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– Niso se ha ido.

– ¿Se ha ido? -Ha desaparecido. Hace dos días. Salió del campamento para ir a pescar y no regresó.

– ¿Quién fue la última persona que lo vio? -No lo sé. -El ordenanza se encogió de hombros-. Se suponía que tenía que encontrarse junto al río con alguien que no apareció. Eso es lo que dicen.

– ¿Con quién se tenía que encontrar? -Con un tribuno. El que lleva las divisas. Vitelio. Cato asintió con un lento movimiento de la cabeza.

CAPÍTULO XXXVIII

Era mediodía y Vespasiano no había llegado todavía al último de los puestos de avanzada fortificados que rodeaban el campamento principal. No había avisado de la inspección porque quería sorprender a todas las guarniciones en su nivel habitual de disponibilidad operativa en vez de presenciar un espectáculo preparado para la visita de un oficial de alto rango. A Vespasiano le produjo una gran satisfacción ver que le daban el alto en cada fuerte cuando se acercaba cabalgando y que le negaban rotundamente la entrada a menos que diera la contraseña correcta. Tras las puertas, casi todos los fortines estaban bien ordenados, con las armas de la infantería a mano y un adecuado abastecimiento de munición en las plataformas de las ballestas.

El último fuerte no fue una excepción y cuando Vespasiano y su escolta de caballería atravesaban la puerta al trote, éste se vio de inmediato frente a una línea de legionarios en estado de alerta de un lado a otro de la entrada. Su optio les dio la orden para que cerraran la puerta justo en el momento en que entró el último miembro de la escolta del legado. -¿Qué es esto Cato? -Vespasiano saludó con la mano a los legionarios mientras desmontaba-. ¿Una guardia de honor?

– Una precaución, señor. -Cato saludó-. La puerta siempre es el punto más débil de una defensa.

– ¿Arquímedes? -Sí, señor. De su tratado sobre guerra de asedio. -Bueno, pues tiene razón, y parece ser que tú le haces caso. ¿Cuáles son tus efectivos?

– Cuarenta hombres, señor. Y cuarenta en la otra mitad de la centuria en el siguiente puesto de avanzada con el centurión Macro.

– Así que volvéis a estar de nuevo al completo, con la flor y nata de la nueva tanda de soldados. De ahora en adelante sólo voy a esperar lo mejor de la sexta centuria de la cuarta cohorte. Asegúrate de que no me decepcione.

– Sí, señor. -Muy bien, echemos un vistazo.

Vespasiano salió dando grandes zancadas para llevar a cabo su inspección, con el preocupado optio detrás de él. Las tiendas fueron revisadas en busca de cualquier señal de cuerdas tensoras flojas, costuras rotas o ropa de cama desordenada. Se inspeccionaron las letrinas para asegurarse de que no habían alcanzado el nivel en que debían rellenarse y cavar otras nuevas. Luego Vespasiano trepó por la rampa de turba e inició un recorrido por la empalizada. En la plataforma de las ballestas examinó detenidamente los mecanismos de los cabrestantes para comprobar que estuvieran adecuadamente preparados y movió la cabeza en señal de aprobación al percibir el aroma de aceite de linaza de los muelles de torsión. Se hallaba experimentando con el engranaje elevador cuando se oyó un grito procedente de la torre de vigilancia.

– ¡Enemigo a la vista! El legado y el optio dirigieron rápidamente la mirada hacia la rígida silueta del centinela sobre la plataforma de caballete situada muy por encima de sus cabezas.

– ¿En qué dirección y qué contingente? -preguntó Cato con brusquedad.

– ¡Al oeste, señor! Quizás a unos tres kilómetros de distancia. -El centinela señaló con su jabalina-. Un pequeño grupo de jinetes, tal vez quince o veinte se dirigen hacia aquí.

– ¡Vamos! -Vespasiano subió primero por la tosca escalerilla de madera de la torre de vigilancia. Salió por la abertura de la plataforma y se puso junto al centinela al tiempo que Cato subía como podía tras él.

