– ¡Moveos a la izquierda, conmigo! -gritó Cato al tiempo que divisaba a los soldados más cercanos de otro de los transportes. Lentamente, su centuria fue avanzando hacia la hierba corta de la orilla del río y empezaron a avanzar lateralmente para acercarse a sus compañeros. Durante todo ese tiempo los britanos no dejaron de golpear sus escudos con espadas, hachas y lanzas. El soldado que estaba junto a Cato se desplomó con un grito agudo cuando la hiriente punta de una lanza siniestramente dentada le atravesó la pantorrilla. El britano que se hallaba al otro extremo de la lanza arrancó ésta de un salvaje tirón y el legionario cayó de espaldas, chillando. La centuria cerró filas y siguió adelante, y los gritos de su compañero cesaron de pronto cuando los britanos lo masacraron sin perder ni un minuto. Poco a poco, los pequeños grupos de legionarios se juntaron unos con otros hasta que pudieron formar una línea sólida de unos cuatrocientos o quinientos hombres. Sin embargo, los britanos seguían apiñándose a su alrededor a miles, tratando desesperadamente de hacerlos retroceder hacia el río.
– ¡Cuidado, muchachos! -gritaba una y otra vez Cato mientras cortaba y daba estocadas a cualquier cara o cuerpo que se ponía al alcance de su espada. El escudo con el que se enfrentaba al enemigo vibraba y se estremecía con un ruido sordo con el impacto de los golpes; un esfuerzo inútil que ponía de manifiesto el pobre entrenamiento de aquellos guerreros britanos que luchaban con una furia desatada y que simplemente arremetían contra cualquier parte del invasor que se pusiera delante de sus armas. Pero los britanos compensaban su falta de calidad con su número y, aunque el suelo estaba literalmente cubierto de sus muertos y moribundos, ellos seguían adelante como si estuvieran poseídos por demonios. Tal vez lo estaban. Al dar un rápido vistazo Cato vio una dispersa línea de hombres de extrañas vestimentas y enmarañadas barbas que animaban a los britanos con los brazos alzados al cielo a modo de súplica mientras lanzaban salvajes maldiciones. Con un estremecimiento de horror, Cato se dio cuenta de que aquellos hombres debían de ser druidas, cuyas proezas se les relataban a los niños romanos para asustarlos.
Pero sólo tuvo tiempo de echar una brevísima mirada antes de tener que afrontar el siguiente momento difícil Un bloque de britanos, mejor armados y más decididos que sus compañeros, se enfrentó de pronto a la sexta centuria y la obligó a retroceder hacia el río. Cayeron varios hombres de Cato, a otros los atropellaron, otros perdían el equilibrio en el barro resbaladizo y de pronto la pared de escudos empezó a desmoronarse. Antes de que Cato pudiera volver a formar a sus hombres, notó una presencia a su lado. Sólo tuvo tiempo de mirar a la derecha y vislumbrar el rostro gruñón de un britano de cabello negro antes de que éste chocara con su costado y ambos cayeran al bajío del río.
Un destello cegador de la luz del sol. Después, una brillante rociada que duró un instante y el mundo se oscureció ante los ojos de Cato. La boca y los pulmones se le llenaron de agua cuando, de forma instintiva, trató de coger aire. El britano todavía estaba encima de él y movía frenéticamente las manos tratando de agarrarlo del cuello. Cato había soltado la espada y el escudo al caer; se aferró a su atacante con la intención de valerse de él para impulsarse fuera del agua que, de un modo extraño, carecía de los sonidos de la batalla. Pero el britano poseía un físico poderoso y lo sujetó con fuerza hacia abajo. El angustioso anhelo por respirar y la inminencia de su muerte le proporcionaron a Cato una desesperada reserva de fuerza. Sus manos buscaron a tientas la cara del britano y le metió los dedos en los ojos. De repente el hombre soltó la garganta de Cato y éste salió a la superficie, resoplando agua y tratando de recuperar el aliento. Sus dedos seguían aferrados al rostro de aquel hombre; el britano dio un grito de dolor y trató de agarrar a Cato de los brazos antes de que algún instinto le hiciera propinar un puñetazo a su oponente. El golpe alcanzó a Cato en la mejilla y todo se volvió blanco por un instante antes de volver a encontrarse bajo el agua con el peso de aquel hombre otra vez sobre él.
