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Aquél era el momento en el que Macro les hubiera dirigido unas últimas palabras de ánimo antes de entrar en acción. Le vinieron al pensamiento unas cuantas frases que podría extraer de las historias que había leído, pero ninguna parecía apropiada y, peor aún, ninguna parecía ser el tipo de cosa que un joven de diecisiete años podía decir sin aparecer como un auténtico pretencioso.

Por un momento los legionarios y su centurión interino se quedaron frente a frente en un silencio que cada vez era más incómodo. Cato miró por encima de su hombro y vio que ya podía distinguir claramente los rasgos individuales de los britanos. Fuera lo que fuera lo que dijera, tenía que decirlo enseguida. Se aclaró la garganta.

– Sé que el centurión tendría algo bueno que deciros en estos momentos. La verdad es que ojalá estuviera él aquí para decirlo. Pero Macro no está y sé que yo no puedo ocupar su lugar. Tenemos esta oportunidad de hacerles pagar caro su muerte y quiero ver cómo muchos de ellos se van a hacerle compañía al infierno.

Unos cuantos soldados respaldaron ese sentimiento y Cato sintió que se establecía algún tipo de conexión entre él y aquellos endurecidos veteranos.

– Dicho esto, debéis saber que Caronte no hace descuentos para grupos, así que… ¡ahorrad el dinero y permaneced vivos!

Era un mal chiste, pero unos hombres con su vida en juego valoran hasta la más mínima palabra de alivio.

Algo cayó al agua muy cerca del transporte y Cato se volvió hacia el lugar de donde había venido el sonido justo cuando una dispersa descarga de proyectiles de honda pasaba vibrando a cierta distancia de la proa y cortaba la tranquila superficie del río.

– ¡Poneos los cascos! -gritó Cato, y rápidamente se abrochó la correa bajo la barbilla al tiempo que se agachaba bajo la amurada de la cubierta de proa. Por delante de ellos, el trirreme giró río arriba y dejó que la distancia recorrida fuera la adecuada antes de echar el ancla. El primer barco de transporte se deslizó bajo su popa y se dirigió hacia la orilla del río situada a unos cien pasos más allá. Los proyectiles de las hondas seguían golpeando la embarcación, pero tanto la tripulación como los legionarios se agacharon lo suficiente para hacer que la descarga resultara inofensiva.

– ¡Tranquilos los remos! -bramó el capitán del barco de transporte; los remeros se apoyaron en los mangos de las palas y esperaron a que los demás transportes se acercaran y formaran una línea de manera que pudieran alcanzar la orilla al mismo tiempo, y las tropas desembarcaran a la vez. Bajo la lluvia de proyectiles de los honderos y arqueros, los torpes transportes maniobraron para ponerse en posición y aguardaron a que el trirreme iniciara el bombardeo del enemigo concentrado en la ribera del río.

Una súbita serie de fuertes chasquidos cortaron el aire cuando se soltaron los brazos de torsión de las ballestas y se dispararon las pesadas flechas hacia los britanos de la orilla. El movimiento de sus filas señaló el paso de las flechas y los gritos y chillidos de los heridos se sumaron al sonido de su grito de guerra. Instantes después, los arqueros auxiliares del trirreme empezaron a añadir sus descargas al ataque y los britanos escasamente protegidos cayeron como hojas. Mientras que el fuego de apoyo empezaba a abrir huecos en la orilla, el capitán del transporte que iba en cabeza dio la señal para que empezara el asalto y los remeros se inclinaron sobre sus palas. Los transportes avanzaron y-los legionarios de a bordo se pusieron los escudos encima de la cabeza para protegerse de la lluvia de flechas y proyectiles de honda. A las tripulaciones no se les había proporcionado protección y mientras el primer transporte se acercaba a la orilla, el remo de babor cayó al río cuando los dos miembros de la tripulación que lo manejaban se desplomaron: uno de ellos había sido alcanzado por dos flechas y yacía en cubierta dando alaridos mientras que su compañero quedó tendido sin moverse, muerto por un proyectil de honda que le entró por un ojo hasta el cerebro. La resistencia del remo de babor pronto empezó a hacer girar la proa de la embarcación. Al darse cuenta del peligro, Cato dejó el escudo y la jabalina, agarró el mango suelto y sacó del agua la pala del remo. Al no estar acostumbrado a su peso y dificultad de manejo, intentó como pudo mantener la proa del transporte alineada con la orilla mientras los proyectiles de honda chocaban contra ella con un vibrante repiqueteo y las flechas golpeaban la cubierta haciendo saltar astillas.

