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– ¿Viven los peces en el mar? -replicó Cato con una sonrisa.

_¡Oh, cómo eres! -Lavinia le dio un golpe en el pecho-. Podías limitarte a decir que sí.

– Bueno, pues sí. Sí que lo hice. Muchísimo. -Cato volvió a besarla y automáticamente deslizó la mano por su espalda hacia la suave curva de sus nalgas.

Lavinia soltó una risita. ~¡Por Júpiter! No puedes esperar, ¿verdad? Cato dijo que no con la cabeza. -Pues en ese caso -Lavinia se inclinó y le susurró al oído-, tendremos que organizar algo un poco más tarde…

– ¡Escuchad un momento! -se inmiscuyó Flavia-. Odio interrumpir este desagradable reencuentro amoroso, pero creo que sería apropiado un lugar más solitario, ¿no os parece?

Las tiendas dispuestas para el séquito del emperador tenían lujosos detalles y, para Cato, privado de aquel estilo de vida desde hacía casi un año, constituían un grato paliativo frente a los toscos y funcionales alojamientos de las legiones. Flavia, Lavinia y él estaban sentados en pesadas sillas de bronce colocadas alrededor de una mesa baja sobre la cual había pastelitos dulces y galletas saladas ingeniosamente dispuestos sobre bandejas de oro. Cato estaba junto a Lavinia, mientras que el ama de ésta se hallaba al otro lado de la mesa, donde la luz de la lámpara de aceite era débil.

– ¡Qué bonito! -Cato señaló con la cabeza el ornamentado refrigerio, consciente del abollado plato de campaña que le esperaba cuando volviera a su tienda.

– No es mío -dijo Flavia--. Mi marido no aprueba las fruslerías. Es parte del servicio que Narciso ha preparado para los acompañantes del emperador. Por si acaso nos entra añoranza.

– Son muy bonitos, ¿verdad? -Lavinia sonrió, mostrando sus perfectos dientes blancos a Cato. Tomó un pastelito relleno y le hincó el diente. Se le cayeron encima unas cuantas migas y pedacitos y Cato los siguió con la mirada hasta llegar a sus pechos. Entonces parpadeó y volvió los ojos a su rostro al tiempo que se ruborizaba.

– Muy bonitos, querida. -Flavia alargó la mano y hábilmente sacudió las migas de la estola de su sirvienta--. Pero no son mas que un refrigerio al fin y al cabo. Uno no debería preocuparse demasiado por las apariencias. Es la esencia de las cosas lo que importa. ¿No es cierto, Cato?

– Sí, mi señora -asintió Cato preguntándose por qué Flavia intentaba prevenirlo sobre Lavinia-. Pero, puesto que la esencia de las cosas es una conjetura, ¿no sería mejor que simplemente juzgáramos por las apariencias, mi señora?

– Piensa eso si lo prefieres. -Flavia se encogió de hombros, nada convencida por la sofistería simplista de Cato-. Pero la vida será una dura maestra si insistes en verlo así.

Cato asintió con la cabeza. No estaba de acuerdo con ella pero no tenía ningún interés en arriesgarse a perturbar la alegre atmósfera de la reunión.

– ¿Puedo tomar un poco más de vino, mi señora? Flavia señaló la copa de Cato con un gesto y un esclavo con una licorera se apresuró a salir de entre las sombras de la parte posterior de la tienda. Cato le tendió la copa y el esclavo la llenó con rapidez y se retiró discretamente, igual de silencioso y tranquilo que antes.

– Yo no bebería mucho de eso -dijo Lavinia con una sonrisa pícara al tiempo que le daba un suave codazo en las costillas a Cato.

– Por usted, mi señora. -Cato alzó su copa-. Por usted y por su marido.

Flavia hizo un gentil gesto con la cabeza y se reclinó en su asiento con la mirada clavada en el joven optio.

– ¿Y el legado disfruta de una campaña satisfactoria? Cato no respondió enseguida. Sin duda la campaña estaba siendo un éxito tal y como iban las cosas, pero la experiencia de cómo habían vencido las tropas de las legiones todavía era demasiado reciente como para tener una gran sensación de triunfo. Cualquier éxito al que pudieran aludir los futuros historiadores cuando escribieran sobre la invasión de aquella isla nunca reflejaría el dolor, la sangre, la inmundicia y el desmoralizador agotamiento que había causado. A Cato le pasó por la cabeza la imagen de Pírax, asesinado mientras intentaba salir del barro. Sabía que los historiadores considerarían la muerte de Pírax como un lamentable detalle sin importancia que no merecía ocupar un lugar en la historia.

