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– Ya has hecho las paces, optio -dijo en voz baja el cirujano jefe cuando volvió a entrar en la tienda al cabo de un rato. Ahora me temo que tenemos que hacernos cargo de él.

Con este calor tenemos que procurar ocuparnos de los cuerpos lo más rápidamente posible.

Cato asintió con la cabeza y se quedó a un lado de la tienda mientras el cirujano jefe hacía una señal a un par de ordenanzas médicos. Con una eficiencia nacida de la cruda experiencia habitual, los médicos enderezaron el cuerpo y empezaron a despojarlo de toda la ropa y efectos personales.

– No tienes que quedarte a verlo si no quieres -dijo el cirujano jefe. -Estoy bien, señor. De verdad. -Como quieras. Me temo que yo tengo que irme. Tengo otros deberes que atender. Lamento no haber podido salvar a tu amigo -añadió el cirujano jefe con delicadeza.

– Usted hizo lo que pudo, señor. › Los ordenanzas estaban atareados quitándole la ropa al muerto y separaban aquellas prendas que no estaban manchadas de sangre y se podían volver a usar. Las demás las dejaban a un lado para deshacerse de ellas. La herida había dejado de sangrar ahora que el corazón ya no latía. La piel manchada de sangre que la rodeaba fue rápidamente enjuagada con un cubo de agua. Uno de los ordenanzas empezó a deshacer el vendaje que envolvía la rodilla izquierda de Niso. De pronto se detuvo y estiró el cuello para mirar más cerca.

– ¡Vaya! ¡Qué raro! -dijo entre dientes. -¿Qué es raro? -replicó su compañero al tiempo que sacaba las botas. _Debajo de este vendaje no hay nada. No hay ninguna herida, ni siquiera un arañazo.

– -¡Pues claro que tiene que haberla! La gente no se pone vendajes para divertirse.

– No. Te estoy diciendo que ahí no hay nada. Sólo esas extrañas marcas.

La curiosidad pudo más que la profunda pena de Cato y éste se acercó a ver qué estaba causando aquel leve alboroto.

– ¿Qué problema hay? -Ven, optio. Mira esto. -El ordenanza le dio las vendas--.

En la pierna no tiene ni un rasguño, pero hay unas extrañas marcas negras en este vendaje.

Cato se dirigió a un lado de la tienda en el que se había montado un tosco banco y se sentó en él despacio mientras miraba las curiosas líneas y curvas escritas en una de las caras de la venda. No logró encontrarles ningún significado. Decidió que hacía falta examinarlas más detenidamente a la luz del día y se metió el vendaje dentro de la túnica.

Levantó la vista hacia el cadáver que estaba sobre la mesa.

Niso tenía una expresión serena y apacible en el rostro ahora que la tensión de la agonía había terminado. ¿Qué habría estado haciendo esos últimos días?

Cato percibió la presencia de otra persona en la tienda. El tribuno Vitelio había entrado con tanto sigilo que nadie se había dado cuenta. Se quedó de pie entre las sombras junto a la portezuela de la tienda y miró el cadáver. Por un momento no reparó en Cato y el optio vio que el desasosiego y la frustración recorrían el rostro del tribuno. Desasosiego y frustración, pero no dolor. Entonces Vitelio lo vio y frunció el ceño.

– ¿Qué estás haciendo aquí? Se supone que estás de servicio.

– Yo traje a Niso, señor. -¿Qué le ha ocurrido? -Uno de mis centinelas lo sorprendió intentando cruzar nuestras líneas. No respondió al alto y cuando trató de escapar el centinela lo abatió con la jabalina.

– Eso sí que es mala suerte -dijo Vitelio entre dientes, y luego añadió en voz más alta: Muy mala suerte. No hemos tenido ocasión de interrogarlo y descubrir a qué ha estado jugando desde que desapareció del campamento. ¿Pudo decir algo antes de morir?

– Nada que tuviera sentido, señor. -Ya veo -dijo el tribuno en voz baja. Casi sonó aliviado-. Bueno, será mejor que vuelvas a tu unidad, enseguida.

– Sí, señor. -Cato se puso en pie e intercambió un saludo con el tribuno. Fuera del sofocante calor de la tienda la atmósfera era fresca y húmeda; faltaba poco para que amaneciera. Cato se encaminó hacia el portón de entrada, deseoso de alejarse de Vitelio lo más pronto posible.