– Allí, señor. -El centinela señaló de nuevo y más allá de la punta de la jabalina había una distante colina. Vespasiano pudo distinguir las diminutas figuras de unos caballos que galopaban por delante de una fina mancha marrón formada por el polvo que levantaban con los cascos. El terreno que se extendía desde la pequeña fortaleza era en su mayor parte de pastos, salpicados de ocasionales bosquecillos de robles, pero los jinetes no trataban de ocultarse y se dirigían con un sonido retumbante hacia el fortín.

– No creo que tengan intención de atacarnos -dijo Vespasiano entre dientes.

– De todas maneras, señor, creo que deberíamos poner a los soldados en estado de alerta -dijo Cato.

– De acuerdo.

Cato gritó la orden y los soldados tomaron las armas y cubrieron el muro. El legado siguió observando a los jinetes que se aproximaban. Se acercaban rápidamente y entonces pudo distinguir que había dos grupos. Un grupo de tres iba en cabeza y, a juzgar por las frecuentes miradas que echaban por encima del hombro, era evidente que los demás los iban persiguiendo. Ahora se oían los agudos gritos de los perseguidores.

– ¡Cargad la ballesta! -gritó Cato hacia la empalizada. Los ballesteros tensaron los cabrestantes y el ruido metálico del trinquete compitió con el excitado alboroto de los soldados que observaban la persecución. El humor de los soldados era comprensible, pero no tolerable, y Vespasiano alzó una ceja y miró al optio. Cato estaba apoyado en la barandilla. _¡Silencio ahí! ¡Voy a formular cargos contra el próximo que abra la boca!

En aquellos momentos los jinetes se encontraban a apenas unos cuatrocientos metros de distancia y Vespasiano pudo distinguir cómo se agitaban las capas de color púrpura y el pelo largo de los tres perseguidos. La distancia entre los dos grupos se había reducido a unos pocos metros y los hombres que iban a la zaga soltaban aullidos de triunfo, dispuestos a caer sobre su presa con sus lanzas de caballería de hoja estrecha. El hombre que estaba más cerca del fortín levantó la mirada de pronto e hizo una señal con el brazo a los romanos.

Vespasiano se sobresaltó.

– ¡Es Adminio! ¡Abre la puerta, optio! ¡Date prisa, hombre!

La sección que se encontraba junto a la entrada sacó el barrote y tiró de la puerta hacia dentro. Cato ordenó a los:ballesteros que estuvieran preparados. -¡Apuntad al segundo grupo y disparad en cuanto el primero salga de en medio!

Cuando los jinetes subieron al galope hacia el fortín apenas unos quince metros separaban a los dos grupos. Adminio y su escolta dieron un giro brusco y, formando un arco, se acercaron a la puerta por un lado, despejando así el camino a los ballesteros. Uno de los legionarios apretó la palanca de disparo y la ballesta arrojó su proyectil con un fuerte chasquido. Se oyó un golpe seco cuando la flecha alcanzó a uno de los soldados de caballería britanos por debajo de la garganta, lo atravesó por completo y se clavó en la frente greñuda del caballo que iba justo detrás. Bestia y jinete se desplomaron con un remolino de patadas justo delante del jinete que les seguía. Sólo un puñado de ellos consiguieron seguir adelante detrás de su presa. Cuando vieron la puerta, el britano que iba en cabeza se dio cuenta de que había perdido la carrera y arrojó su lanza a Adminio y sus hombres. La forma oscura del arma describió una curva por los aires y alcanzó de lleno al último de los soldados, entre los hombros, y éste cayó a un lado al tiempo que Adminio espoleaba a su caballo y entraba en el fortín.

La sección de soldados de la puerta corrió hacia la abertura y presentaron sus escudos y jabalinas a los britanos que perseguían a Adminio. Al ver a los legionarios los jinetes se detuvieron con salvajes expresiones de ira y unos rasgos que dejaban traslucir su frustración.

– ¡A por ellos! -gritó Cato desde la torre de vigilancia--. ¡Usad las jabalinas!

La sección respondió enseguida y al cabo de unos momentos habían caído dos hombres más y sus caballos, que empezaron a retorcerse sobre el camino de tierra frente a la puerta. Los demás se dieron la vuelta y se alejaron al galope, inclinados sobre los cuellos de sus animales para protegerse de las jabalinas que les pudieran lanzar.