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Cato no dijo nada. Bajó la vista hacia su plato de campaña y siguió comiendo. Cuando se había unido a la segunda legión, lo último que se esperaba era que antes de un año estaría con las águilas luchando por su vida en tierras bárbaras. Técnicamente él todavía era un recluta; su instrucción básica había terminado pero todavía tenía que llegar el primer aniversario del día en que se había incorporado a la segunda legión. Su embarazoso silencio no pasó desapercibido.

– ¡Ah, tú eres bueno, Cato! Puede que no seas nada del otro mundo con la instrucción y todavía tienes que aprender a nadar, pero se te da bien la batalla. Lo conseguirás.

– Gracias -murmuró él, no del todo seguro de la mejor manera de encajar el hecho de ser condenado por tan vagos elogios. No es que le importara, puesto que poseía un temperamento que siempre le hacía sospechar de cualquier alabanza de que era objeto. En-cualquier caso, el estofado estaba delicioso, ya había terminado el plato de campaña y apuraba el fondo con la cuchara.

– Hay mucho más, muchacho. -Macro metió de nuevo el cucharón en la olla y lo hundió bien para asegurarse de darle a Cato mucha carne-. Hártate mientras puedas. En el ejército nunca está garantizada la próxima comida. A propósito, ¿cómo van tus quemaduras? -Por instinto, Cato se llevó la mano al vendaje de su costado y descubrió que se lo habían cambiado, le habían envuelto el pecho con una banda de tela limpia, lo bastante sujeta como para que no se cayera y al mismo tiempo no tan apretada como para que le molestase. Habían hecho un buen trabajo y Cato levantó la mirada agradecido.

– Gracias, señor. -No me des las gracias a mí. Lo hizo el cirujano Niso. Parece ser que lo han asignado al cuidado de nuestra centuria y tú te has encargado de tenerle ocupado.

– Bueno, ya le daré las gracias en algún momento. -Puedes hacerlo ahora. -Con un gesto de la cabeza Macro señaló por encima del hombro de Cato-. Ahí viene.

Cato giró la cabeza y vio la enorme mole del cirujano que surgía de entre las sombras de las tiendas. Levantó la mano para saludarle.

– ¡Cato! Al fin te has despertado. La última vez que te vi bajabas por el Leteo. Apenas murmuraste cuando te cambié el vendaje.

– Gracias. Niso se dejó caer al lado del fuego entre Cato y su centurión y olisqueó la olla.

– ¿Liebre? -¿Qué otra cosa podría ser? -respondió Macro. -¿Os sobra un poco? -Sírvete tú mismo. Niso se desenganchó el plato de campaña del cinturón y, haciendo caso omiso del cucharón, hundió el plato en el estofado y lo sacó lleno hasta casi el borde. Con una ávida mirada ansiosa se humedeció los labios.

– Por favor, estás en tu casa -dijo Macro entre dientes, Niso metió la cuchara en la superficie del guiso, sopló un momento y sorbió con cuidado.

– ¡Delicioso! Centurión, algún día serás una buena esposa para alguien.

– ¡Vete a la mierda! -Y qué, Cato, ¿cómo tienes hoy las quemaduras? El optio se tocó el vendaje con mucha delicadeza y al instante hizo un gesto de dolor.

– Me duelen. -No me sorprende. No les has dado ni un momento de respiro. Algunas de las heridas están abiertas y podrían haberse infectado si no las hubiese limpiado cuando te cambié las vendas. En serio, vas a tener que cuidarte un poco más. Es una orden, por cierto.

– ¿Una orden? -protestó Macro-. ¿Y quién diablos os creéis que sois vosotros los médicos?

– Estamos cualificados para cuidar de la salud de las tropas del emperador, eso es lo que somos. El legado me dijo que me asegurara de que Cato descansaba. Está exento de servicio y fuera de la línea de batalla hasta que yo lo diga.

– ¡No puede hacer eso! -protestó Cato. Macro le lanzó una mirada severa y Cato se calmó al darse cuenta de la estupidez de su objeción.

