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– Hablaba con un bicho, no de tu amigo -replicó Macro con irritación-, aunque los dos son igual de latosos.

– Si usted lo dice, señor. -Sí que lo digo, naturalmente. ¡Y ahora creo que necesito beber algo! -El centurión se puso en pie y arqueó la espalda, con las manos en las caderas-. ¿Ya estamos organizados para esta noche?

A la centuria le tocaba el turno de guardia en el lado este de la empalizada; las recientes bajas en combate implicaban que cada guardia tenía que durar casi dos veces más de lo normal. No era justo pero, tal como Cato había llegado a aprender, la imparcialidad no era algo que estuviera muy presente en la mentalidad militar.

– Sí, señor. He mandado la lista de turnos al cuartel general y yo mismo haré las rondas para asegurarme.

– Bien. No quiero que ninguno de nuestros muchachos trate de echar una cabezadita. Nuestras tropas ya están bastante mermadas, gracias a los habitantes del lugar. No puedo permitirme el lujo de empeorar las cosas y que lapiden a alguno de ellos hasta morir.

Cato asintió con la cabeza. Dormirse durante la guardia, al igual que otras muchas infracciones del servicio activo, acarreaba la pena de muerte. La ejecución debían llevarla a cabo los compañeros del culpable.

– Muy bien, si alguien me necesita, estaré en la tienda del comedor de centuriones.

Cato lo miró mientras desaparecía en la oscuridad a un paso ágil. Los centuriones habían conseguido agenciarse cierta cantidad de ánforas de vino de uno de los capitanes de los barcos de transporte. El envío iba dirigido a un tribuno de la decimocuarta, pero el hombre se había ahogado una noche que decidió ir a nadar un poco después de haber tomado demasiado falerno y ellos se apoderaron de la nueva remesa antes de que al capitán, un poco corto de entendederas, se le ocurriera devolverla al remitente. Ellos habían dado cuenta de la bebida mucho antes de que el mercader de vinos galo se enterara de que su cliente ya no le podría pagar la factura.

Al quedarse solo, Cato se apresuró a terminar los asuntos administrativos del día sin que le interrumpieran y puso los pergaminos en su sitio. Aquella era su oportunidad de disfrutar de un poco de paz y tranquilidad. A pesar de la admiración y la simpatía que sentía por su centurión, Macro era fastidiosamente sociable y se empeñaba en conversar en los momentos más inoportunos. Tanto era así que a menudo Cato se encontraba apretando los dientes con frustración mientras Macro no paraba de chacharear con su estilo soldadesco.

Cato era plenamente consciente de lo difícil que le resultaba mantener una conversación sobre temas triviales con sus compañeros militares incluso entonces, tras haber pasado varios meses en el ejército. La espontánea jocosidad masculina de los legionarios le irritaba terriblemente. Ordinaria, obvia y lamentable, para ellos era como un acto reflejo, pero a él le era muy difícil participar, más aún porque temía que si trataba de utilizar el argot apropiado lo descubrirían al instante. No había nada peor, reflexionó él, que el que te sorprendan en un condescendiente intento de confraternizar con los soldados rasos.

De vez en cuando Cato trataba de desviar sus conversaciones con Macro hacia temas más estimulantes. Pero la expresión perdida y a veces molesta con la que eran recibidos sus esfuerzos hacía que rápidamente se mordiera la lengua. Macro compensaba su falta de sofisticación con generosidad de espíritu, coraje, honestidad e integridad moral, pero justo en aquellos momentos Cato quería alguien con quien hablar, alguien como Niso. Había disfrutado de la excursión de pesca y había esperado cultivar una amistad verdadera con el cartaginés. La tranquila sensibilidad del cirujano era como un bálsamo para las crudas emociones que crispaban su interior. Pero la rotunda hostilidad de Macro había alejado a Niso. Y lo que era aun peor, éste parecía estar cayendo bajo el hechizo del tribuno Vitelio. Así que, ¿con quién podría desahogarse ahora?

