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– ¿Y usted, tribuno? -Niso clavó sus ojos oscuros en el oficial--. ¿Usted qué cree?

– ¿Yo? -Vitelio bajó la mirada hacia la negra forma de sus botas-. Yo creo que los romanos no son ni mejores ni peores que otros pueblos. Creo que algunos de nuestros dirigentes son lo bastante cínicos para darse cuenta de que no se puede sacar ningún provecho político de esa idea. En realidad, son conscientes de que mientras puedan conseguir que el descontento de la gente no se centre en las verdaderas condiciones de su existencia, la plebe seguirá trampeando y causará pocos problemas a sus gobernantes. Ésa es una de las razones por la que Roma tiene tantas festividades públicas y espectáculos. Pan, circos y prejuicios: los tres pilares sobre los que se sostiene Roma.

Niso lo observó en silencio un momento. -Todavía no me ha dicho qué es lo que usted cree, tribuno.

– ¿No lo he hecho? -Vitelio se encogió de hombros-. Tal vez sea porque hoy en día uno tiene que ser muy discreto con lo que cree. -Se llevó la mano al costado y se sacó un pequeño odre del cinturón, lo destapó, apretó y dirigió un chorro del líquido a su boca-. ¡Ah! ¡Esto sí que está bueno! ¿Quieres un poco?

– Gracias. -Niso cogió el odre, echó la cabeza hacia atrás y bebió. Tragó y chasqueó los labios-. ¿Qué es?

– Un vino de familia. De un viñedo que mi padre posee en la Campania. Llevo bebiéndolo desde que era un crío. Es bueno.

– ¿Bueno? ¡Exquisito! -Tal vez. Sea como sea, encuentro que ayuda a aclarar el mundo si se toma en cantidad suficiente. Es fuerte y un poco cunde mucho. ¿Más?

– Sí, señor. Se turnaron para beber y pronto el cálido vino empezó a surtir efecto en su interior y Niso se fue sumiendo en un estado de ánimo más animado y receptivo. El vino parecía haber afectado de la misma manera al tribuno. Éste levantó una rodilla y la rodeó con las manos.

– Vivimos en una época extraña, Niso. -Vitelio tuvo mucho cuidado de arrastrar las palabras-. Tenemos que ser cautos con lo que decimos y a quién se lo decimos. Me preguntaste qué creía yo.

– Sí.

– ¿Puedo fiarme de ti? --Vitelio se volvió y le sonrió-. ¿Puedo permitirme confiar en ti, mi amigo cartaginés? ¿Puedo suponer que eres quien pretendes ser y no algún astuto espía del emperador?

A Niso le dolió aquella acusación, tal como Vitelio esperaba.

– Señor, hace poco tiempo que nos conocemos. -El vino hacía que se le trabara la lengua al hablar--. Sin embargo, creo, estoy seguro, de que podemos confiar el uno en el otro. Al menos, yo confío en usted.

Vitelio esbozó una débil sonrisa y dio una palmada en el hombro al cartaginés.

– Y yo también confío en ti. De verdad que sí. Y te voy a decir lo que creo. -Hizo una pausa para mirar con detenimiento a su alrededor. Aparte del incesante y duro trabajo de los zapadores, sólo un puñado de hombres se movían entre las tiendas alineadas. Seguro de que nadie los oiría.

Vitelio se inclinó para acercarse más a su interlocutor.

– Lo que yo creo es lo siguiente. Que el legítimo destino de Roma ha sido distorsionado por los Césares y sus compinches. La única preocupación del emperador ha sido mantener contenta a la plebe. No importa nada más. Elimina a Claudio y el populacho no necesitará estar tan consentido todo el tiempo. Y eso significa que se puede aliviar la carga al resto del Imperio. Entonces quizá podamos esperar un Imperio basado en la asociación entre naciones civilizadas en lugar de uno basado en el miedo y la opresión. Quién sabe, puede que incluso Cartago volviera a su justa posición en un imperio como ése…

