Unos cien pasos más adelante, Cato empezó a buscar al próximo centinela. Se agachó, aminoró el paso y avanzó con mucho sigilo hacia el lugar donde debía encontrarse el soldado. Nadie le dio el alto y Cato levantó la mirada enseguida para comprobar que todavía se hallaba en línea con los terraplenes de su fuerte y los de Macro. Sí que lo estaba, y bastante cerca, y allí estaba la hierba pisoteada donde el centinela había permanecido en cuclillas. Pero no había rastro de él.
Cato se preguntó si debía llamarlo en voz alta. Cuando estaba a punto de hacerlo, le asaltó la terrible idea de que hubiera podido pasarle algo al centinela. ¿Y si un explorador britano lo había descubierto y lo había matado? ¿Y si el explorador todavía estaba allí cerca? Cato llevó la mano a la empuñadura de su espada y la desenvainó lentamente a la vez que crispaba el rostro ante el roce metálico de la hoja.
– No te muevas, optio -susurró una voz en un tono tan bajo que podría haberla confundido con el murmullo de la brisa al agitar la hierba de no ser porque casi no corría el aire. Al oírla, a Cato se le heló la sangre en las venas y luego sintió que la furia surgía en su interior. Aquella no era manera de dar el alto. ¿A qué demonios jugaba ese soldado?
– Por aquí, optio. Agáchate. -¿Qué es lo que ocurre? -le preguntó Cato también con un susurro.
– Tenemos compañía. Cato se agachó y, a gatas, se deslizó por la hierba en dirección a la voz del centinela. El centinela, Escaro, era uno de los reemplazos y Cato recordó que era un hombre con una buena hoja de servicios. Allí estaba, una forma oscura en cuclillas, con la jabalina sujeta de forma que no se viera. No llevaba un escudo que pudiera representarle una carga si tenía necesidad de echar a correr de vuelta al fuerte. Cato se arrastró hasta llegar a su lado.
– ¿Qué pasa? Escaro no respondió enseguida y por un momento permaneció completamente inmóvil, con la cabeza vuelta en una dirección, cuesta abajo hacia territorio enemigo. Levantó el brazo y señaló hacia las sombras de unos altos arbustos que crecían a medio camino en la pendiente.
– ¡Allí! Cato siguió la dirección de su dedo pero no vio otra cosa que quietud. Sacudió la cabeza en señal de negación.
– No veo nada. -No mires, escucha. El optio ladeó la cabeza y dirigió el oído hacia los arbustos, tratando de distinguir cualquier ruido extraño. Un único pájaro cuyo canto no reconoció repetía una y otra vez un melancólico reclamo al que un búho que andaba de caza sumó lacónicamente su suave ululato antes de quedarse bruscamente en silencio. Cato lo dejó correr. Fuera lo que fuera lo que allí hubiese, o se había marchado o lo más probable era que se tratara sencillamente de un producto de la imaginación de Escaro. Tomó nota mentalmente para asegurarse de que a partir de entonces a Escaro le asignaran únicamente servicio de guardia en la torre. En aquel preciso momento se oyó un resoplido proveniente de los arbustos. Un caballo.
– ¿Lo has oído? -Sí.
– ¿Quieres que baje a echar un vistazo?
– No. Esperaremos aquí A ver quién es.
Podría tratarse de un explorador romano que se hubiera perdido durante la patrulla y no fuera consciente de lo mucho que se había acercado a sus propias líneas. Así que esperaron, agazapados con rigidez y con los tensos sentidos aguzados por si captaban alguna otra señal del intruso. El búho volvió a ulular, esa vez más fuerte, y Cato estuvo a punto de maldecirlo cuando se oyó un alboroto debajo de ellos y una figura oscura se distanció de los matorrales: un hombre que llevaba un caballo Guió al animal cuesta arriba hasta que casi llegó a la altura de donde se encontraban Cato y Escaro, por lo que debió de pasar a unos tres metros de ellos. El jinete siguió avanzando con mucho cuidado por si el terreno tenía algún obstáculo que pudiera hacerle tropezar y llamar la atención, cosa que no quería. Las pisadas del caballo eran mucho más inconfundibles, pues seguía a su jinete con un amortiguado roce de firmes pasos, ajeno a la necesidad de que no los descubrieran. Cuando el jinete se encontraba a no más de unos seis metros, Cato le dio un suave codazo a Escaro y susurró: «Ahora».
