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Ella se lo quedó mirando un rato, luego se dio la vuelta y arqueó el cuerpo con delicadeza para acomodarlo en la curva del de su marido, sintió el áspero roce del vello de sus genitales contra la suave piel de sus nalgas. Pero no hubo placer en aquel reencuentro con su marido y, mucho después de que éste se hubiera quedado dormido, ella seguía despierta, sumamente preocupada. Le dolía haber engañado a su esposo, pero había realizado un juramento anterior por la vida de su hijo al que debía dar prioridad. Los Libertadores exigían un secreto absoluto y amenazaban con la más terrible de las venganzas con aquellos que no lo mantuvieran. Aunque los había servido fielmente durante dos años, al final, el terror diario a ser descubierta fue demasiado para poder soportarlo. Ya no colaboraba con los Libertadores y en eso había sido honesta con su marido. Aun así, se había enterado de lo suficiente para saber que el suministro de armas a los britanos lo habían organizado los Libertadores cuando el anterior emperador, el demente Calígula, había decidido invadir Britania. El plan siempre había sido poner trabas a cualquier campaña que pretendiera potenciar el prestigio imperial. Con cada una de las derrotas militares y todas las campañas de murmuraciones que se lanzaran a las calles de Roma se iría minando gradualmente la credibilidad de la familia imperial. Al final, la plebe le rogaría a la aristocracia que se hiciera con el control del Imperio. Ése sería el mayor logro de los Libertadores.

Flavia había terminado dándose cuenta de que aquel día estaba muy lejano. Las pocas personas que conocía que habían estado vinculadas a la organización secreta estaban muertas, y Flavia no quería compartir su suerte. Había dado un mensaje cifrado al punto de contacto habitual Romano: una caja numerada en la oficina de un agente de correos en el Aventino. Flavia sencillamente había escrito que ya no iba a colaborar más con su causa. Sabía que era poco probable que los Libertadores aceptaran su retirada con la misma facilidad con la que ella la había presentado. Tendría que mantenerse alerta.

A Flavia le causó una profunda consternación que Vespasiano hubiera descubierto su implicación con los Libertadores. Y si él lo había hecho, ¿quién más? ¿Narciso? Pero si el primer secretario lo supiera a esas alturas ya estaría muerta. A menos que el liberto estuviera llevando a cabo un Juego más intrincado y la utilizara como cebo para atraer a otros miembros de la conspiración.

CAPÍTULO XLI

',Alejado de los festejos en honor del emperador, Cato estaba siguiendo la ronda por el fuerte que tenía asignado su mitad de la centuria. A unos quinientos pasos de distancia a lo largo de la colina se hallaba el fuerte vigilado por Macro y los otros cuarenta soldados. La línea de puestos de avanzada formaba un perímetro alrededor del campamento principal del río, a eso de un kilómetro y medio río abajo, y desde las líneas se obtenía una buena vista de la campiña al norte del Támesis. Durante el día no podía aproximarse ninguna fuerza britana sin ser detectada y las pequeñas guarniciones dispondrían de tiempo suficiente para recurrir al ejército principal si fuera necesario.

Sin embargo, por la noche la situación era muy distinta. los centinelas aguzaban la vista y el oído para identificar cualquier ruido sospechoso o movimiento en las sombras al lado de las paredes de turba. Con la llegada del emperador, los guardias estaban más nerviosos de lo habitual y Cato había ordenado que las rondas nocturnas se relevaran cada vez que las trompetas del campamento principal señalaran la hora.

Era mejor eso que no tener a los soldados exhaustos al siguiente turno, o que creyeran descubrir al enemigo por culpa › de una imaginación demasiado estimulada.

Cato subió las toscas escaleras de madera que llevaban a la pasarela del centinela y recorrió los cuatro lados del fuerte asegurándose de que todos los soldados estaban alerta y no habían olvidado el alto ni la contraseña. Se intercambiaron palabras en voz baja cada vez que uno de los soldados dio su informe y, como siempre, no había indicios de actividad del enemigo. Por último Cato trepó a la torre de vigilancia con sus laterales de mimbre y sus defensas frontales. A doce metros del suelo, atravesó la abertura de la parte posterior y saludó al soldado que vigilaba los accesos del norte.

