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Mientras observaba uno de los transportes en los que estaban los elefantes, quitaron una sección del lateral de la embarcación y llevaron a pulso una ancha plataforma hasta el embarcadero. Los marineros bajaron una rampa muy desgastada hasta la bodega y sobre ella, así como por encima del portalón, extendieron una mezcla de paja y tierra. A los animales debía de hacerles mucha falta el consuelo de aquellos olores familiares tras el vacilante movimiento durante el viaje por mar desde Gesoriaco. Cuando se hubo cerciorado de que todo estaba en su sitio, el capitán dio la orden de descargar a los elefantes. Al cabo de un momento, y en medio de un ansioso barritar, un conductor de elefantes consiguió que uno de ellos subiera por la rampa hasta cubierta. A pesar de que Cato ya los había visto antes, la repentina aparición de la inmensa mole gris de la bestia con sus siniestros colmillos lo intimidó, y se quedó sin respiración hasta que se tranquilizó al ver que allí donde estaba se encontraba a salvo. El conductor del elefante dio unos golpecitos con su vara en la parte posterior de la cabeza del animal y éste subió pesadamente y con vacilación hacia el portalón, haciendo que el transporte se inclinara un poco debido al desplazamiento del peso. El elefante se detuvo y levantó la trompa, pero el conductor le propinó un varazo y el elefante cruzó hasta el embarcadero con unas evidentes expresiones de alivio por parte de la tripulación.

El último elefante pisó tierra firme cuando la luz del sol se desvanecía y las lentas y pesadas bestias fueron conducidas hacia un recinto situado a cierta distancia de aquellos otros "animales temerosos de los elefantes. Mientras Cato y los legionarios que quedaban los miraban alejarse con su curioso modo de andar, lento y oscilante, los transportes cedieron el espacio a más embarcaciones todavía; entonces se trataba de los barcos de guerra elegantemente pintados que llevaban a los sirvientes del emperador y a su séquito. Por el portalón desfiló la élite de la sociedad romana: patricios vestidos con túnicas ¡de rayas rojas y sus esposas envueltas en sedas exóticas y muy ‹bien peinadas. Tras ellos salieron los miembros de la nobleza menor, los hombres ataviados con caras túnicas y sus esposas con respetables estolas. Por último sacaron el equipaje, que fue transportado por la pasarela por un montón de esclavos Supervisados con meticulosidad por el mayordomo de cada casa, que se aseguraba de que nada se rompía.

Mientras los miembros de cada una de las casas se reunían en diferentes grupos a lo largo del embarcadero, los administrativos del cuartel general del depósito corrían de un lado a otro en busca de los nombres que tenían en sus listas y acompañaban a sus invitados hasta la zona de tiendas preparada para ellos en un recinto fortificado anexo al depósito. De los recién llegados, pocos se dignaron a levantar la vista hacia los legionarios alineados en la empalizada. Por su parte, los legionarios observaban en silencio, maravillados ante la exuberante riqueza de la aristocracia romana, cuyo estilo de vida dependía de la sangre y el sudor derramados por los soldados de las legiones.

Mientras la mirada de Cato recorría sin rumbo la colorida multitud que había en el embarcadero, un rostro entre el gentío se volvió bruscamente hacia él de una manera que le llamó la atención de inmediato. Sintió que el corazón se le encogía en el pecho y notó una rápida aceleración de su pulso. Su respiración se calmó al tiempo que se empapaba de aquella larga cabellera negra, sujeta hacia atrás con peinetas, de la fina línea de las cejas y del rostro en forma de corazón que terminaba con una suave punta en la barbilla. Llevaba una estola de color amarillo brillante que resaltaba las esbeltas curvas de su cuerpo. Era inconfundible y él se quedó estupefacto, ansioso por gritar su nombre pero sin atreverse a hacerlo. Ella se volvió hacia su ama y ambas siguieron con su conversación.