– Más vale que lo aproveches al máximo, muchacho, puesto que la orden viene del legado -dijo Macro con brusquedad.

Niso asintió con un vigoroso movimiento de la cabeza y volvió a su estofado. Macro alargó la mano para coger uno de los leños mal cortados y lo colocó con cuidado entre las llamas. Una pequeña nube de chispas se elevó en forma de remolino y Cato las siguió con la mirada hacia el cielo aterciopelado hasta que su brillo se apagó y se perdieron contra las deslumbrantes lucecitas de las estrellas. A pesar de haber dormido durante la mayor parte del día, Cato todavía sentía que el agotamiento le pesaba 'en todos los nervios de su cuerpo y hubiera estado temblando de frío de no ser por la hoguera.

Niso se terminó el estofado, dejó el plato en el suelo y se tumbó de lado, mirando a Cato.

– Bueno, optio. Así que vienes de palacio. -Sí.

– ¿Es cierto que Claudio es tan cruel e incompetente como todos sus predecesores?

Macro soltó un resoplido. -¿Qué clase de pregunta es ésa para que la haga un buen romano?

– Una bastante razonable -replicó Niso-. Además, yo no soy romano de nacimiento. Resulta que soy africano, aunque con un poco de sangre griega también. De ahí mi ocupación y mi presencia aquí. El único lugar del que las legiones pueden conseguir experiencia médica decente es de Grecia y las provincias orientales.

– ¡Malditos extranjeros! -exclamó Macro con desdén-.

Los vences en la guerra y se aprovechan de nosotros en época de paz.

– Así ha sido siempre, centurión. Las compensaciones por haber sido conquistados.

Pese a la frivolidad de los comentarios, Cato intuyó un dejo de amargura detrás de las palabras del cirujano y tuvo curiosidad.

– ¿De dónde eres pues? -De una pequeña ciudad en la costa africana. Cartagonova. Supongo que nunca has oído hablar de ella.

– Creo que sí. ¿No es allí donde se encuentra la biblioteca de Arquelónides?

– ¡Vaya! Sí. -El rostro de Niso se iluminó de placer-. ¿La conozco.

– Sé algo sobre ella. Está construida sobre los cimientos de una ciudad cartaginesa, creo.

– Sí. --Niso asintió con la cabeza-. Así es. Sobre los cimientos. Todavía se ven las líneas de la antigua muralla de la ciudad y los trazos de algún conjunto de templos y astilleros. Pero eso es todo. La ciudad fue completamente arrasada al final de la segunda guerra patriótica.

– El ejército romano no hace las cosas a medias -dijo Macro con cierto orgullo.

– No, supongo que no.

– ¿Y estudiaste medicina allí? -preguntó Cato, tratando de desviar la discusión hacia un terreno más seguro.

– Sí. Durante unos años. Lo que se puede aprender en una pequeña ciudad comercial es limitado. Así que me fui al este, a Damasco, y trabajé para adquirir práctica ocupándome de la amplia variedad de dolencias que los ricos mercaderes y sus esposas imaginaban sufrir. Bastante lucrativo, pero aburrido. Me hice amigo de un centurión allí acuartelado. Cuando lo trasladaron a la segunda hace unos meses me fui con él.

No puedo decir que no haya sido emocionante, pero echo de menos el estilo de vida de Damasco.

– ¿Es tan bueno como dicen? -preguntó Macro con el entusiasmo propio de los que creen que el paraíso debe de existir en algún lugar en esta vida-. Es decir, las mujeres tienen bastante fama, ¿no es cierto?

– ¿Las mujeres? -Niso arqueó las cejas-. ¿Es lo único en lo que pensáis los soldados? En Damasco hay cosas más importantes que sus mujeres.

– No me cabe duda. -Macro trató de ser refinado por un momento-. ¿Pero es cierto lo de las mujeres?

El cirujano suspiró. -Las legiones que guarnecían la ciudad ciertamente así lo creían. Dirías que nunca habían visto una mujer. Montones de babosos borrachos tambaleándose de un burdel a otro. No tanto en busca de la paz romana como a la caza de una pieza para los romanos.