– ¿Todo tranquilo? -Sin novedad, optio. Cato asintió con la cabeza, se apoyó en el ancho poste de madera en la parte de atrás de la torre y deslizó la mirada por la pendiente hacia el campamento principal, delineado por un cúmulo de brillantes puntitos anaranjados de teas y hogueras. Más allá se extendían las estrechas líneas de antorchas que delimitaban el puente sobre el gris plateado del imponente Támesis y que, formando una ancha curva, desaparecían en la noche. En la otra orilla relucía el contorno del campamento donde en aquellos momentos dormían el emperador, sus seguidores y los refuerzos. Y en algún lugar entre ellos dormía Lavinia. El corazón le dio un vuelco al pensar en ella.

– Apuesto a que esos cabrones de ahí se están dando la gran vida.

– Supongo que sí -contestó Cato, que compartía la sospecha innata en todo centinela de que la diversión sólo empezaba cuando uno iniciaba su guardia. La idea de Lavinia disfrutando de la buena vida de la corte imperial a apenas un kilómetro y medio de distancia lo llenó de inquietud y celos. Mientras que sus obligaciones lo mantenían alejado de ella en aquel puesto de avanzada sumido en la oscuridad, otros podrían estar cortejándola. Una imagen de los extravagantes jóvenes aristócratas de la corte lo llenó de terror y, al tiempo que daba un puñetazo contra las defensas laterales de mimbre alejó a Lavinia de su mente y se obligó a pensar en asuntos más inmediatos. Habían pasado algunas horas desde la última vez que había abandonado el fuerte para ir a comprobar la línea de piquetes. Eso lo mantendría ocupado y le evitaría ocuparse por Lavinia. -Continúa -le susurró al centinela, y se dirigió de nuevo a las escaleras para descender a la penumbra del fuerte. No se había perdido el tiempo en construir alojamientos permanentes y los soldados que estaban fuera de servicio dormían y roncaban en el suelo, dado que preferían exponerse a las enojosas picaduras de los insectos a tener que sufrir la sofocante atmósfera del interior de sus tiendas de cuero. Cato fue andando con cuidado a lo largo de la parte interior del muro de turba hasta que llegó al único portón del fuerte. Una rápida orden dirigida al encargado de la sección responsable de los ocho soldados de guardia bastó para que retiraran la barra y uno de los paneles girara hacia adentro. Se adentró en la noche sin separarse de la oscura mole del fuerte. Detrás de él la puerta traqueteó al volver a su sitio.

Fuera de las tranquilizadoras paredes de turba, la noche rebosaba de una sensación de peligro inminente y Cato sintió que el cosquilleo de un escalofrío le recorría la espalda a causa de la tensión. Al mirar atrás vio el oscuro contorno de la alta empalizada que ya estaba demasiado lejos para servir de consuelo y su mano se deslizó hasta el pomo de su espada mientras avanzaba a grandes zancadas y sin hacer ruido por la crecida hierba. Unos cien pasos más adelante Cato aminoró la marcha al prever el primer alto y, en efecto, una voz surgió de la oscuridad desde muy cerca y una negra figura se alzó entre la hierba.

– ¡Alto ahí! ¡Identifíquese!

– Azules triunfadores -replicó Cato en voz baja. Utilizar su equipo de cuadrigas favorito como contraseña quizá no fuera muy original, pero era fácil de recordar.

– Pasa, amigo -respondió agriamente el centinela al tiempo que volvía a ponerse a cubierto. Seguro que era partidario del equipo rival, pensó Cato mientras seguía avanzando con sigilo. Al menos el hombre estaba alerta. Aquel puesto era el más peligroso de los turnos de vigilancia, y cualquier soldado que se quedara dormido allí estaba pidiendo que un explorador britano le cortara el cuello. Y sin duda los exploradores estaban ahí fuera. Tal vez Carataco hubiera retirado la fuerza principal de su ejército, pero el comandante britano sabía valorar un buen servicio de inteligencia y continuaba investigando las líneas romanas al amparo de la oscuridad. Durante las últimas semanas había tenido lugar más de una feroz refriega a altas horas de la noche.