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– ¿Tienes otro nombre? -Aquello era algo que Cato no había considerado.

– Claro que sí -dijo Macro-. Todo aquel que se une a las águilas y adopta la ciudadanía debe tomar un nombre romano.

– ¿Y cuál era el tuyo antes de que te convirtieras en Niso?

– Mi nombre completo es Marco Casio Niso -le dijo a Cato con una sonrisa-. Así es como se me conoce en el ejército y en cualquier documento legal y profesional. Pero antes de eso, antes de convertirme en romano, yo era Gisgo, de la saga de los Barca.

Cato alzó las cejas y un frío dedo le hizo cosquillas en los pelos de la nuca. Se quedó mirando fijamente al cirujano un momento antes de atreverse a hablar.

– ¿Eres un pariente suyo? -Un descendiente directo. -Ya veo -murmuró Cato mientras trataba aún de asimilar las implicaciones de esa afirmación. Miró al cartaginés-. Interesante.

Macro echó otro leño al fuego y rompió el hechizo.

– ¿Os importaría decirme qué demonios es tan interesante? ¿Que Niso tuviera un nombre curioso?

Antes de que Cato pudiera explicárselo, los interrumpieron. De la oscuridad surgió un oficial, con el bruñido peto reflejando la luz de la hoguera.

– Cirujano, ¿tú eres el que se llama Niso? Niso y Macro se levantaron de un salto y se pusieron en rígida posición de firmes ante el tribuno Vitelio. Cato fue más lento y se estremeció con el doloroso esfuerzo de ponerse en pie.

– Sí, señor. -Pues ven conmigo. Tengo una herida de la que necesito que te ocupes.

Sin decir una palabra más, el tribuno se dio la vuelta y salió dando grandes zancadas y apenas le dejó tiempo al cirujano para tirar los restos de su estofado, limpiar la cuchara en la hierba y volvérselo a sujetar todo al cinturón antes de salir corriendo para alcanzar al tribuno. Cato se dejó caer en el suelo mientras Macro se quedaba mirando cómo Niso desaparecía entre una hilera de tiendas.

– Un tipo extraño, ese Niso. No estoy del todo seguro de qué pensar de él, excepto que todavía no me gusta. Habrá que ver cómo nos llevamos tras unas cuantas copas.

– Si es que bebe -añadió Cato. -¿Qué? -Hay algunas religiones orientales que lo prohíben. -¿Por qué diablos van a querer perderse el vino? Cato se encogió de hombros. Estaba demasiado cansado para la especulación teológica. -¿Y qué eran todas esas gilipolleces sobre su nombre? Cato se apoyó para recostarse y miró por encima de la hoguera hacia Macro.

– Su familia desciende de los Barca.

– Sí, eso ya lo he oído -dijo Macro con marcado énfasis-, Barca. ¿Y?

– ¿Le dice algo el nombre de Aníbal Barca, señor? Macro se quedó callado un momento.

– ¿El mismísimo Aníbal Barca? -El mismo. Macro se puso en cuclillas junto al fuego y soltó un silbido.

– Bueno, eso contribuye en cierta medida a explicar su actitud hacia Roma. ¿Quién hubiera pensado que tendríamos a un heredero de Aníbal luchando con el ejército romano? -Se rió ante aquella ironía.

– Sí -dijo Cato en voz baja-. ¿Quién lo hubiera pensado?

CAPÍTULO XXVIII

El trabajo en las fortificaciones de la cabeza de puente continuó con la primera luz del amanecer. Del Támesis se había levantado una espesa neblina que envolvía el campamento de la segunda legión con su pegajoso frío. Bajo el pálido brillo del sol naciente, una columna de legionarios salió andando penosamente por la puerta norte del campamento de marcha que se había formado a toda prisa cuando el cuerpo principal de la legión fue transportado al otro lado del río. El resto del ejército pronto se uniría a la segunda para seguir con la campaña y las fortificaciones tenían que ampliarse para acomodar a las otras legiones y cohortes auxiliares. Alrededor de la empalizada de la segunda legión, los zapadores habían delimitado un vasto rectángulo con los postes de medición. El día anterior se había levantado una considerable extensión de terraplenes y los zapadores se pusieron a trabajar enseguida para aumentar las defensas.

