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Los conductores de los elefantes percibieron el peligro, así que les dieron patadas con los talones frenéticamente y apearon las arrugadas calvas grises de sus monturas hasta que las bestias se apartaron del camino pesadamente y se dirigieron hacia el borde del río, alejándose del puente todos apiñados.

Claudio dejó de reprender a los dioses y se encaminó por el sendero hacia los oficiales a caballo.

– ;Dónde está mi co-condenada litera? -Ya viene, César -respondió Narciso a la vez que señalaba en dirección al puente, que en ese momento era cruzado al trote por una docena de esclavos cargando una enorme silla de mano dorada de dos plazas. Cuando la litera llegó a la orilla más cercana, por el sendero bajaban unos pequeños arroyos y lo que momentos antes era una superficie seca y dura se había vuelto resbaladiza. Los porteadores trataban con todas sus fuerzas de no perder el equilibrio mientras se dirigían hacia el emperador, el cual los aguardaba con furiosa impaciencia. Cuando alcanzaron terreno llano aceleraron el paso y rápidamente dejaron la litera en el suelo junto al emperador.

– ¡Ya era hora! -Claudio estaba empapado, tenía el ralo cabello cano pegado a la cabeza en desordenados mechones ,su capa, que antes era de un intenso color púrpura, se había oscurecido y colgaba en húmedos pliegues por encima de sus hombros. Con una última e iracunda mirada hacia los cielos se metió en la litera. A través de las cortinas llamó al general Plautio.

– ¿Sí, César? -¡Pongámonos en marcha! Este ejército se-seguirá con la ofensiva tanto si llueve como si hace sol. ¡E-e-encárguese de ello! -¡César!

Con un rápido movimiento de la mano Plautio hizo una señal a sus oficiales allí congregados, los cuales dieron la vuelta a sus caballos y, formando una tosca columna, se dirigieron a sus unidades para prepararse para el avance. Sabino siguió cabalgando junto a su hermano menor con la cabeza metida entre los pliegues de su capa. La cimera de ceremonia de su yelmo estaba empapada y colgaba de manera lamentable de su soporte. A su alrededor arreciaba la lluvia, acompañada de frecuentes destellos brillantes seguidos de oscuridad y de truenos ensordecedores que hacían temblar a la mismísima tierra. No era difícil darse cuenta de que la tormenta había estallado justo cuando el ejército abandonaba el campamento, como una señal de que los dioses no aprobaban el avance sobre Camuloduno. Sin embargo, los sacerdotes del ejército habían leído las entrañas al alba y el suelo había dejado ir libremente los estandartes cuando los abanderados de la legión habían ido a recogerlos de su santuario. A pesar de estos contradictorios indicios de favor divino, Claudio había ordenado de todas formas que el ejército avanzara según la estrategia que les había resumido a sus oficiales superiores. Sabino estaba preocupado.

– Lo que quiero decir es que incluso yo sé que deberíamos reconocer el terreno por delante de la línea de avance.

Estamos en territorio enemigo y quién sabe las trampas que Carataco puede habernos preparado. El emperador no es un soldado. Lo único que sabe sobre la guerra es lo que ha aprendido en los libros, no de su experiencia en el campo de batalla. Si nos limitamos a seguir adelante a ciegas hacia el enemigo, nos estamos buscando problemas.

– Sí.

– Alguien tiene que intentar razonar con él, sacarlo del error. Plautio es demasiado débil para poner objeciones y el emperador considera que Hosidio Geta es un idiota. Tiene que ser otra persona.

– Por ejemplo yo, supongo.

– ¿Por qué no? Parece que le caes bastante bien y gozas del respeto de Narciso. Podrías tratar de que adoptara una estrategia más segura.

– No -respondió Vespasiano con firmeza--. No voy a hacerlo.

– ¿Por qué, hermano? -Si el emperador no quiere escuchar a Plautio, difícilmente va a escucharme a mí. Plautio está al mando del ejército. Abordar al emperador es cosa suya. Y no hablemos más del asunto.

Sabino abrió la boca con la intención de hacer otro intento para persuadir a su hermano, pero la expresión petrificada del rostro de Vespasiano, que conocía desde la niñez, lo desalentó. Cuando Vespasiano decidía que un asunto estaba zanjado, no había manera de hacerle cambiar de opinión, e intentarlo sería perder el tiempo. A lo largo de los años Sabino se había acostumbrado a verse frustrado por su hermano menor; además, había llegado a darse cuenta de que Vespaciano era una persona más capaz que él. Eso no quería decir que Sabino hubiera llegado a admitirlo, y siguió haciendo su papel de hermano mayor y más sabio lo mejor que pudo. Aquellos que llegaban a conocer bien a los dos hermanos no podían evitar establecer una contundente comparación entre la calmada competencia y férrea determinación del joven Flavio y la nerviosa y tensa superficialidad de Sabino, demasiado dispuesta a complacer a los demás.

Vespasiano guió a su caballo para que siguiera a los otros oficiales colina arriba hacia la puerta principal. Se alegró de que su hermano se hubiera callado. Era cierto que Plautio y:Vas legados se habían preocupado muchísimo por la excesivamente atrevida estrategia que les había resumido un excitado emperador. Claudio había hablado y hablado, y su tartamudeo fue empeorando mientras daba una larga conferencia en la que divagó sobre historia militar y la genialidad de la audaz y directa ofensiva. Al cabo de un rato Vespasiano había dejado de escuchar y empezó a pensar en asuntos más personales. Tal como siguió haciendo ahora.

A pesar de las protestas de Flavia, todavía no podía librarse de la sospecha de que ella estaba relacionada con los Libertadores. Se habían dado demasiadas coincidencias y oportunidades para la conspiración en los últimos meses para que él se limitara a desestimarlas basándose en la palabra de su esposa. Y eso hacía que se sintiera peor aún por todo el asunto. Habían intercambiado un voto privado de fidelidad en todas las cosas cuando se habían casado, y su palabra debía bastarle. La confianza era la raíz de cualquier relación y debía crecer con fuerza para que la relación se desarrollara y madurara. Pero sus dudas roían aquella raíz y, mientras la iban carcomiendo insidiosamente, se abrían paso a través de los lazos entre marido y mujer. No tardó mucho en comprender que debía enfrentarse a ella y hablarle sobre la amenaza al emperador que había llegado a oídos de Adminio. Por lo tanto, aquel asunto no dejaría de ser, una y otra vez, un asunto que se interpondría entre él y Flavia, hasta que hubiera logrado apartar de sí el más mínimo ápice de duda e incertidumbre… o hasta que descubriera las pruebas de su culpabilidad.

– Debo regresar a mi legión -anunció Vespasiano-. Cuídate.

– Que los dioses nos protejan, hermano. -Preferiría que no tuviésemos que contar con ellos -dijo Vespasiano, y le dedicó una sonrisa-. Ahora estamos en manos de mortales, Sabino. El destino no es más que un espectador.

Clavó los talones en su montura y la puso al trote, y pasó junto a las apiñadas líneas de legionarios que iban chapoteando hacia Camuloduno. En algún lugar por delante de ellos Carataco estaría esperando con un nuevo ejército que habría reunido durante el mes y medio de gracia que Claudio le había dado. En aquella ocasión el jefe de los guerreros Británicos iba a combatir frente a su capital tribal y los dos ejércitos se enzarzarían en la más amarga y terrible batalla de campaña.

CAPÍTULO XLVI