El centinela se puso en pie de un salto, con el brazo que sostenía la jabalina alzado y retrocediendo con soltura hacia la posición de tiro al tiempo que gritaba el alto. Cato se desplazó a un lado con la espada desenfundada, dispuesto a pelear.
– ¡No se mueva e identifíquese! El jinete se echó atrás de un salto con un grito de alarma e hizo que el caballo respingara a un lado con un relincho asustado. El momento de sorpresa pasó en un instante y antes de que Cato o Escaro pudieran reaccionar, el jinete ya había subido a su montura y la espoleaba con un golpe de talones.
– ¡No dejes que se escape! -exclamó Cato. Hubo un movimiento poco claro y un escalofriante golpe sordo. el jinete lanzó un grito y por un instante se tambaleó en su silla. Entonces se dobló hacia un lado y, con la cabeza por delante, se cayó del caballo. La bestia retrocedió y casi estuvo a punto de caer de espaldas sobre su jinete antes de irse a un lado en el último momento y salir galopando cuesta abajo adentrándose en la noche. Se oyó un breve crujido en la hierba cuando Cato y Escaro echaron a correr hacia el jinete. Estaba tendido boca arriba y respiraba con dificultad, con el asta de la jabalina enterrada en su estómago. Gritó unas cuantas palabras en una lengua extraña antes de perder el conocimiento.
– ¿Quieres que lo mate, optio? -preguntó Escaro al tiempo que apoyaba el pie en el pecho de aquel hombre y le arrancaba la jabalina con un húmedo ruido de ventosa.
– No. -Cato estaba desconcertado por el lenguaje que había utilizado el individuo. No se parecía a ninguna de las lenguas celtas que él había oído-. -Échame una mano, llevémoslo a donde haya un poco de luz.
Escaro lo agarró por debajo de los hombros y Cato de los pies. Calculó las distancias relativas que había hasta su fuerte y hasta el del centurión.
– Vamos, ¡Macro querrá ver esto! el jinete era un hombre corpulento y ambos llevaron la incómoda carga con gran dificultad a lo largo de la colina y hacia el fuerte. Mientras se acercaban al portón, Cato tuvo tiempo para que el prematuro alto le produjera una gran satisfacción; sin duda los hombres de Macro estaban alerta y vigilaban con mucha atención.
– ¡Azules triunfadores! -exclamó Cato. -Cuando las ranas críen pelo -oyó rezongar a alguien. -¡Abrid la puerta! -¿Quién anda ahí? -¡El optio! ¡Y ahora abrid la maldita puerta! Al cabo de un momento la puerta se abrió hacia dentro y, no sin esfuerzo, Cato y Escaro llevaron el cuerpo hacia el interior y lo dejaron en el suelo a la vez que se inclinaban para recuperar el aliento.
– ¿Qué es todo esto? -bramó la voz de Macro-. ¿Quién fue el imbécil de mierda que dio la orden de abrir la puerta? ¿Pretendéis que nos maten a todos?
– Soy yo, señor -dijo Cato jadeando-. Atrapamos a alguien que intentaba atravesar la línea de piquetes. Un jinete. _¡Llevad una luz allí! -ordenó Macro, y un centinela salió corriendo a buscar una antorcha-. ¿No estás herido, muchacho?
– No, señor… Escaro lo alcanzó con la jabalina… antes de que pudiera hacer nada.
El centinela volvió con la antorcha que crepitaba, reluciente, en su mano.
– Bueno, veamos qué es lo que habéis atrapado. -Macro tomó la antorcha y la sostuvo sobre el cuerpo tendido en el suelo. Bajo la parpadeante luz pudieron distinguir unas buenas botas de cuero, un vendaje alrededor de la rodilla y el muslo izquierdo de aquel hombre y una cuidada túnica de color azul. Cato miró el rostro del jinete y dio un grito ahogado de asombro.