Vespasiano esperó junto a la mesa de los mapas, resuelto a dar su opinión, y no hizo caso de la mirada de advertencia y las señas que le dirigió Sabino, el cual se había detenido brevemente en el umbral. Al final sólo quedaron Vespasiano, Plautio, el emperador y su liberto.
– Me imagino que desaprueba mi plan, legado. -César -empezó a decir Vespasiano con cautela-, el plan es excelente. Quiere llevar a cabo esta guerra como un relámpago y abatir al enemigo con una deslumbrante ofensiva que lo aplastará antes de que pueda reaccionar. ¿Quién no querría luchar una guerra de este modo? Pero… -Miró a su alrededor para calibrar las expresiones de los rostros vueltos hacia él.
– Continúa, por favor -dijo Narciso con frialdad-. Tu silencio es atronador, ¿pero?
– El problema radica en el enemigo. Estamos dando por supuesto que se limitará a quedarse sentado en esas colinas para defenderlas. ¿Y si tienen tropas ocultas en el bosque? ¿Y si…
– Ya hemos hablado de esto, Vespasiano -respondió Narciso, como si le explicara algo una vez más a un colegial particularmente burro-. Los exploradores dicen que el bosque es infranqueable.
– Pero, ¿y si se equivocan? -¿Y si se equivocan? -lo imitó Narciso-. ¿Y si hay cuadrigas ocultas en zanjas esperando a saltar sobre nosotros en cuanto nos acerquemos? ¿Y si tienen a miles de soldados escondidos en los pantanos? ¿Y si se han aliado en secreto con una tribu de amazonas que alejen las ideas de invasión y conquista del pensamiento de nuestros hombres?
Su tono socarrón enfureció a Vespasiano. ¡Cómo se atrevía ese idiota a mostrar tanto desdén!
– Se ha reconocido el terreno a conciencia -siguió diciendo Narciso-. Conocemos las posiciones del enemigo, sabemos cómo aprovecharnos de nuestros puntos fuertes y de sus debilidades, hemos vencido a Carataco anteriormente y volveremos a hacerlo. En cualquier caso, ya se han dictado todas las órdenes, por lo que ahora es demasiado tarde para cambiar las cosas.
Plautio cruzó la mirada con Vespasiano y sacudió la cabeza para impedir cualquier otra polémica. La palabra del emperador era la ley, para los soldados aún más que para la mayoría, y no se podía discutir eso. Si Claudio deseaba librar esa guerra relámpago no había nadie que pudiera detenerle… excepto los britanos.
CAPÍTULO XLVIII
La humedad de los últimos días y la proximidad del pantano y el río se combinaban para producir una neblina especialmente espesa que era más densa en el valle poco profundo que se extendía entre los dos ejércitos. Mucho antes de que el sol saliera y tiñera de naranja las lechosas espirales de nieve, los legionarios ya se habían vestido y habían comido y marchaban a ocupar sus posiciones para la batalla que se preparaba. De cada uno de los flancos de las cohortes pretorianas llegaba el ruido metálico de las catapultas cuando los soldados tiraban de las palancas de torsión y los trinquetes caían sobre las ruedas dentadas. Unos pequeños braseros refulgían mientras se preparaban los proyectiles incendiarios. Mucho más a la derecha se hallaban los elefantes, todos juntos, realmente nerviosos a causa de las pálidas volutas de niebla que los rodeaban por los cuatro costados.
Sobre un pequeño montículo cubierto de hierba situado justo en el exterior del campamento romano, el emperador y su Estado Mayor aguardaban las noticias sobre los preparativos de la batalla. Por debajo de ellos la niebla cubría la mayor parte del ejército romano y sólo unos vagos fragmentos de órdenes dadas a gritos, el chacoloteo de los cascos de los caballos y el traqueteo del equipo indicaban la presencia de miles de hombres. Un continuo torrente de mensajeros iba y venía mientras Plautio trataba de coordinar su ejército invisible. Afortunadamente, había previsto que aquella mañana habría niebla y durante la noche había ordenado a los zapadores que colocaran estacas para marcar la posición inicial de cada unidad. Aun así, el alba llegó y se fue y el sol ya estaba bastante alto en el horizonte antes de que se convenciera de que el ejército estaba en posición y listo para el ataque.
– César, las águilas aguardan sus órdenes -anunció por fin. -Bueno, pues sigamos adelante con ello, ¿no? -replicó Claudio, irritado por el retraso; no formaba parte de su plan de batalla.
– Sí, César. -Plautio le hizo un gesto con la cabeza al tribuno encargado de las señales para que indicara el inicio del ataque. Todo el conjunto de trompetas del cuartel general atronó a la vez por el valle con un sonido ligeramente amortiguado por la pegajosa atmósfera. Casi al instante los cuernos de guerra britanos empezaron a retumbar su desafiante respuesta y entre el ruido, y cada vez más fuertes, llegaron los gritos de entusiasmo y los abucheos de los guerreros britanos que había en las colinas. Abajo, entre la niebla, un agudo y rítmico repiqueteo llegó a oídos de los oficiales del Estado Mayor romano. El ruido aumentó de volumen y se extendió a lo largo de todo el frente romano.
– ¿Qué es este barullo? -preguntó Claudio con brusquedad.
– Son nuestros soldados que se anuncian, César. Golpean los escudos con sus jabalinas. Eso hace que se sientan bien y asusta al enemigo.
– A mí no-no me parece que estén demasiado asustados. -Claudio señaló hacia el otro lado del valle con un gesto de la cabeza.
– Bueno, entonces será sólo en beneficio de nuestros hombres, César.
– ¡Es un maldito fastidio!
Una serie de fuertes chasquidos sonaron entre la niebla y una descarga de proyectiles incendiarios pasó zumbando sobre las defensas enemigas describiendo unos arcos llameantes antes de estrellarse contra la empalizada. Chispas, fragmentos de madera y trozos de persona salieron volando en todas direcciones cuando los pesados proyectiles dieron en el blanco. Los gritos de guerra de los britanos cesaron bruscamente, pero había alguien en el otro lado que conocía el peligro de quedarse allí quieto y recibir un castigo como aquél en silencio. Uno a uno los cuernos de guerra retornaron su bramido de guerra una vez más, a los que se unieron rápidamente los gritos de los guerreros situados tras las defensas.
Desde su posición junto a la zanja del campamento romano, los hombres de la segunda legión estaban bien situados para ver el castigo aéreo. Las catapultas lanzaban proyectiles constantemente y, por encima de las defensas britanas, las bolas en llamas y las estelas de humo oscuro surcaban continuamente el aire. Ya se había iniciado una serie de pequeños incendios y unas espesas manchas de humo se elevaban sobre las lejanas colinas. -Pobres diablos. -Macro sacudió la cabeza-. No me gustaría estar allí ahora mismo.
Cato miró de soslayo a su centurión, sorprendido ante aquella muestra de empatía por el enemigo.
– Tú nunca has visto lo que puede hacer un proyectil de catapulta, ¿verdad, muchacho?
– He visto las consecuencias, señor. -No es lo mismo. Tienes que estar en el lado donde caen esas cosas para apreciar del todo el efecto.
Cato miró las llamas y el denso humo negro que había en la loma de enfrente y esperó que los britanos tuvieran el sentido común de darse la vuelta y echar a correr. Durante las últimas semanas, las batallas que había llegado a valorar más eran las que a su término dejaban un menor número de muertos y heridos. Pero aquel día ya no le importaba. Tras haber visto a Lavinia la noche anterior, su corazón estaba atrapado en una fría desesperación que hacía que la vida le pareciera totalmente carente de sentido.