Al anochecer se encendieron las hogueras y, en la creciente penumbra, unas alfombras gemelas de destellos anaranjados se extendían una frente a otra por el valle poco profundo y el humo de las llamas emborronaba el aire por encima de cada uno de los ejércitos. Vespasiano había dado la orden de que a sus hombres se les diera una ración extra de carne para que se llenaran el estómago antes de la batalla que se preparaba y los legionarios se acomodaron agradecidos para comer el estofado de ternera salada y cebada mientras caía la noche. Cato estaba limpiando los restos de su estofado con una galleta cuando percibió un extraño sonido que el aire transportaba débilmente. Era un canturreo que iba aumentando de volumen y terminaba en un rugido acompañado por un apagado traqueteo. Se volvió hacia Macro, que se había terminado su plato con una voraz eficiencia y estaba tumbado boca arriba sacándose trozos de carne de entre los dientes con una ramita.
– ¿Qué pasa allí, señor? -Bueno, a mi me parece que tratan de crear un poco de fiebre de batalla.
– ¿Fiebre de batalla? -Claro. Saben que tienen las de perder. Hasta el momento les hemos dado una buena paliza en cada combate. No tendrán la moral muy alta, así que Carataco hará todo lo que pueda para hacer que peleen duro.
Un nuevo rugido surgió del campamento enemigo, y a continuación hubo otro rítmico traqueteo.
– ¿Qué es ese ruido, señor? -¿Eso? Es el mismo truco que utilizamos nosotros. Una espada dando golpes contra un escudo. Haces que todo el mundo golpee al mismo ritmo y eso es lo que suena. Se supone que así el enemigo se caga de miedo. Al menos esa es la idea. Personalmente, a mí lo único que me da es dolor de cabeza.
Cato se terminó el estofado y dejó el plato de campaña en el suelo junto a él. El contraste entre los dos campamentos lo inquietaba. Mientras que el enemigo parecía estar realizando una especie de salvaje celebración, las legiones se estaban acomodando para pasar la noche, como si el día siguiente sólo fuera un día más.
– ¿No deberíamos hacer algo con ese grupo? -¿Como qué? -No sé. Algo que les aguara la fiesta. Algo para desconcertarlos.
– ¿Para qué molestarse? -dijo Macro con un bostezo-. Deja que se diviertan. No supondrá ninguna diferencia cuando nuestros muchachos los ataquen mañana. Simplemente estarán más cansados que nosotros.
– Supongo que sí. -Cato se chupó las últimas gotas de estofado que tenía en los dedos. Arrancó un poco de hierba y limpió su plato de campaña-. ¿Señor?
– ¿Qué quieres? -replicó Macro con voz soñolienta. -¿Cree que el convoy de bagaje podrá alcanzarnos hoy? -No veo por qué no. Hoy no ha llovido. ¿Por qué lo preguntas?
– Esto… sólo pensaba si mañana tendríamos el apoyo de los proyectiles.
– Si Claudio es sensato, tendremos todo el apoyo que podamos conseguir contra esas fortificaciones.
Cato se puso de pie. -¿Vas a alguna parte? -A las letrinas. Y tal vez dé un paseo rápido antes de volver, señor.
– ¿Un paseo rápido? -Macro volvió la cabeza a un lado y susurró a Cato-. ¿No has tenido suficiente con las caminatas de los últimos días?
– Sólo necesito despejarme la cabeza, señor. -De acuerdo entonces. Pero te hace falta una buena noche de descanso de cara a mañana.
– Sí, señor. Cato se fue paseando hacia el centro del campamento. Si el convoy de bagaje hubiera alcanzado ya al ejército, tal vez pudiera ver a Lavinia. En esa ocasión no habría cerca que lo detuviera. Unos cuantos guardias, quizá, pero podía confundirlos fácilmente en la oscuridad. Y entonces podría estrechar de nuevo en sus brazos a Lavinia y oler el aroma de su cabello. Esa posibilidad lo llenaba de ansiosa expectativa y aceleró el paso al subir por la vía Pretoria en dirección a las tiendas del legado. El brío con el que caminaba lo hizo avanzar con tal ímpetu que casi tiró al suelo a una figura que salió de pronto por debajo del faldón de una tienda y se puso directamente en su camino. Así que chocaron, y Cato se dio un fuerte golpe en la barbilla contra la cabeza de la otra persona.
– ¡Ay! ¡Maldito estúpido… Lavinia! Al tiempo que se frotaba la cabeza, Lavinia lo miró con ojos de par en par.
– ¡Cato! -Pero… qué… -farfulló mientras la sorpresa superaba SU locuacidad-,. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has llegado? -añadió al recordar los caminos embarrados que habían hecho que los carros de bagaje encallaran.
– Con el convoy de los proyectiles. En cuanto pudieron avanzar, mi señora Flavia dejó su carro para seguir adelante con el resto y los soldados de una catapulta nos llevaron. ¿Qué te ha pasado en la cara?
– Alguien tropezó conmigo, unas cuantas veces. Pero ahora no importa. -Cato quería estrecharla en sus brazos, pero la expresión distante y extraña que había en su mirada lo disuadió-. ¿Lavinia? ¿Qué ocurre?
– Nada. ¿Por qué? -Pareces distinta. -¡Distinta! -Soltó una risa nerviosa-. ¡Tonterías! Sólo estoy ocupada. Tengo que hacer un recado para mi señora.
– ¿Cuándo podré verte? -Cato se arriesgó a cogerle la mano.
– No lo sé. Ya te encontraré. ¿Dónde están vuestras tiendas?
– Allí -señaló Cato-. Sólo tienes que preguntar por la sexta centuria de la cuarta cohorte. -La repentina imagen de Lavinia deambulando entre las ensombrecidas tiendas y rodeada por miles de hombres hizo que se preocupara por su seguridad-. Sería mejor que te esperara aquí.
– ¡No! Ya vendré yo a buscarte, si tengo tiempo. Pero ahora debes marcharte. -Lavinia se inclinó hacia delante y le dio un rápido beso en la mejilla antes de apretarle la mano con firmeza contra el pecho-. ¡Vamos!
Confundido, Cato retrocedió lentamente. Lavinia esbozó una sonrisa nerviosa y le hizo un gesto para que se alejara, como si estuviera bromeando, pero había una intensidad en su mirada que hizo que Cato se sintiera frío y atemorizado. Asintió con la cabeza, se dio la vuelta y se alejó, torció por la esquina de una hilera de tiendas y desapareció.
En cuanto las tiendas lo ocultaron a sus ojos, Lavinia se dio la vuelta y se apresuró a bajar por la vía Pretoria, a lo largo de la línea de antorchas que se alejaban de las tiendas del legado.
Si hubiera esperado un momento tal vez hubiese visto que Cato echaba un cauteloso vistazo desde la línea de tiendas. Vio que ella casi corría en dirección opuesta y, cuando estuvo seguro de que podía mantenerse oculto entre las sombras a ese lado de la vía Pretoria, la siguió, caminando sin hacer ruido entre tienda y tienda, sin perderla de vista. No fue muy lejos. justo a la primera de las seis grandes tiendas de los tribunos de la segunda legión. La fría preocupación que había sentido hacía tan sólo un momento se convirtió en un escalofriante y gélido horror cuando vio que Lavinia levantaba con atrevimiento el faldón de la tienda de Vitelio y entraba en ella.