Vitelio vio el efecto que sus palabras causaban en Niso. Su rostro estaba entonces petrificado en una expresión de fervor idealista. Vitelio tuvo que contenerse para no sonreír. Le divertía enormemente que las personas fueran tan fácilmente sobornables por causas morales. Les proporcionabas una serie de atractivos ideales para que se hicieran ilusiones y podías ordenarles hacer cualquier cosa en pro de la causa. Busca a un hombre que ansíe ser importante y conseguir la admiración de los demás y tendrás a un fanático. La gente así era idiota, se dijo a sí mismo Vitelio. Peor que idiotas. Eran un peligro para otras personas, pero, lo que era más importante, eran un peligro para ellos mismos. Los ideales eran un producto de imaginaciones engañadas. Vitelio creía ver el mundo romano tal como era en realidad: el medio por el cual aquellos con astucia suficiente para moldearlo según sus deseos podían conseguir sus objetivos, nada más. La gente demasiado estúpida para darse cuenta de eso no era más que un instrumento listo para ser utilizado por hombres mejores.

O por mujeres, reflexionó al recordar la habilidad con que Flavia había llevado a cabo su juego contra el emperador a espaldas de su marido. Ella y sus amigos podrían haber tenido éxito de no ser por los brutales métodos de Narciso y sus agentes imperiales, como el mismo Vitelio. Vitelio se acordó del hombre al que tuvieron que golpear hasta casi matarlo,antes de que revelara el nombre de Flavia. Después lo habían ejecutado inmediatamente y, en aquellos momentos, la única persona aparte de él que conocía la complicidad de Flavia era Vespasiano.

– El renacer de Cartago -musitó Niso-. Sólo me he atrevido a soñar con ello.

– Pero primero debemos acabar con Claudio -dijo Vitelio en voz baja.

– Sí -susurró Niso-. ¿Pero cómo? Vitelio lo miró fijamente, como si considerara cuán lejos podría llegar por ese camino. Tomó otro trago de vino antes de seguir hablando con una voz apenas más alta que la del cirujano.

– Hay una manera. Y tú puedes ayudarme. Necesito hacer llegar un mensaje directamente a Carataco. ¿Lo harás?

Había llegado el momento de decidirse y Niso bajó la cabeza, la colocó entre las manos y trató de pensar. El vino ayudó a simplificar el proceso, aunque sólo fuera porque evitaba que cualquier pensamiento frío y lógico interfiriera con sus emociones y sueños. Sin que le costara mucho, tuvo claro que Roma nunca lo aceptaría en su seno. Que Cartago siempre sería tratada con cruel desprecio. Que las iniquidades del Imperio durarían siempre… a menos que Claudio fuera eliminado. La verdad era evidente y molesta. Ebrio como estaba, la perspectiva de lo que debía hacer le llenó el corazón de frío terror.

– Sí, tribuno. Lo haré.

CAPÍTULO XXXII

– ¿Dónde está tu amigo cartaginés? -preguntó Macro. Estaba sentado con los pies apoyados en su escritorio mientras admiraba la vista que desde su tienda tenía sobre el río. Habían terminado ya de cenar y los diminutos insectos se arremolinaban en la tenue luz. Macro se dio un manotazo en el muslo y sonrió cuando, al levantar la mano, ésta reveló una minúscula mancha roja y el pringue de un mosquito destrozado-. Ja!

– ¿Niso? -Cato alzó la vista de la carta que estaba escribiendo en su escritorio de campaña, con la pluma en la mano sobre el tintero de arcilla negra de color gris-. Hace días que no le veo, señor.

– ¡Pues adiós y buen viaje! Confía en mí, muchacho. Es mejor evitar a los de su calaña.

– ¿Los de su calaña?

– Ya sabes, cartagineses, fenicios y todas esas arteras naciones comerciantes. No te puedes fiar de ellos. Se las saben todas.

– Niso parecía una persona bastante honesta, señor.

– Tonterías. Iba detrás de algo. Todos hacen lo mismo. Cuando se dan cuenta de que no tienes nada de lo que ellos querían, se largan.

– Yo más bien creo que se largó, como usted dice, debido al carácter de la conversación que tuvimos esa noche que nos hizo la cena, señor.

– Piensa lo que quieras. -Macro se encogió de hombros, con la mano preparada sobre otro molesto insecto que zigzagueaba de manera peligrosa junto a su brazo. Dio un cachete, falló y el mosquito se alejó revoloteando con un zumbido agudo-. ¡Hijo de puta! _Eso es un poco fuerte, señor.