Se arriesgó a mirar por la borda y vio que la orilla estaba cerca, que en cualquier momento el barco tomaría tierra y empezaría el asalto. Una repentina sensación de frenado indicó que la quilla había entrado en contacto con la superficie del lecho del río. El transporte cesó su avance y el capitán ordenó a la tripulación que se pusiera a cubierto. Cato dejó el remo y recuperó el escudo y la jabalina, consciente de que todos los ojos de la centuria estaban clavados en él.

– Recordad, muchachos -gritó-, esto es por Macro… Jabalinas en ristre!

Los hombres se pusieron en pie y los primeros subieron a la cubierta de proa dispuestos a arrojar sus jabalinas.

– ¡Lancen a discreción! El resto de la centuria pasó sus jabalinas hacia delante para dárselas a los que estaban en la cubierta de proa y los continuos disparos fueron derribando a más enemigos hasta que se terminaron las lanzas. Cato se volvió para mirar y vio que el trirreme había dejado de lanzar proyectiles.

Ese era el momento. Por un instante su mente empezó a considerar los terribles riesgos y la absurdidad de lo que estaba a punto de hacer y supo que si se retrasaba un poco más le faltaría el coraje. Tensó los músculos y saltó Por la borda de la embarcación al tiempo que les gritaba a los demás que le siguieran. El agua le llegaba al pecho y las botas le resbalaban sobre el blando légamo del fondo del río. A su alrededor el resto de la centuria saltó al agua y se precipitó hacia la orilla.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -gritó Cato por encima de todo el alboroto.

Los britanos sabían que debían ganar la lucha antes de que los romanos pudieran afirmarse en la orilla y se metieron en el río para enfrentarse al ataque. Los dos bandos cayeron precipitadamente uno sobre otro a poca distancia de los transportes. Un hombre enorme avanzó por el agua y fue directo hacia Cato con la lanza levantada por encima de la cabeza, lista para atacar. Cato empujó su escudo hacia adelante cuando le sobrevino el golpe y mandó la lanza a un lado. El contraataque se realizó con una precisión que hubiera llenado de orgullo al centurión Bestia, y la espada con mango de marfil del centurión muerto se clavó profundamente en el costado del britano. Cato la retiró de un tirón justo a tiempo para golpearle la cabeza al próximo enemigo. Mientras luchaba se fue abriendo camino hacia la costa paso a paso, con los dientes fuertemente apretados al tiempo que un aullido inhumano en su garganta desafiaba a todo aquel que se encontraba por delante. El agua revuelta emitía unos destellos blancos y plateados bajo la brillante luz del sol, y unas motas color carmesí se elevaban centelleando como rubíes antes de caer de nuevo y salpicar a los combatientes.

El agua que rodeaba las piernas de Cato se iba volviendo de un turbio color rojo a medida que más romanos se abrían camino por el bajío y trataban de unirse a los legionarios que habían desembarcado momentos antes. Los transportes ya estaban siendo empujados de nuevo hacia el río y se dirigían en busca de la segunda oleada de asalto con toda la rapidez que le permitían sus remos. Cato y los demás estarían solos hasta que el siguiente grupo pudiera sumarse a la batalla y lo único que importaba era vivir hasta entonces. Ahora el agua ya sólo le llegaba al tobillo y debía tener cuidado de no resbalar en el barro. Paraba los golpes con su escudo y arremetía con su espada a un ritmo constante, rechinando los dientes para soportar el dolor de sus quemaduras. El resto de la centuria combatía cerca de él y formó una pared de escudos de forma automática mientras los años de incesante entrenamiento daban fruto. La demencial confusión inicial se había terminado y el combate empezó a tomar un cariz más familiar para los romanos.