Por mucho que le desagradara la despreocupada falta de respeto de Niso, Macro era consciente de que el cirujano y Cato compartían una sensibilidad similar, y de que el muchacho quizá hallara un poco de consuelo hablando con él. Desde luego, Macro esperaba que así fuera.
CAPÍTULO XXX
– Está bueno -murmuró Macro a la vez que mascaba el trozo de pescado-. ¡Condenadamente bueno! -Le sonrió encantado al cartaginés que estaba a su lado. Se hallaban sentados en el exterior de su tienda. Un fuego que se extinguía brillaba entre las cenizas grises y seguía desprendiendo calor mientras atraía hacia la muerte a los mosquitos y demás insectos. Cualquier duda que Cato hubiera podido tener sobre la receta de Niso para la trucha se había disipado y en esos momentos se servía otro pedazo de pescado del cesto caliente que Niso había llevado a la tienda.
La excursión de pesca había sido una nueva experiencia y Cato la había disfrutado más de lo que había pensado en un principio. Era raro estar sentado y observar cómo la luz del sol rielaba en la corriente, abandonarse a la agradable música de la naturaleza. El susurrar de las olas en la suave brisa se había fundido con el chapaleo del agua, y la tensión de cada uno de los momentos pasados en aquella campaña había empezado a desaparecer. La admiración de Cato por Niso había aumentado mientras el cartaginés combinaba la hábil pesca con alguna que otra tanda de conversación en voz baja.
– Una exquisitez africana -explicó Niso-. Lo aprendí de nuestro cocinero cuando era niño. Se puede hacer con casi cualquier pescado. El secreto radica en la elección de las hierbas y especias.
– ¿Y dónde guardas tú eso en campaña? -preguntó Macro. -Con los suministros médicos. La mayoría de ingredientes se puede utilizar para hacer distintos cataplasmas.
– ¡Qué práctico! -Sí, ¿verdad? Cato observó al cartaginés mientras éste comía de su plato de campaña. Parecía estar muy orgulloso de su linaje y sin embargo servía en las tropas del ejército que les había dominado. Era interesante, reflexionó él, cómo se adaptaba la gente. Dejó su plato de campaña en el suelo a su lado.
– Niso -dijo-, ¿qué se siente al ser cartaginés y servir en el ejército romano, dada nuestra historia mutua?
Niso dejó de masticar un momento. -Alguien me preguntó lo mismo hace unos pocos días. ¿Qué se siente? La mayor parte del tiempo estoy demasiado ocupado para pensar en ello. Después de todo, ya ha pasado mucho tiempo. No parece que tenga mucho que ver conmigo. De todas formas, ahora formamos parte del Imperio y ése es el mundo en el que vivo. Mira el ejército romano.
Ya no es un ejército romano como tal. Mira cuántas razas diferentes sirven ahora con las águilas. Galos, hispánicos, ¡lirios, sirios e incluso algunos germanos. Luego están las cohortes auxiliares. Casi todas las razas del Imperio están representadas en sus filas. Todos tenemos puesto un interés personal en Roma. Y sin embargo, hay veces que me pregunto… -La voz de Niso se fue apagando por un momento y dirigió la mirada hacia las ascuas refulgentes-. Me pregunto si no hemos entregado a Roma demasiado de nosotros mismos.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Macro entre un bocado y otro.
– No estoy del todo seguro. Es sólo que allí donde viajes dentro del Imperio, e incluso más allá, encuentras arquitectura romana, soldados y administradores romanos, obras romanas en nuevos teatros romanos, dramas históricos y poesía romana en las bibliotecas, ropa romana en las calles, palabras romanas en boca de gente que nunca verá Roma.
– ¿Y qué? -Macro se encogió de hombros-. ¿Hay algo mejor que Roma?
– No lo sé -respondió sinceramente Niso-. Quizá no mejor, pero sí diferente. Y son las diferencias lo que a la larga cuenta.
– Son las diferencias las que conducen a la guerra -sugirió Cato.
– Por lo general no. Con más frecuencia son las similitudes entre nuestros gobernantes. Todos van detrás de lo mismo: obtener ventajas en la política interna, el engrandecimiento personal… en resumen, poder, riqueza y un hueco en la historia. Siempre es igual cuando hablas de Julio César, Aníbal, Alejandro, Jerjes o cualquier otro. Son los hombres como ésos los que hacen las guerras, no el resto de nosotros. Estamos demasiado ocupados preocupándonos por la próxima cosecha, por cómo garantizar el suministro de agua a la ciudad, por si nuestras esposas nos son fieles, por si nuestros hijos llegarán a la edad adulta. Esto es lo que inquieta a las personas modestas de todo el Imperio. La guerra no sirve a nuestros fines. Nos obligan a entrar en ella.
– ¡Y una mierda! -soltó Macro-. La guerra sirve a mis fines. Yo elegí alistarme en el ejército, nadie me obligó a hacerlo. Si no fuera por el ejército todavía estaría en un asqueroso agujero ocupado de manera ilegal ayudando a mi padre a pescar para vivir. Unas buenas campañas más y habré ahorrado lo suficiente para retirarme por todo lo alto. Y eso mismo vale para Cato. -Por un momento fulminó a Niso con la mirada; luego, satisfecho por haber dicho lo que quería decir, siguió devorando su trozo de pescado.
Cato hizo un movimiento con la cabeza, avergonzado, y trató de desviar la conversación hacia un terreno más seguro.
– Pero no cabe duda de que las guerras de Roma se justifican en términos de lo que viene después. Piensa en cómo ha cambiado la Galia al ser parte del Imperio. Allí donde sólo había laxas confederaciones de tribus enfrentadas ahora tenemos orden. Eso tiene que servir a los intereses de los galos tanto como a los nuestros. Extender los límites de la civilización es el destino de Roma.
Niso sacudió la cabeza tristemente.
– Eso tal vez es lo que a la mayoría de romanos les gustaría pensar. Pero podría ser que otras naciones tuvieran el suficiente desparpajo como para creer que ya estaban civilizadas, aunque con un criterio de civilización distinto.
– Niso, muchacho. -Macro adoptó su tono de persona de mucho mundo-. En mis tiempos vi muchas de esas otras supuestas civilizaciones y, créeme, no tienen nada que enseñarnos. No nos superan en nada. Roma es la mejor, de raíz, y cuanto antes lo reconozcan las demás, como has hecho tú, mejor.
Niso se sobresaltó y el brillo de los rescoldos se reflejó por un instante en sus ojos muy abiertos antes de que bajara la mirada.
– Centurión, yo me uní al ejército para obtener los derechos que la ciudadanía romana te otorga. Lo hice por motivos pragmáticos, no idealistas. No comparto tu sentimiento sobre el destino de tu Imperio. Con el tiempo desaparecerá, al igual que han desaparecido todos los imperios, y todo lo que quedará serán unas estatuas rotas medio enterradas en los desiertos que simplemente suscitarán curiosidad a los viajeros que pasen por allí.
– ¿Caer Roma? -se burló Macro-. ¡No digas tonterías, por favor Roma es la más grande en todos los sentidos. Roma es, bueno… díselo tú, Cato. Tú tienes más facilidad de palabra que yo.
Cato le lanzó una mirada furiosa a su centurión, enojado por la incómoda situación a la que le había empujado. Por mucho que pudiera creer en la mayoría de las afirmaciones de Macro sobre Roma, era muy consciente de la deuda que el Imperio tenía con otras culturas y no quería ofender a su nuevo amigo cartaginés.