– Sí. ¡Claro que lo soy! -Cato se sonrojó.
– ¿Cuánto tiempo hace que estás en el ejército, optio? Una serie de risitas recorrieron ligeramente la línea de soldados.
– El suficiente. Y ahora, ¿algo más? ¿No? Bien, se pasa lista al despuntar el día en orden de marcha completo. ¡Podéis retiraros!
Mientras los reemplazos se alejaban con toda tranquilidad, Cato apretó los puños por detrás de la espalda, enojado, avergonzado de su actuación. Por detrás de él, en el interior de la tienda, se oía el regular sonido áspero de la hoja de Macro sobre la piedra de afilar. No podía hacer frente a las inevitables burlas de su centurión. Por fin el ruido cesó.
– Cato, hijo. -¿Señor? -Puede que seas uno de los muchachos más inteligentes y valientes con los que he servido.
Cato se ruborizó.
– Bueno… gracias, señor. -Pero ése fue el peor discurso de bienvenida que he presenciado en toda mi vida. He oído alocuciones más inspiradoras en las juergas de jubilación de los administrativos de contaduría. Creía que tú lo sabías todo sobre este tipo de cosas.
– YO he leído sobre este tipo de cosas, señor. -Entiendo. Entonces será mejor que complementes tu teoría con un poco más de práctica. -Eso le sonó muy bien a Macro y sonrió ante la afortunada expresión. Se sentía más que satisfecho de que su subordinado no hubiera podido hacerlo bien a pesar de su privilegiada educación palatina. Tal como ocurría a menudo, la evidencia de un punto débil en el carácter de otro hombre le producía un cálido y afectuoso sentimiento, y le sonrió a su optio.
– No importa, muchacho. Ya has demostrado muchas veces lo que vales.
Mientras Cato se esforzaba por encontrar una respuesta satisfactoria, percibió que una oleada de entusiasmo se extendía por el depósito. En el lado que daba al embarcadero, los hombres subían apresuradamente por el terraplén interior hacia la empalizada, donde se apiñaban a lo largo de la ruta de los centinelas.
– ¡Pero bueno! ¿Qué está pasando? -Macro salió de la tienda y se quedó al lado de su optio.
– Debe de ser algo que llega del mar -sugirió Cato. Mientras miraban, se amontonaron más hombres en la empalizada al tiempo que otros surgían de entre las tiendas para unirse a ellos. Entonces se oyeron unos gritos, apenas audibles por encima del creciente barullo del excitado parloteo. ~¡El emperador! ¡El emperador! ~¡Vamos! -dijo Macro, y se dirigió a paso rápido hacia el otro extremo del depósito con Cato pisándole los talones. Pronto se mezclaron con la demás gente que se apresuraba hacia el canal. Tras muchos empujones y jadeos, consiguieron abrirse camino con dificultad hasta el camino de la guardia y avanzaron como pudieron hacia la empalizada.
– ¡Abrid paso ahí! -bramó Macro-. ¡Abrid paso! ¡Que pasa un centurión!
Los soldados respetaron el rango a regañadientes y momentos después Macro se encontraba apretujado contra las estacas de madera, con Cato a su lado, ambos mirando fijamente hacia el canal, observando el espectáculo que serenamente se iba acercando desde el mar. A unos cuantos kilómetros de distancia, bañada de lleno por el resplandor del sol de la tarde, la escuadra imperial avanzaba hacia ellos. El buque Insignia del emperador iba flanqueado por cuatro trirremes que a su lado empequeñecían de forma considerable. Era una 'norme embarcación de gran eslora y ancha manga con dos mástiles altísimos que se alzaban entre la proa y la popa, ambas almenadas de manera elaborada. Dos enormes velas de color púrpura colgaban de sus palos, extendidas y bien sujetas en su sitio de manera que las águilas doradas que llevaban estampadas causaran la mejor impresión. Cato había visto ese barco en otra ocasión, en Ostia, y se había maravillado ante sus enormes dimensiones. Unos inmensos remos se alzaban por encima del agua, se movían hacia adelante a un reluciente unísono y volvían a sumergirse suavemente en el mar. Por detrás del buque insignia, toda una hilera de barcos de guerra entró en el canal, seguida de unos barcos de transporte y luego de la escolta de retaguardia de la armada, y para entonces el buque insignia ya se acercaba a la costa con toda la majestuosa elegancia de que fue capaz su altamente cualificada tripulación. El buque insignia tenía tal calado que, de haber intentado dirigirse hacia el pantalán, hubiese encallado. En cambio, la embarcación viró hasta situarse a unos cuatrocientos metros de la costa y se echaron las anclas a proa y popa. Los trirremes siguieron adelante rápidamente con rumbo al embarcadero con sus cubiertas atestadas de los uniformes blancos de la guardia pretoriana. Cuando los barcos de guerra echaron las amarras, los pretorianos desembarcaron en fila y formaron a lo largo de la pendiente en el exterior del depósito.
