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Si el combate que se avecinaba terminaba en otra derrota de los britanos, entonces se podía intentar el asesinato durante la subsiguiente rendición de las tribus, de la que se encargaría el emperador en persona. Carataco se las había arreglado para convencer a uno de sus seguidores de que aceptara la misión suicida de empuñar el arma. A Vitelio sólo le faltaba encargarse de que a aquel hombre se le proporcionara un cuchillo tras el registro previo a la presentación ante el emperador. Pero, sin el mensaje que llevaba Niso, Vitelio no conocería la identidad del asesino. Si no la sabía, no se podía atentar contra la vida del emperador.

Tanto si el asesinato de Claudio tenía éxito como si no, se culparía a los Libertadores. Bien podría ser un cuchillo britano el que se hundiera en el corazón de Claudio, pero seguro que los que investigarían el complot encontrarían alguna manera de implicar a los Libertadores, sobre todo si se les animaba a hacerlo.

De repente Vitelio se sentó derecho en su cama de campaña, enojado consigo mismo. No tenía sentido pensar en los placeres que el futuro le reservaba cuando en cualquier momento Niso podía revelar su participación en la confabulación. Al mismo tiempo, poco podía hacer al respecto hasta que Niso, o alguna noticia sobre él, llegara al campamento base. Entonces podría justificar su interés haciendo el papel de amigo preocupado. Mientras tanto, se reprendió, debía mantener la calma. No debía mostrar inquietud, no fuera que alguien que lo viera lo recordara cuando prestara testimonio en cualquier investigación que se realizara si ocurría lo peor. Mejor sería pensar en algo más agradable.

Fue entonces cuando recordó haber visto a Flavia entre el séquito imperial. Detrás de la esposa de Vespasiano estaba aquella esclava terriblemente atractiva con la que una vez tuvo una aventura cuando la segunda legión estaba destacada en Germania. Hasta ese viejo chocho libidinoso de Claudio se había fijado en ella. Mientras recordaba las facciones de su rostro, Vitelio sonrió ante la perspectiva de reanudar su relación.

CAPÍTULO XLIII

¡Ponedlo bajo las lámparas! -gritó el cirujano jefe mientras los legionarios entraban la camilla a la tienda de tratamiento-. ¡Tened cuidado, idiotas!

Cato caminaba junto a ellos y apretaba un trapo manchado de sangre contra la herida. El cirujano jefe, un hombre de piel morena como Niso, les ayudó a poner la camilla encima de la mesa de reconocimiento, que estaba hecha de madera, y luego aflojó la cuerda que hacía descender las lámparas por la polea. Bajo su tenue luz sacó la compresa para examinar el punto de entrada de la jabalina, pero tanto la parte delantera como los costados de su torso estaban cubiertos de una capa pegajosa de color rojo. El cirujano agarró una esponja de un cuenco de bronce sumamente bruñido y limpió la sangre. Dejó al descubierto un agujero oscuro, del diámetro del dedo de una persona, que al instante se llenó de sangre. Volvió a colocar la compresa. «-¿Dónde lo encontrasteis?

– Intentaba cruzar las líneas de piquetes -respondió Cato-. Uno de nuestros soldados lo detuvo.

– ¡Y que lo digas! -El cirujano levantó la compresa de nuevo para examinar la herida e hizo una mueca al ver el incontenible flujo de sangre.

De pronto, Niso alzó la cabeza al tiempo que soltaba un grito y la volvió a dejar caer en la mesa con un golpe sordo, entre murmullos y gemidos.

– Tenemos que detener la hemorragia. Parece que ya ha perdido demasiada sangre. -El cirujano jefe levantó la vista--. ¿Cuánto tiempo dices que hace que lo encontrasteis?

Cato hizo un rápido cálculo basándose en los toques de guardia.

– Media hora. -¿Y ha estado sangrando así todo el tiempo? -Sí, señor. -Entonces está arreglado. No puedo hacer nada. -Algo se debe de poder hacer, señor -dijo Cato con desesperación.

– ¿Es amigo tuyo? Cato vaciló un momento antes de mover la cabeza afirmativamente.

– Bueno, optio. Lo siento muchísimo por tu amigo Niso, pero la verdad es que no hay nada que pueda hacer por él. Es la clase de herida que siempre es mortal.

Niso estaba temblando y sus gemidos tenían un tono de lamento. Sus ojos parpadearon y de repente se abrieron como platos, y miraron a su alrededor con aturdido pánico antes de posarse en Cato.