Cato se preguntaba si la respuesta sería llevar un diario y consignar sus preocupaciones por escrito. O mejor todavía, le escribiría a Lavinia y sacaría el mejor partido posible del papel de poeta-filósofo atormentado que había estado interpretando para impresionarla. Aunque para él habían sido muy reales las traumáticas experiencias en combate, era asimismo lo bastante analítico e inteligente como para considerarlas instructivas de alguna manera. Le conferirían un sentido de enigmático hastío de la vida que sin duda impresionaría a Lavinia.

Cato aplanó cuidadosamente con el antebrazo un pergamino en blanco, mojó la pluma en el tintero, limpió el exceso de tinta y colocó la punta sobre la lisa superficie. Todavía había suficiente luz para escribir durante un rato antes de que tuviera que recurrir al pálido resplandor de la lámpara de aceite y se tomó tiempo para ordenar detenidamente sus pensamientos. La pluma entró en contacto con el pergamino y trazó con pulcritud el saludo formaclass="underline" «Saludos de Quinto Licinio Cato a Flavia Lavinia».

La pluma hizo una interminable pausa mientras Cato afrontaba el familiar desafilo de la primera frase. Frunció el ceño ante el esfuerzo de crear una línea de inicio que impresionara sin que fuera innecesariamente florida. Una frase burlona provocaría en Lavinia un estado de ánimo no adecuado para lo que seguiría. Por el contrario, un tono demasiado serio al principio podría ser molesto. Se dio una palmada en un lado de la cabeza.

– ¡Vamos! ¡Piensa! Levantó la vista para asegurarse de que nadie lo había oído y se sonrojó al cruzarse con la brillante mirada de un legionario que pasaba. Cato le devolvió el saludo y sonrió con timidez antes de volver a mojar la pluma con tinta y escribir la primera frase. «Querida mía, apenas hay instante en el que no piense en ti.»

No estaba mal, pensó, y las palabras eran ciertas, aunque el espíritu no lo fuera del todo. Durante los pocos momentos en los que su vida no estaba ocupada con algún que otro servicio, en efecto, pensaba en Lavinia. Especialmente en aquella vez que habían hecho el amor en Gesoriaco poco antes de que ella se hubiera marchado a Roma con su ama, Flavia.

Bajó la cabeza y continuó. Esa vez la inspiración le vino con facilidad y su pluma se apresuró a escribir las palabras que manaban de su corazón mientras se movía adelante y atrás con rapidez entre el tintero y el pergamino. Le habló a Lavinia sobre la manera tan personal en que la amaba, de la pasión que ardía en sus entrañas con sólo pensar en ella y de cómo cada día que pasaba restaba uno al tiempo que faltaba para estar de nuevo el uno en brazos del otro.

Cato paró para leer lo que había escrito y hacía una mueca aquí y allá, cuando sus ojos se detenían en alguna que otra frase fácil, tópico o expresión poco fluida. Pero estaba contento con el efecto global. Ahora quería contarle las cosas nuevas que le habían pasado. Lo que había estado haciendo desde que se separaron. Quería aliviarse de la carga de todos los acontecimientos terribles que se sentía obligado a recordar pero que no lograba entender. El sentimiento de culpa al acordarse de una estocada mortal, el hedor del campo de batalla a los dos días de la lucha, el fétido y oleoso humo de las piras funerarias que tapaba el sol y asfixiaba los pulmones de aquellos que se encontraban en la misma dirección del viento. La forma en que la sangre y los intestinos brillaban cuando se desparramaban en un radiante día de verano.

Lo que más deseaba era confesar aquel terror que le retorció las entrañas y que había sentido cuando el transporte se había acercado a las filas de britanos que chillaban en la otra orilla del Támesis. Quería explicarle a alguien lo poco que le había faltado para encogerse de miedo en los imbornales y negarse a gritos a aguantar nada más.

Pero de la misma manera que tuvo miedo de que sus compañeros reaccionaran con indignación y lástima ante su debilidad, también temía que Lavinia lo considerara menos que un hombre. Y, consciente de su juventud y falta de experiencia mundana comparado con otros hombres de la legión, temía que ella lo despreciara por ser un niñito asustado.