– Sí, mi señora -respondió Cato con cautela-. El legado se ha ganado la gloria que le corresponde. La segunda ha desempeñado muy bien su papel.

– Tal vez. Pero me temo que la plebe quiere heroísmo y no eficiencia.

Cato sonrió con amargura. Su recién adquirida categoría de ciudadano romano técnicamente lo clasificaba como uno de los plebeyos de los que Flavia hablaba con tanto desprecio. No obstante, la acusación era muy válida.

– La segunda ha demostrado su valía en todas las batallas que ha llevado a cabo. Puede estar orgullosa de su marido. Además, no es lo mismo que si nadie ayudara a los britanos.

– ¿No? -No, mi señora. Una y otra vez nos hemos encontrado con que los britanos están utilizando espadas y proyectiles de honda romanos.

– ¿Se los quitan a nuestros soldados? -Eso es muy improbable. Hasta ahora hemos ganado todos los combates, ellos no han recogido nada del campo de batalla. Alguien debe de abastecerlos.

– ¿Alguien? ¿A quién te refieres? -No tengo ni idea, mi señora. Todo lo que sé es que el legado está investigando el asunto y dijo que informaría al general.

– Ya veo. -Flavia movió la cabeza en actitud pensativa al tiempo que retorcía el dobladillo de su manto. Sin levantar la mirada, siguió hablando-. Y bien, supongo que vosotros dos querréis poneros al día de unos cuantos asuntos. Hace una noche preciosa para dar un paseo. Un largo paseo, diría yo.

Lavinia tomó de la mano a Cato mientras se ponía rápidamente en pie y le dio un fuerte tirón. Cato se levantó y bajó la cabeza para inclinarse ante Flavia.

– Me alegro de verla de nuevo, mi señora. -Yo también de verte a ti, Cato. Lavinia lo condujo hacia el faldón de la tienda. Antes de que salieran, Flavia les dijo a sus espaldas:

– Divertíos, mientras podáis.

CAPÍTULO XXXVII

Iba a romper el alba y una lechosa neblina gris se había levantado del canal. Flotaba sobre la puerta del depósito como una pegajosa mortaja, iluminada por el cercano brillo de las antorchas que se extinguían en los puestos de los centinelas. Los soldados iban arrastrando los pies en silencio en las columnas de las unidades que tenían asignadas y su apagada conversación se veía interrumpida tan sólo por alguna tos salida de unos pulmones que no estaban acostumbrados al húmedo ambiente de la isla. Tenían ante ellos un largo día de marcha. Les habían dado de comer a toda prisa unas gachas recalentadas que en esos momentos eran como una piedra en sus estómagos.

A casi todos ellos les esperaba una nueva vida en una legión de la que acaso antes sólo hubieran oído hablar y cuyos soldados no harían otra cosa que aceptarlos a regañadientes durante los próximos meses hasta que hubieran demostrado que eran mejores de lo que implicaba su categoría de legionarios de reserva. Para muchos de ellos la transición a una unidad de combate no les supondría un problema, puesto que los habían mandado a la octava desde una de las legiones fronterizas. Como parte de los preparativos para la invasión de Britania, el Estado Mayor del Imperio había sacado de aquellas legiones que se enfrentaban a unos inactivos bárbaros a cohortes veteranas y las hizo marchar hacia la Galia para unirse de forma temporal a la octava.

Los soldados de más edad que habían albergado esperanzas de finalizar su carrera bajo las águilas de forma pacífica lógicamente estaban resentidos por haber sido envueltos en la fase decisiva de la campaña de aquel año. Ya no estaban tan sanos ni eran tan rápidos como antes, por lo que las probabilidades de sobrevivir a las batallas que se preparaban no eran demasiadas.

Luego estaban los jóvenes, nuevos reclutas, recién salidos de la instrucción y más temerosos de sus oficiales que de cualquier enemigo. Ataviados con una reluciente y bruñida armadura laminada, cuyo coste se les descontaría de su exigua paga durante muchos años todavía, con unas túnicas de un color rojo que aún no había empezado a desteñirse y con la empuñadura de la espada sin suavizar por el uso frecuente, estaban ansiosos por atacar y desarrollar la fácil arrogancia de los veteranos. _¿Estamos todos? -preguntó Macro mientras se acercaba a Cato a grandes zancadas al tiempo que se abrochaba la correa del casco.