Con las armas cuidadosamente amontonadas allí cerca, los legionarios siguieron excavando la zanja circundante y apilaban la tierra que sacaban formando un parapeto interior. Cuando la tierra estuvo comprimida, se colocó una capa de troncos por encima para formar una sólida plataforma tras la empalizada de estacas afiladas clavadas en el cuerpo del terraplén. Una cortina de hombres montaba guardia a unos cien pasos frente a los compañeros que trabajaban y más allá, a lo lejos, cabalgaban las distantes figuras de los exploradores de caballería de la legión. Los comentarios de César sobre la táctica relámpago de los aurigas britanos estaban frescos en la memoria del comandante de la legión, y se había cerciorado de que cualquier enemigo que se acercara sería divisado a tiempo para advertir al equipo de zapadores.

Con un incesante esfuerzo, los terraplenes se extendieron desde el río en secciones de unos treinta metros cada vez.

Los años de instrucción aseguraban que todo soldado supiera cuál era su obligación y el trabajo se llevó a cabo con una eficiencia que complació a Vespasiano cuando se dirigió hasta allí a caballo para comprobar qué tal marchaba el trabajo. Pero estaba absorto y preocupado. Sus pensamientos volvían otra vez más a la reunión de oficiales superiores a la que había asistido el día anterior. Estuvieron presentes todos los comandantes de la legión, así como su hermano Sabino, que entonces hacía de jefe del Estado Mayor de Plautio.

Aulo Plautio había elogiado sus logros y anunciado que los exploradores del ejército informaban de que no había un contingente significativo de soldados enemigos en muchos kilómetros al frente. Los britanos se habían llevado una paliza y se habían retirado mucho más allá del Támesis. Vespasiano había argumentado que tenían que perseguir y destruir al enemigo antes de que Carataco tuviera la oportunidad de reagruparse y reforzar su ejército con aquellas tribus que apenas empezaban a darse cuenta del peligro que representaban las legiones situadas en el extremo sur de la isla. Cualquier retraso en el avance romano tan sólo podía beneficiar a los nativos. Aunque los romanos se las habían ingeniado para cosechar los campos por los que habían pasado durante las primeras semanas de la campaña, los britanos se habían dado cuenta rápidamente de la necesidad de negarle al enemigo los frutos de la tierra. La vanguardia del ejército romano avanzaba sobre los restos humeantes de campos de trigo y almacenes de grano y las legiones dependían por completo del depósito de Rutupiae, desde el cual los largos convoyes de suministros formados por carros tirados por bueyes avanzaban hacia las legiones con su carga. Cuando las condiciones lo permitían, las provisiones se trasladaban en barco a lo largo de la costa en los transportes de bajo calado escoltados por los barcos de guerra de la flota del canal. Si los britanos se aprovechaban de su mayor capacidad de maniobra y concentraran sus ataques sobre aquellas líneas de suministro, el avance romano hacia el interior se demoraría seriamente. Era preferible atacar a los britanos entonces, cuando todavía no se habían recuperado de sus derrotas en el Medway y el Támesis.

El general había asentido ante los argumentos de Vespasiano, pero eso no le hizo cambiar su estricta observancia de las instrucciones que había recibido de Narciso, el primer secretario del emperador Claudio.

– Estoy de acuerdo con todo lo que dices, Vespasiano. Con todo. Créeme, si existiera alguna ambigüedad en las órdenes, me aprovecharía de esas lagunas. Pero Narciso es completamente preciso: en el momento en que hayamos asegurado una cabeza de puente en la otra orilla del Támesis, tenemos que detenernos y esperar a que el emperador llegue y se ponga personalmente al mando de la última fase de esta campaña. Cuando hayamos tomado Camuloduno, Claudio y su séquito se irán a casa, y nosotros consolidaremos lo que tengamos y nos prepararemos para la campaña del año que viene. Aún pasarán unos cuantos años antes de que la isla esté dominada. Pero debemos asegurarnos de que somos lo bastante fuertes para enfrentarnos a Carataco. Le hemos vencido antes, podemos volver a hacerlo.