello hizo que la endeble embarcación se ladeara peligrosamente.