Esa vez Cato pensó que seguramente se ahogaría. Sentía que la cabeza le iba a estallar y no conseguía nada con sus frenéticas contorsiones. Miraba fijamente la plateada superficie del agua. El aire que proporcionaba la vida, apenas a treinta centímetros de distancia, bien podría haber estado a más de un kilómetro y, mientras todo se iba borrando, el último pensamiento de Cato fue para Macro: la pesadumbre por no haber conseguido vengar al centurión. Entonces, el agua se tiñó de rojo y la sangre espesa atenuó la luz del sol. Las manos del britano seguían aferradas a su cuello, pero ahora otra mano se metió en el agua, lo agarró por el arnés, tiró de él hacia arriba y lo sacó a la brillante luz del sol. Cato salió a la superficie en medio de un charco de color rojo y llenó de aire sus ardientes pulmones. Entonces vio el cuerpo del britano. Tenía la cabeza casi cercenada, sólo un poco de cartílago y nervio la unían al torso.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó el legionario, que seguía sujetándolo del arnés, y Cato consiguió asentir con la cabeza mientras tragaba más aire. Un pequeño grupo de hombres de la centuria montaba guardia junto a ellos y rechazaban los golpes de los britanos más próximos.
– ¿Mi espada? -Aquí la tiene, señor. -El legionario la sacó del agua-. Es una buena espada. Debería cuidarla.
Cato asintió con un movimiento de la cabeza. -Gracias.
– No es nada, señor. La centuria no puede permitirse el lujo de perder más de un centurión por día.
Con una última sacudida para que se le despejara la cabeza, Cato recuperó su escudo y alzó su espada. El ritmo de la batalla se había aflojado de forma notable al notarse los efectos del cansancio. Ni los romanos ni los britanos parecían tan entusiasmados por aquel martirio como lo habían estado poco antes y había lugares en los que pequeños grupos se hallaban unos frente a otros, todos esperando que el otro hiciera el primer movimiento. Al volver la vista hacia el río, Cato vio que el segundo grupo de ataque casi había terminado de embarcar en los transportes.
– ¡Ahora ya queda poco, muchachos! -exclamó en voz alta, tosiendo con el esfuerzo de gritar con agua todavía alojada en los pulmones-. ¡El segundo grupo ya viene hacia aquí!
Una serie de golpes descomunales que provenían del trirreme llamaron su atención y, al seguir con la mirada el arco que describían los proyectiles, vio que una nueva columna de guerreros britanos se acercaba por la orilla del río. En medio de la columna había un carro de guerra, ampulosamente ornamentado incluso para ser britano, sobre el cual había un alto jefe con una larga y suelta cabellera rubia. Levantó su lanza y dio un grito y sus hombres contestaron con un rugido que surgió de lo más profundo de sus gargantas. Había algo en su atuendo y en la confiada manera que tenían de no hacer caso de los misiles lanzados desde el barco que era horriblemente familiar.
– ¿Son los hijos de puta que nos atacaron anoche?
– Podría ser. -El legionario entrecerró los ojos-. No me quedé el tiempo suficiente para memorizar los detalles.
Los druidas trataban frenéticamente de lanzar a sus guerreros contra el primer grupo de ataque de los romanos. Cuando vieron aparecer la nueva columna chillaron de alegría y animaron a sus hombres con renovada ferocidad.
– ¡Cuidado, muchachos! ¡Un nuevo enemigo por el flanco izquierdo!
Se hizo correr la voz rápidamente por la línea y el centurión más próximo a la nueva amenaza organizó a sus hombres para proteger el flanco, cerrando filas sobre lo que quedaba del primer grupo de ataque y justo a tiempo, puesto que los recién llegados ni siquiera intentaron desplegarse, sino que se precipitaron a una carga desenfrenada y se lanzaron contra la línea romana. Con un grito salvaje y un agudo choque de armas, los britanos trataron de abrirse camino entre los romanos a golpes de espada y fue evidente para todo el mundo que la lucha se estaba decantando a favor de los nativos.