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– Ojalá no marcharan al paso -se quejó el prefecto de los zapadores-. No es bueno para mi puente. Cualquier idiota sabe que las tropas deben romper el paso al cruzar por un puente.

– ¿Y arruinar el efecto estético? -replicó Vespasiano-. Narciso no lo toleraría. Tú reza para que no haga marchar al paso a los elefantes.

El zapador se sobresaltó, alarmado, ante aquella posibilidad, pero se tranquilizó al darse cuenta de que el legado estaba siendo irónico.

– Lo último que necesitamos es una campaña truncada -bromeó Vitelio, y los oficiales superiores hicieron una mueca.

La larga columna blanca se extendió a lo largo del puente como una enorme oruga hasta que por fin la cabeza llegó a la orilla norte y empezó a subir por la pendiente hacia el portón principal.

– ¡Vista… a la derecha! -bramó el primer centurión mientras conducía a sus hombres junto al general y su Estado Mayor. Con perfecta sincronización, los pretorianos volvieron la cabeza de golpe mientras que los soldados de la derecha, que marcaban la posición, seguían con la vista al frente para asegurarse de que se mantuviera debidamente la alineación. El general Plautio saludó con aire de gravedad al tiempo que las centurias pasaban por delante a paso rápido.

Al otro lado de la puerta principal se hallaba formado el resto del ejército, listo para avanzar hacia el enemigo. Las cohortes pretorianas encabezarían la ofensiva en territorio hostil. Su privilegiada posición en cabeza de la línea de marcha implicaba que el polvo levantado por el paso de miles de botas claveteadas no les obstruiría la garganta ni les ensuciaría las radiantes túnicas y escudos. Al otro extremo del puente se hizo un pequeño hueco en la columna y entonces apareció una ondulante barrera de color escarlata y oro cuando los estandartes del ejército salieron a paso decidido. Por detrás, dominando sobre ellos, iba el primero de los elefantes, lujosamente engalanado, que llevaba al emperador.

– Ahora veremos lo buen zapador que eres -dijo Plautio al tiempo que observaba con interés el puente a la espera de los primeros indicios de derrumbamiento. A su lado, el prefecto de los zapadores parecía consternado ante la posibilidad de que un hundimiento imperial encontrara la manera de Introducirse en su currículum vitae.

El bamboleante avance de los elefantes ofrecía un espectáculo peculiar tras la rígida regularidad de las cohortes pretorianas y, para alivio del prefecto, la línea de enormes bestias ~ iba en absoluto sincronizada y el puente permaneció estable. Tras el último elefante se abrió un espacio. El séquito Imperial y sus carros viajarían con el resto del convoy de bagaje a la retaguardia del ejército, y no se pondrían en marcha hasta al cabo de unas horas.

Pasó el último de los estandartes y entonces el emperador salió del puente y el conductor del elefante le dio unos golpecitos al animal a un lado de la cabeza para hacer que se detuviera frente a Plautio y sus oficiales.

– Buenos días, César. -General. -Claudio saludó con un movimiento de la cabeza-. Confío en que no haya p-problemas con el avance. -Ninguno, César. Su ejército está formado y listo para seguirle hacia una gloriosa victoria. -Era una frase trillada y Vespasiano se esforzó para contener una expresión divertida, pero el emperador pareció tomárselo en serio.

– ¡Estupendo! ¡Maravilloso! Me muero de ganas de caer sobre esos britanos. ¡Démosles una fuerte dosis de acero roromano! ¿Eh, Plautio?

– Bueno, sí, claro que sí, César. El último de los elefantes se detuvo y Narciso se acercó a caballo. Iba a lomos de un pequeño pony que se sobresaltó, nervioso, cuando uno de los elefantes levantó la cola y depositó un pequeño montículo justo en su camino. El primer secretario esquivó rápidamente el desagradable obstáculo y siguió trotando hasta situarse al lado de la bestia en la que iba su señor.

_¡Ah! Estás ahí, Narciso. ¡Ya era hora! Creo que ahora me trasladaré a la silla de manos.

– ¿Está seguro, César? Piense en la heroica imagen que ofrece ahí arriba sobre una bestia tan magnífica. ¡Un auténtico dios conduciendo a sus hombres a la guerra! ¡Qué estampa tan inspiradora para los soldados!

– No, cuando este es-estúpido elefante me haga vomitar no lo será. ¡Conductor! Haga descender a este animal ahora mismo.

