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Cato siguió al legado escalera abajo y ambos fueron corriendo hacia la puerta. Adminio había desmontado y se hallaba tendido de espaldas en el suelo, respirando con dificultad y con los ojos apretados de dolor. Su túnica tenía un largo desgarrón a un lado y estaba empapada de sangre.

– Está herido. -Vespasiano se volvió hacia la escolta para gritar la orden de que trajeran inmediatamente a un cirujano del campamento principal. Adminio abrió los ojos de golpe al oír el sonido de la voz del legado y con gran esfuerzo intentó levantarse apoyándose en un codo.

– ¡Tranquilo! Descansa. He mandado a buscar un cirujano. -Vespasiano se arrodilló junto a Adminio-. Por lo que veo, las negociaciones con las tribus no han ido tan bien esta vez.

Adminio esbozó una débil sonrisa, con el rostro lívido a causa de la pérdida de sangre. Levantó la mano y apretó el puño en el cierre de la capa del legado. Cato hizo ademán de acercarse pero Vespasiano le hizo señas para que se apartara.

– ¡Te-tengo algo que decirte! -susurró Adminio ansiosamente-. Una advertencia.

– ¿Una advertencia? -Hay un complot para asesinar a vuestro emperador. -¿Qué? -No conozco todos los detalles… Sólo oí un rumor en la última reunión de representantes tribales.

– -¿Qué rumor? Cuéntame.

– Yo iba disfrazado… porque Carataco estaba allí, intentando que los demás se unieran a su lucha contra Roma… Uno de sus consejeros estaba borracho… empezó a jactarse de que los invasores pronto abandonarían la isla… que estallaría una guerra entre los romanos cuando el emperador fuese asesinado. Aquel hombre me dijo que sería un britano el que asestaría el golpe… y un romano el que proporcionaría los medios al asesino.

– ¿Un romano? -Vespasiano no pudo ocultar su conmoción-. ¿Ese consejero de Carataco mencionó algún nombre?

Adminio negó con la cabeza. -Lo interrumpieron antes de que pudiera hacerlo. Carataco lo llamó y tuvo que irse.

– ¿Carataco sabe lo que ese hombre contó? Adminio se encogió de hombros. -No lo sé. -Y esos que os perseguían, ¿podría ser que los hubieran Mandado tras vosotros?

– No. Nos tropezamos con ellos. No nos estaban siguiendo.

– Entiendo. -Vespasiano se quedó pensativo un momento y luego se volvió hacia Cato-. ¿Has oído todo esto?

– Sí, señor. -No vas a revelar una sola palabra de lo que Adminio ha dicho. Ni una sola palabra a menos que yo te dé permiso expreso. A nadie. ¿Entendido?

Vespasiano y su escolta regresaron al campamento principal a última hora de la tarde. El legado ordenó a sus hombres que se retiraran y se fue derecho al cuartel general de Plautio. La frente arrugada de Vespasiano era una elocuente expresión de su inquietud mientras iba andando a grandes zancadas entre las hileras de tiendas. Acaso el rumor que Adminio le había transmitido no fuera más que una bravuconada de borracho de uno de los seguidores de Carataco, deseoso de que los demás pensaran que era una persona enterada de importantes secretos, pero no podía hacerse caso omiso de aquella amenaza después de la gran cantidad de armas romanas que se estaban encontrando en manos de los nativos. Todo aquello olía a una gran conspiración. ¿Era posible que la red de los Libertadores llegara hasta Britania? Si ése era el caso, entonces se trataba verdaderamente de una fuerza que se debía tener en cuenta. Si la información de Adminio estaba bien fundada, había un traidor en el ejército.

El primero que se le pasó por la cabeza a Vespasiano fue Vitelio. Pero, ¿iba el tribuno a arriesgar su vida hasta ese punto? Vespasiano lamentó no conocer lo suficiente a ese hombre para poder formarse una opinión. ¿Era Vitelio tan arrogante e imprudente como para volver a realizar otro intento directo de favorecer sus elevadas ambiciones políticas? Sin duda no era tan tonto como para hacerlo.