Dentro de la tienda, Vitelio se acercó al cuerpo de Niso al que, en aquel momento, los dos ordenanzas frotaban con aceites aromáticos, listo para la cremación. El tribuno recorrió a Niso con la mirada antes de dirigirla a sus ropas y escrutarlas.

– ¿Busca algo, señor? -No, sólo me preguntaba si le habíais encontrado algo… poco usual.

– No, señor, nada fuera de lo corriente. -Entiendo. -Vitelio se rascó el mentón y examinó atentamente la expresión del ordenanza-. Bien, si encontráis algo fuera de lo normal, cualquier cosa, me lo traéis inmediatamente.

Después de que el tribuno se hubiera ido, el otro ordenanza se volvió hacia su amigo.

– ¿Por qué no le dijiste lo del vendaje? -¿Qué vendaje? -El que llevaba puesto. -Bueno, ahora ya no está aquí. Por otro lado, -el ordenanza hizo una pausa para escupir en la esquina de la tienda--, yo no me involucro en los asuntos de los oficiales. Si le cuento lo del vendaje seguro que inmediatamente me veo mezclado en algo. ¿Entiendes?

– Tienes razón.

CAPÍTULO XLIV

Al amanecer cambió la guardia en el fuerte y-Cato condujo a su media centuria cuesta abajo de vuelta al campamento. Se habían terminado los nervios de la vigilancia nocturna y los soldados tenían ganas de pasarse el día descansando, especialmente porque el ejército pronto volvería a ponerse en camino. Todos los rigores de marchar con las mochilas y los arneses totalmente cargados, construir campamentos de marcha y comer interminables platos de gachas de mijo empezarían e nuevo.

Aunque el cielo despejado prometía otro día perfecto, aquella mañana Cato no pudo compartir el despreocupado humor de los demás. Niso estaba muerto. La guerra ya desperdiciaba bastantes vidas humanas sin contar las víctimas de accidentes. Lo que hacía más difícil de soportar la muerte de Niso eran las misteriosas circunstancias de su anterior desaparición. Si lo hubieran matado en combate habría sido triste, mas no inesperado. Pero había algo muy raro en su muerte. Cato desconfiaba de su manera de comportarse en los últimos días que le vio. Necesitaba saber más cosas y en aquel momento la única pista consistía en el vendaje extrañamente marcado que llevaba metido en la túnica. Estaba convencido de que la solución al misterio de alguna u otra manera recaía en Vitelio. El tribuno había persuadido a Niso, lo había transformado y lo había hecho cómplice de la traición, fuera cual fuera, que Vitelio podría estar planeando.

Cato tenía que hablar con alguien. Alguien en quien pudiera confiar y que se tomara sus sospechas en serio. Macro se burlaría de sus temores, o como mucho presentaría una queja formal contra el tribuno. Tenía que ser otra persona… Lavinia. Por supuesto. La iría a buscar, la llevaría a algún lugar tranquilo lejos del campamento y le abriría el corazón.

Se quitó la armadura y las armas, se restregó para quitarse las manchas de sangre de la cara y las manos y se puso una túnica limpia.

Mientras cruzaba el puente se fijó en la frenética actividad del campamento de la orilla derecha: el ejército se estaba preparando para pasar a la ofensiva. Cato tuvo que andar con mucho cuidado entre el enorme bagaje del séquito imperial y de la guardia pretoriana. A diferencia del campamento de la otra orilla, en éste reinaba un ambiente de ansiosa expectación, como si el ejército estuviera a punto de ofrecer una espectacular demostración militar más que de salir a luchar contra un resuelto y peligroso enemigo. Los carros de la corte imperial estaban cargados con mobiliario caro que no estaba diseñado para salir de los tocadores de Roma y que, como consecuencia, se había estropeado. Había enormes arcones de ropa, instrumentos musicales, vajillas decoradas y una plétora de otros artículos de lujo, todos ellos al cuidado de esclavos de casas ricas que viajaban en malas condiciones. Las carretas de las cohortes de la guardia pretoriana estaban abarrotadas de uniformes ceremoniales y pertrechos, listos para la espectacular celebración de la victoria del emperador en Camuloduno.