Después de su última experiencia al desmontar de un paquidermo, Claudio se agarró con fuerza a los brazos de su trono y se echó hacia atrás tanto como pudo cuando las patas delanteras del elefante se doblaron. De nuevo a salvo en tierra firme, el emperador miró al animal con desaprobación. _¡No sé cómo se las arreglaba ese sinvergüenza de A-Aníbal! Bueno, Narciso. Que me traigan la litera enseguida.

– Sí, César. Haré que la vayan a buscar inmediatamente al convoy de bagaje.

– ¿Qué hace otra vez allí?

– Usted mismo lo ordenó, César. Quizá recuerde que tenía intención de encabezar el avance a lomos de un elefante.

– ¿Ah sí? -Quería «ser más Aníbal que Aníbal». ¿Se acuerda, César? -¡Hum! Sí. Bueno, eso era ayer. Además -Claudio señaló hacia el sur-, no me apetece tener que aguantar encima de un e-e-elefante cuando todo eso estalle.

Narciso se volvió para mirar las negras nubes que avanzaban en grandes cantidades hacia el Támesis. Un fogonazo de luz blanca proveniente de su interior los iluminó y, momentos después, un profundo estruendo retumbó en dirección al campamento romano.

– La litera, por favor, Narciso. Lo más rápido que puedas. -Enseguida, César. Mientras el primer secretario se apresuró a pasar las líneas traseras, el emperador se puso a observar con el ceño fruncido la tormenta que se avecinaba, como si su desagrado fuera a desviarla. Una irregular línea blanca descendió hasta clavarse en el pantano a una corta distancia río arriba y un sonido terrible, como de metal al romperse, atravesó el aire.

Sabino maniobró su caballo para situarse junto a su hermano.

– No podía fallar, maldita sea -dijo en voz baja--. No levantamos el culo durante casi dos meses esperando al emperador con un sol glorioso y en cuanto reanudamos la ofensiva se nos viene encima una tormenta.

Vespasiano soltó una queda y amarga risita al tiempo que `asentía con la cabeza. -Y no hay esperanzas de que nos paremos a esperar a 'que amaine, supongo. -Ninguna, hermano. Hay un buen trecho que recorrer en esta campaña y Claudio no osa estar ausente de Roma más tiempo del absolutamente necesario. El avance sigue adelante haga el tiempo que haga.

– ¡Oh, mierda! -Vespasiano notó una gota en la mano.

A continuación se oyó el suave golpeteo de las pesadas gotas de lluvia sobre los cascos y escudos. Por toda la ancha superficie del Támesis, un frente gris se extendía hacia la orilla izquierda. De pronto el aguacero empezó en serio, cruzando el aire con un siseo y repiqueteando sobre cualquier superficie. Con la lluvia se levantó una ligera brisa que zarandeó las ramas de los árboles en los bosquecillos cercanos y agitó las gruesas capas militares de los oficiales cuando éstos se apresuraron a envolverse en ellas. Claudio levantó la vista hacia el cielo justo cuando un relámpago estallaba sobre el mundo con una deslumbrante cortina de luz blanca y la enojada expresión de su rostro se heló durante el más breve de los instantes.

– ¿Crees que esto podría ser un presagio? -preguntó Sabino medio en serio.

– ¿Qué clase de presagio? -Una advertencia de los dioses. Una advertencia sobre el resultado de esta campaña, quizás.

– ¿O una advertencia dirigida a Claudio? -Vespasiano se volvió para intercambiar una mirada de complicidad con su hermano mayor.

– ¿De verdad lo crees? -Tal vez. O puede que sólo sea una señal de los dioses anunciando que va a llover a cántaros unos cuantos días.

La desaprobación de Sabino por aquella despreocupada manera de mofarse de la superstición se hizo evidente por su ceño fruncido. Vespasiano se encogió de hombros y se volvió para observar al emperador, que le gritaba algo al cielo. Sus palabras quedaban ahogadas por el estrépito de los truenos y el golpear de la lluvia. Los elefantes se empujaban nerviosamente unos a otros a pesar de los mejores esfuerzos de sus conductores, y la agitación de aquellas enormes bestias estaba empezando a afectar a los caballos. _¡Sacadlos de aquí! -les gritó Plautio a los conductores-. ¡Apartadlos del camino! ¡Rápido! ¡Antes de que perdáis el control sobre ellos!