– ¿Aparte de los elefantes? El general se rió por cortesía. -No te preocupes por ellos. Sólo son para dar tono y no podrán acercarse a menos de un kilómetro y medio de la línea de batalla, al menos por lo que a mí respecta. Todos los generales tienen que aparentar que obedecen órdenes en público; en privado tratamos de hacer lo que debemos para alcanzar la victoria. Los generales deben asegurarse de obedecer a los emperadores, cualesquiera que puedan ser sus relativos méritos militares. ¿No estás de acuerdo?
Vespasiano sintió que se quedaba lívido mientras notaba que el temor y la ira se escapaban a su control.
– ¿Se trata de otra prueba de lealtad, señor? -Esta vez no, pero haces bien en ser prudente. No, simplemente intentaba tranquilizarte y que vieras que tu general al mando no es el idiota que al parecer tú crees que es.
– ¡Señor! -protestó Vespasiano-. ¡Nunca ha sido mi intención…!
– calma, legado. -Plautio levantó las manos-. Sé lo que tú y los demás debéis de estar pensando. En vuestro lugar yo sentiría lo mismo. Pero yo soy el representante del emperador y mi trabajo es hacer lo que él dice. Si desobedeciera sus órdenes se me condenaría por insubordinación o algo peor. Si no consigo derrotar al enemigo también estoy condenado, pero al menos podré defenderme diciendo que no hacía más que cumplir órdenes. -Plautio hizo una pausa--. Debes de pensar que soy débil y despreciable. Tal vez. Pero algún día, si tu estrella sigue ascendiendo, te encontrarás en mi situación, con un talentoso e impaciente legado ansioso por llevar a cabo la estrategia militar necesaria sin considerar ni por un momento la agenda política de la cual ésta emana. Espero que entonces recuerdes mis palabras.
Vespasiano no respondió, se limitó a quedarse mirando con frialdad al general, avergonzado de su incapacidad para hacer frente a los comentarios condescendientes de aquel hombre. Los sermones pronunciados por los oficiales superiores no había más remedio que escucharlos con silenciosa frustración.
– Y ahora -continuó diciendo Plautio-, la buena noticia que te prometí. Tu esposa y tu hijo van a viajar con el emperador. _¿Flavia va a estar entre su séquito? Pero, ¿por qué?
– No te entusiasmes demasiado con ese honor. Es un grupo grande, más de cien personas, según el despacho de Narciso. Supongo que Claudio quería rodearse de gente variopinta que lo entretuviera mientras está fuera de Roma. Sea cual sea la razón, tendrás la oportunidad de volver a verla. Toda una monada, si mal no recuerdo.
Aquel comentario rastrero avinagró a Vespasiano aún más. Asintió con la cabeza, sin ninguna intención de expresar orgullo masculino al poseer una esposa de aspecto tan llamativo. Lo que había entre ellos iba más allá de cualquier atracción superficial. Pero eso era personal y él no iba a confiar tal intimidad a nadie. La emocionante perspectiva de que Flavia pronto estaría de camino hacia él quedó rápidamente sumergida en la preocupación por el hecho de su inclusión en el séquito del emperador. A las personas se les solicitaba que atendieran al emperador en sus viajes por uno o dos motivos. O bien eran grandes animadores o aduladores, o eran gente que representaba una sobrada amenaza para él, por lo que éste no osaba perderlos de vista.
En vista de su reciente conspiración, Flavia podía estar en el mayor peligro posible, si es que sospechaban de ella. Entre toda la pompa del grupo de viajeros de la corte imperial, la vigilarían en secreto. El más mínimo atisbo de traición podía acarrear que cayera en las siniestras garras de los interrogadores de Narciso.
– ¿Eso es todo, señor? -Sí, eso es todo. Asegúrate de que tú y tus hombres aprovecháis al máximo el tiempo mientras aguardamos a que llegue Claudio.
CAPÍTULO XXIX
En cuanto las fortificaciones estuvieron listas, tres de las otras legiones se trasladaron al otro lado del Támesis y se dirigieron a las áreas que se les habían asignado. Las cohortes auxiliares y la vigésima legión se quedaron atrás para vigilar a los animales de tiro del ejército que pastaban en todas las franjas de pradera disponibles, dispersos por una vasta extensión de terreno. Una sucesión de pequeños fuertes se extendía a lo largo de las líneas de comunicación por todo el camino que llevaba a Rutupiae y, de vez en cuando, los convoyes de suministros avanzaban lentamente hasta el frente y volvían vacíos, aparte de aquellos que llevaban a los inválidos destinados a una baja prematura y la subsiguiente dependencia del reparto de trigo en Roma. En aquellos momentos la mayor parte de los suministros se transportaban siguiendo la costa y, desde allí, río arriba en los barcos de la flota invasora.