– ¿Ves al emperador? -preguntó Macro-. Tus ojos son más jóvenes que los míos.
Cato escrutó la cubierta del buque insignia, recorriendo con la mirada el remolino de tropas del séquito del emperador. Pero no había ninguna señal de clara deferencia y Cato movió la cabeza en señal de negación.
Los legionarios esperaban, nerviosos, un indicio de Claudio. Alguien inició una cantinela que se impuso con rapidez con el grito de: «¡ Queremos al emperador! ¡Queremos a Claudio!». Sonaba a lo largo de la empalizada y se propagaba por el canal hacia el buque insignia. A pesar de algunas falsas alarmas, seguía sin haber ni rastro del emperador y poco a poco el clima cambió de la expectación a la frustración y luego a la apatía mientras las cohortes pretorianas marchaban hacia el lado del depósito más alejado del matadero de campaña y empezaban a acampar para pasar la noche.
– ¿Por qué no desembarca el emperador? -preguntó Macro.
De su niñez en el palacio imperial Cato recordaba los largos protocolos de los que iban acompañados los desplazamientos oficiales del emperador y no le costó mucho imaginarse la razón de aquel retraso.
– Supongo que lo hará mañana, cuando se le pueda brindar una ceremonia de bienvenida digna de su autoridad.
– ¡Vaya! -Macro estaba decepcionado-. ¿Entonces esta noche no hay nada que valga la pena ver?
– Lo dudo, señor. -Bueno, vale, supongo que habrá algún trabajo que podamos hacer. Y todavía queda un poco de ese vino por beber. ¿Vienes?
Cato ya conocía a Macro lo suficiente como para reconocer la diferencia entre una verdadera alternativa y una orden dictada con educación.
– No, gracias, señor. Me gustaría quedarme a mirar un rato.
– Como quieras. A medida que iba anocheciendo, los soldados que había en el parapeto empezaron a dispersarse poco a poco. Cato se inclinó hacia adelante con el codo apoyado en el espacio que había entre dos estacas y la barbilla sobre la palma de la mano Mientras observaba el despliegue de embarcaciones que en esos momentos llenaban el canal alrededor del barco insignia. Algunas de las naves transportaban soldados, otras llevaban a los miembros del servicio imperial y algunas otras a los ricamente ataviados integrantes del séquito imperial. Más a lo lejos se hallaban anclados unos grandes barcos de transporte con unos curiosos bultos de color gris que asomaban por el borde de sus bodegas. Cuando los trirremes que habían descargado a los pretorianos se alejaron, los grandes transportes se colocaron junto al embarcadero y Cato pudo ver con más claridad la carga que contenían.
– ¡Elefantes! -exclamó. Compartieron su sorpresa los pocos hombres que quedaban a lo largo de la empalizada. Hacía más de cien años que los elefantes no se utilizaban en combate. Aunque ofrecían un espectáculo aterrador a aquellos que se enfrentaban a ellos en el campo de batalla, los soldados bien entrenados podían neutralizarlos rápidamente. Además, mal manejados, los elefantes podían constituir un mismo peligro tanto para el enemigo como para los soldados de su propio bando. Los ejércitos modernos casi no los utilizaban y los únicos elefantes que Cato había visto alguna vez eran los de los recintos para las bestias que había detrás del Circo Máximo. A saber qué hacían aquellos allí, en Britania. Seguramente, pensó él, el emperador no tenía intención de usarlos en combate. Debían de haberlos traído con algún propósito ceremonial, o para infundir el temor a los dioses en los corazones de los britanos.