Cato se abrió paso fuera del parque de vehículos y se encaminó hacia el recinto ocupado por los miembros del séquito imperial. Un portón lo comunicaba con el campamento principal, aunque sólo estaba abierta una de las dos grandes puertas de madera. El paso estaba vigilado por una docena de Pretorianos con su blanco uniforme de campaña y la armadura completa. Cuando Cato se acercó a la puerta abierta, los guardias que había a cada lado cruzaron las lanzas. -¿Propósito de tu visita?
– Ver a una amiga mía. Sierva de la señora Flavia Domitila.
– ¿Tienes un pase firmado por el primer secretario? -No.
– Entonces no entras. -¿Por qué? -Órdenes.
Cato les lanzó una mirada fulminante a los guardias, que se cuadraron y le devolvieron una mirada indiferente, totalmente imperturbables. Cato sabía que no podría convencerlos para que lo dejaran entrar. Los soldados de la guardia pretoriana eran expertos guardianes y obedecían las órdenes al pie de la letra. Lanzarles una sarta de improperios sólo serviría para gastar saliva inútilmente, decidió Cato. Por si fuera poco, el guardia que había hablado con él poseía el físico de gladiador, no era la clase de hombre con el que le gustaría enfrentarse si alguna vez se encontraban fuera de servicio.
Cato se dio la vuelta y volvió paseando al parque de velos. En medio de la confusión de soldados, administrativos y esclavos, dirigió la mirada hacia el otro lado del cercado que rodeaba al séquito del emperador. Había toda una serie de carros que ya habían sido cargados y puestos a un lado, cerca de la empalizada. Había un carro en concreto que le llamó la atención: una cosa pesada con cuatro ruedas abarrotada de tiendas de cuero vivamente decoradas, plegadas y atadas. La carga era tan alta que llegaba al mismo nivel que la empalizada. Cato rodeó el parque de vehículos para así poderse acercar a las carretas sin que lo vieran los guardias. Después de comprobar rápidamente que nadie lo observaba, se deslizó entre los carros cargados y se abrió camino hasta aquel que transportaba las tiendas. Trepó por él, se tumbó en la parte de arriba y sólo levantó la cabeza para mirar detenidamente por encima de la empalizada hacia el recinto donde se hallaban los compañeros de viaje del emperador.
Lejos de las miradas del ejército, la elite de la sociedad romana estaba acampada sin la más mínima concesión a las privaciones de una campaña. Unas tiendas inmensas se extendían por todo el recinto y, a través de las aberturas de las que estaban orientadas de cara a él, en su interior Cato vio revestimientos de ornamentadas baldosas para el suelo y mobiliario caro. A algunos miembros de la corte imperial les habían montado toldos en el exterior de sus tiendas y se hallaban recostados sobre bancos tapizados mientras los esclavos que se habían traído de la ciudad les servían. El centro del recinto se había dejado abierto para que sirviera de espacio social, pero la intensidad de la fiesta de la noche anterior era la causa de que estuviera casi vacío. Cato miró atentamente las pocas figuras que se veían pero ninguna de ellas era Lavinia.
Así que se quedó tumbado en lo alto del carro y esperó, y en algún momento casi se quedó dormido bajo el cálido brillo del sol. Cada vez que una figura femenina salía de alguna tienda, Cato alzaba la cabeza y aguzaba la vista para ver si se trataba de Lavinia.
Y entonces, al fin, no muy lejos de donde estaba, se abrió el faldón de la entrada de una tienda y una esbelta mujer vestida con una diáfana estola de color verde salió rápidamente a la sombra del toldo. Estiró los brazos y bostezó antes de salir a la luz del sol, donde Cato pudo ver su cabellera negro azabache. A Cato le inundó una embriagadora sensación de ligereza. Observó a Lavinia un momento, pendiente de cada uno de sus movimientos cuando se apoyó en el poste que sostenía la parte delantera del toldo y alzó el rostro hacia el sol.
Luego se rascó el trasero y se dio la vuelta para volver a entrar en la tienda. Cato empezó a levantarse, deseoso de que ella lo viera y no se fuera tras aquella breve y seductora aparición. Si ella lo veía, Cato le podría indicar que podían encontrarse fuera del recinto. Cato levantó la mano y estaba apunto de agitarla cuando un movimiento en su visión periférica le llamó la atención.
El tribuno Vitelio cruzaba la puerta del recinto a grandes zancadas. El escalofrío que Cato siempre experimentaba cuando veía a ese hombre le volvió al instante mientras, de forma horriblemente inevitable, el tribuno se dirigió directamente hacia Lavinia, que se encontraba de espaldas a él y no era consciente de que el tribuno se acercaba. Vitelio se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros. Ella giró sobre sus talones con un sobresalto. Cato se puso de rodillas, preparado para salir corriendo a rescatarla sin pensar en la posibilidad de llegar hasta ella en aquel recinto tan bien vigilado. Levantó las manos para llamarla pero, antes de que emitiera un solo sonido, de pronto alguien tiró de él por los pies con gran fuerza y lo sacó de encima del carro.,,Cayó por un lado y fue a parar al suelo con un fuerte golpe que le cortó la respiración. Un par de botas se acercaron pesadamente a su cara y al cabo de un instante fue puesto en pie mientras él trataba de recobrar el aliento como un pez varado en la playa.
– ¿Qué diablos crees que estás haciendo, muchacho? Cato reconoció el rostro del guardia pretoriano de la puerta del recinto. Trató de responder pero la ausencia de aire en sus pulmones hizo que, en lugar de eso, sólo pudiera emitir un resuello.
– ¿Te niegas a responder, eh? Muy bien, veamos si mi centurión te puede soltar la lengua y quizás algunos dientes, ya puestos.
El guardia enroscó el puño en el pelo de Cato y, medio a tirones, medio a rastras, lo llevó por el parque de carros hacia la tienda del cuartel general. Los esclavos y legionarios que cargaban el resto de carretas se detuvieron a observar aquel espectáculo tan poco edificante. Algunos de ellos se rieron y Cato notó cómo se ruborizaba por la vergüenza de ser tratado como un travieso colegial.
CAPÍTULO XLV
– ¿Todo listo? -El general Plautio echó un vistazo a su alrededor. Los últimos oficiales formaban a un lado del camino que iba del puente al campamento principal-. Pues bien, dad la señal.
Sabino hizo un gesto con la cabeza al tribuno del estado mayor a cargo de las comunicaciones, quien gritó una rápida orden a los trompetas y cornetas allí reunidos para que prepararan sus instrumentos de metal. Hubo una breve pausa mientras tomaban aire y fruncían los labios y luego, tras contar mentalmente hasta tres, una nota ensordecedora atravesó el río como un trueno. Aun estando entrenados para la batalla, los caballos del Estado Mayor se movieron inquietos al oír el estruendo y las filas bien ordenadas de oficiales superiores se desbarataron momentáneamente. En la otra orilla del río los bronces de las cohortes de la guardia pretoriana respondieron a la señal.
– Vamos allá -dijo Plautio entre dientes.
Las blancas figuras de las primeras filas de pretorianos salieron del otro campamento y, con toda la precisión de un desfile, marcharon hacia el puente a paso militar. Los bruñidos cascos de bronce refulgían bajo el brillante sol de la mañana en vívido contraste con las oscuras nubes que se iban acercando poco a poco desde el sur. La brisa era tranquila y húmeda antes de la tormenta que se avecinaba.