Por otro lado, podría ser que el contacto romano del asesino ni siquiera perteneciera al ejército. Ahora que las tropas se habían establecido definitivamente en el Támesis, ya había una gran cantidad de civiles que seguían al ejército: comerciantes de esclavos de Roma en busca de alguna ganga, mercaderes de vino deseosos de abastecer a las legiones, administradores de fincas que trazaban el mapa de las mejores tierras de labranza para comprárselas rápidamente al emperador y toda clase de seguidores de la campaña y negociantes. Quizás el traidor se hallara en el propio séquito imperial. No había duda de que una persona así debía estar bien situada para ayudar a un asesino. Esa posibilidad hizo que a Vespasiano se le cayera el alma a los pies, como una roca, y de pronto se sintió muy cansado y completamente deprimido.

Flavia formaba parte del séquito imperial. Toda aquella terrible incertidumbre sobre la mujer a que él quería amar sin reservas le torturaba de nuevo. ¿Cómo podía? ¿Cómo podía Flavia arriesgarse tanto? Ya no sólo por ella misma, sino por él y por el hijo de ambos, Tito. ¿Cómo podía exponerlos a todos a tal peligro? Pero quizá Flavia, se dijo, fuera inocente. Tal vez el traidor fuera otra persona. Era lo más probable.

Fuera cual fuera la verdad, si realmente existía una conspiración para asesinar al emperador, el general Plautio debía ser informado enseguida. A pesar del riesgo para Flavia.

CAPÍTULO XXXIX

El general estaba a punto de salir de su tienda de mando cuando llegó Vespasiano. Aulo Plautio llevaba su armadura ceremonial completa y el sol de la tarde se reflejaba intensamente en la magnífica coraza y el yelmo dorado. En torno a él se hallaban agrupados sus oficiales superiores con un atuendo igual de llamativo. Una reata de caballos muy bien almohazados era conducida cuesta arriba, donde aguardaría fuera de la tienda de mando del general.

– ¡Ah! Estás aquí, Vespasiano. Confío en que te haya ido bien el día.

– Señor, tengo algo que decirle. En privado. -¿En privado? -Plautio parecía irritado-. Entonces tendrá que esperar.

– Pero, señor, es vital que le diga lo que sé ahora mismo. -Mira, no podemos retrasarnos más. El emperador y los refuerzos están justo al otro lado de las colinas que hay cruzando el río. Tenemos que ir a recibirlo con todas las formalidades cuando entre en el campamento sur. Ahora ve y ponte la ropa de ceremonia. Luego únete a mí al otro lado del río lo antes que puedas.

– Señor..

– Vespasiano, has recibido tus órdenes. Ten la amabilidad de cumplirlas.

Los caballos habían llegado a la tienda de mando y, sin dirigirle otra palabra o mirada a Vespasiano, Aulo Plautio montó en una lustrosa yegua negra y tiró de las riendas para dar la vuelta y dirigirse hacia el puente recién terminado. Tras un repentino golpe de sus talones enfundados en botas, la bestia dio una sacudida y avanzó a medio galope y el resto de miembros del Estado Mayor subieron apresuradamente a sus monturas y salieron a toda prisa para alcanzarlo. Vespasiano se los quedó mirando mientras se alejaban con el brazo levantado para protegerse la boca del polvo que se arremolinaba en el aire. Entonces, se dio un manotazo en el muslo con enojo y se dirigió de vuelta a su legión.

Claudio y sus refuerzos habrían llegado al campamento de la orilla sur poco antes de anochecer de no haber sido por Narciso. El caso fue que la columna se detuvo al otro lado de las colinas mientras el liberto seguía adelante en su litera para realizar los arreglos necesarios para una entrada espectacular. La litera se detuvo frente a las filas de oficiales allí reunidos, los cuales aguardaron con silenciosa expectación a que saliera su ocupante. Con una concienzuda precisión los porteadores bajaron la litera hasta el suelo y un par de lacayos se precipitaron hacia las cortinas de seda y las echaron atrás. los penachos de los yelmos de los oficiales se inclinaron cuando éstos estiraron el cuello para ver bien la litera, esperando como poco que el emperador emergiera de ella por uno de esos giros inesperados del protocolo. Hubo un audible suspiro de decepción cuando quien apareció fue Narciso, que se puso en pie y saludó al general.