Se había establecido un enorme depósito de abastecimiento en el campamento de la legión y cada día se descargaban más víveres, armas y equipo de repuesto que los jefes de intendencia anotaban con todo detalle y que luego se depositaban en el interior de la cuadrícula meticulosamente señalizada que habían preparado los zapadores. La próxima vez que el ejército se dirigiera al campo de batalla, estaría tan bien aprovisionado y armado como lo había estado al inicio de la campaña.
Los legionarios descansaron mientras esperaban la llegada del emperador y de los miembros de su círculo, aunque todavía había muchas cosas que hacer. Había que guarnecer los muros del fuerte, cavar las letrinas y ocuparse de su mantenimiento, mandar a un destacamento a conseguir leña, hacerse con cualquier suministro de grano o animales de granja que pudieran encontrar y otras muchas tareas rutinarias que formaban parte de la vida militar. Al principio las patrullas de aprovisionamiento se habían formado con cohortes enteras pero, como los exploradores de caballería continuaban informando de que había pocas señales del enemigo, se permitió que grupos menos numerosos de legionarios abandonaran el campamento durante el día.
Aunque Cato estaba exento de servicio hasta que se hubiera recuperado por completo de sus quemaduras, se encontró con que necesitaba ocupar el tiempo haciendo algo útil. Macro se burló de su petición de ayudarle a ponerse al día con la administración. La mayoría de veteranos trataban por todos los medios de tener el mayor tiempo libre posible, y habían aprendido todos las trampas y triquiñuelas posibles para abandonar el servicio. Cuando Cato se personó en la tienda del centurión y se ofreció a ayudar, el primer impulso de Macro fue preguntarle qué tramaba el optio en realidad.
– Sólo quiero hacer algo útil, señor. -Ya veo -respondió Macro al tiempo que se rascaba la barbilla con un aire meditabundo-. Algo útil, ¿eh?
– Sí, señor. -¿Por qué? -Me aburro, señor.
– ¿Te aburres? -contestó Macro con verdadero horror. La posibilidad de rechazar la oportunidad de disfrutar del abanico de actividades que un legionario podía desarrollar estando fuera de servicio era algo que nunca había considerado. Reflexionó unos momentos sobre el asunto. Cualquier optio normal hubiera ideado algún truco para hacerse con alguna ración extra o alguna paga de la contaduría de la centuria. Pero Cato había hecho gala de una integridad deplorable en su administración de los archivos de la centuria. En sus momentos más benévolos, Macro suponía que Cato debía de estar dirigiendo su poderosa inteligencia hacia alguna oportunidad, que hasta la fecha se le había pasado por alto, de enriquecimiento personal a costa del ejército. En sus momentos menos benévolos atribuía la escrupulosidad del muchacho a la ignorancia de juventud con respecto a las costumbres del ejército, una actitud que la experiencia acabaría enmendando. Pero allí estaba, disconforme con su situación de exención del servicio y, aunque pareciera mentira, solicitando algo que hacer. -Bueno, déjame pensar -dijo Macro-. Hace falta saldar las cuentas de los fallecidos. ¿Qué te parece eso?
– Muy bien, señor. Empezaré ahora mismo. Mientras el desconcertado centurión miraba, Cato abrió la tapa del arcón donde se guardaban los documentos de la centuria y con cuidado extrajo las cuentas financieras y los testamentos de todos los soldados señalados como «baja por defunción» en el resumen de efectivos más reciente. Antes de que pudieran validarse los testamentos, todas las cuentas de los fallecidos tenían que ponerse al día y deducir todos los gastos de los artículos del equipo de los ahorros acumulados. El valor neto del patrimonio del legionario se repartía de acuerdo con los términos establecidos en su testamento. Si no había ninguna declaración de últimas voluntades, ya fuera oral o escrita, entonces, estrictamente hablando, el patrimonio se concedía al pariente varón de más edad. Pero en la práctica, la mayoría de los centuriones afirmaban que el hombre había hecho un testamento oral en el que legaba sus bienes materiales a los fondos funerarios de la unidad. Tales fuentes de ingresos adicionales eran necesarias en el servicio activo para financiar la enorme cantidad de lápidas conmemorativas que hacían falta. El aumento de la demanda incrementaba los precios, y el dolor que sentían los mamposteros de la legión por la muerte de sus compañeros quedaba en cierta medida mitigado con las considerables sumas que podían ganar preparando sus lápidas.