Cato se apartó de golpe de la empalizada y bajó corriendo por el terraplén interior en dirección a la puerta principal del depósito; todo el cansancio de las últimas semanas desapareció de su cuerpo ante la perspectiva de volver a estrechar a Lavinia entre sus brazos.

CAPÍTULO XXXVI

– ¡Lavinia! -gritó Cato al tiempo que se abría paso entre el remolino de personajes del séquito del emperador, ajeno a las expresiones de asombro y las ásperas maldiciones que le seguían. Por delante de él, a poca distancia, vio pasar fugazmente la estola amarilla a través de un hueco entre la multitud y Cato siguió avanzando hacia ella, y volvió a gritar-: ¡Lavinia!

Ella oyó que pronunciaban su nombre, giró la cabeza para ver de dónde provenía la voz y su mirada se fue a posar en Cato al tiempo que éste se deslizaba entre un senador y su esposa a unos seis metros de distancia.

– Cato? junto a Lavinia, su ama, Flavia, se volvió y siguió su mirada. El rostro de Flavia esbozó una sonrisa cuando ella, también, vio al joven que había conocido en el palacio imperial años antes. Mientras fue una figura menor en la corte,

Flavia se había interesado en aquel tímido muchacho y se había encargado de que tuviera libre acceso a la biblioteca de palacio y lo protegió cuanto pudo de la bravuconería endémica que existía entre los esclavos imperiales. A cambio, Cato le había sido completamente leal desde entonces.

– ¡Eh! -protestó el senador-. ¡A ver si miras por dónde vas, muchacho!

Cato no le hizo caso y corrió los últimos pasos con los brazos extendidos en tanto que la expresión de Lavinia se transformaba en una sonrisa de alegría bajo unos ojos abiertos de par en par. Ella dejó escapar un chillido de bienvenida, levantó los brazos y, un instante después, quedó fundida en su abrazo. Cato se echó hacia atrás, llevó las manos a sus mejillas y le acarició la suave piel al tiempo que se maravillaba, una vez más, de la oscura y penetrante belleza de sus ojos. Ella sonrió y no pudo evitar reírse ante la pura dicha del momento, y él se rió con ella.

– ¡Oh, Cato! ¡Tenía tantas esperanzas de verte aquí! -Bueno, ¡pues aquí estoy! -Se inclinó y la besó en la boca antes de que su maldita timidez volviera y le hiciera tomar conciencia de la multitud que los rodeaba. Se echó atrás y miró a su alrededor. Había varias personas mirándolos fijamente, algunos con divertida sorpresa, otros con el ceño fruncido ante lo indecoroso de aquel comportamiento en público. El senador aún miraba enojado. Cato le dedicó una sonrisa de disculpa y volvió sus ojos a Lavinia.

– ¿Qué… qué estáis haciendo aquí? Creía que estabais de camino a Roma.

– Lo estábamos -dijo Flavia al tiempo que se acercaba a un lado de la pareja--. Acabábamos de llegar a Lutecia cuando recibí instrucciones de Narciso de volver a Gesoriaco y esperar allí al emperador.

– ¡Y aquí estamos! -concluyó Lavinia alegremente. Entonces bajó la mirada y vio la pálida cicatriz que Cato tenía en el brazo-. ¡Oh, no! ¿Qué te ha ocurrido? ¿Estás bien?

– Por supuesto que estoy bien. Es tan sólo una quemadura.

– Pobrecito mío -susurró Lavinia, y le besó la mano.

– ¿Te la han curado como es debido? -preguntó Flavia al tiempo que examinaba la cicatriz-. Sé cómo son estos matasanos del ejército. No confiaría ni en que supieran tratar un resfriado.

Aquellas atenciones estaban avergonzando a Cato y rápidamente insistió en que todo iba bien… sí, tenía mala pinta, pero se estaba curando; no, no tenía ninguna otra herida; sí, se aseguraría de tener más cuidado en el futuro; no, no fue culpa de Macro.

– ¿Y me echaste mucho de menos? -concluyó Lavinia en voz baja mientras observaba atentamente su expresión.