– Cato… -Niso alargó la mano.

– No te muevas, Niso -le ordenó Cato-. Necesitas descansar. Vuelve a tumbarte.

– No. -Niso esbozó una débil sonrisa y luego sus labios se crisparon cuando un terrible espasmo se apoderó de él-. Me estoy muriendo. Me muero, Cato.

– ¡Tonterías! ¡No vas a morirte! -¡El maldito cirujano soy yo! ¡Sé lo que me está ocurriendo! -Sus ojos centellearon con fiereza y se cerraron con fuerza cuando el siguiente espasmo recorrió su cuerpo-.

hh! ¡Cómo duele!

– Tranquilo, Niso. -El cirujano jefe le dio unas palmaditas en el hombro-. Muy pronto habrá terminado. ¿Quieres te te facilite las cosas?

– ¡No! Nada de drogas. -Estaba jadeando, con una respiración áspera y superficial.

Su mano seguía agarrada a la de Cato con tanta fuerza que casi le hacía daño, y trataba desesperadamente de aferrarse al mundo de los vivos mientras que la muerte se lo llevaba poco a poco. Con sumo esfuerzo y empujado por la chispa de conciencia que le quedaba, agarró a Cato con la otra mano y tiró del optio para acercarlo a su boca. -Dile al tribuno, dile que… -La voz se apagó hasta que quedó en un susurro y Cato ni siquiera estaba seguro de lo que eran, palabras o el estertor de un moribundo. Lentamente sus manos se aflojaron y su respiración se debilitó dando paso al silencio. La cabeza de Niso quedó colgando hacia atrás y sus ojos sin vida se congelaron, la boca caída y ligeramente abierta.

Por un momento se hizo el silencio, luego el cirujano jefe le buscó el pulso. No encontró nada.

– Ya está. Se ha ido. Cato seguía sosteniéndole la mano a Niso, consciente de que sólo era un pedazo de carne por cuyo interior ya no circulaba ni un atisbo de vida. Sintió furia ante su impotencia para salvarle la vida a aquel hombre. Había perdido demasiada sangre; él había intentado contener la hemorragia, pero no dejaba de salir a borbotones.

– ¿Dónde demonios ha estado estos últimos días? -preguntó el cirujano jefe.

– No tengo ni idea. -¿Qué te dijo al final?

Cato sacudió la cabeza en señal de negación. -No lo sé. -¿Te dijo algo? -insistió el cirujano jefe-. ¿Dijo sus ritos mortuorios?

– ¿Ritos mortuorios? -Es cartaginés, como yo. ¿Qué dijo justo antes de morir? Te susurró algo.

– Sí. Pero no lo entendí… Algo sobre una campaña, creo. -Entonces me temo que tendré que realizar los ritos mortuorios por él.

El cirujano jefe le soltó la mano a Cato y lo empujó suavemente para que se apartara del cuerpo.

– Será sólo un momento pero tiene que hacerse, de lo contrario se verá obligado a permanecer en la tierra, como vuestros lémures romanos.

La idea del inquieto espíritu de Niso recorriendo las sombras de la tierra llenó de horror a Cato, que se apartó de la mesa de reconocimiento. El cirujano jefe apretó su mano derecha contra el corazón del muerto y empezó a salmodiar un antiguo ritual púnico. Terminó rápidamente y entonces se volvió hacia Cato.

– ¿Quieres ofrecerle también los ritos romanos? Cato dijo que no con la cabeza.

– ¿Quieres quedarte con él un momento? -Sí. El cirujano jefe hizo salir a los legionarios y Cato se quedó a solas con el cuerpo de Niso. No estaba seguro de cuáles eran sus sentimientos. Sentía dolor por haber perdido un amigo y amargura de que hubiera muerto inútilmente por la punta de una jabalina romana. También sentía cólera. Niso había traicionado su amistad, primero abandonándolo a favor del tribuno Vitelio y, en segundo lugar, desertando… o lo que fuera que estuviera tramando cuando había desaparecido del campamento. Las últimas palabras que Niso había pronunciado habían sido para Vitelio, y eso era lo que más indignaba a Cato. fuera cual fuera la razón por la que Niso desapareció, Cato sospechaba que tenía algo que ver con Vitelio. Aquellas emociones contradictorias daban vueltas y más vueltas en su interior mientras miraba fijamente el cadáver.