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Los britanos eran una gente dispuesta a todo y levantaron sus estandartes de cola de serpiente sobre sus defensas. La ausencia de brisa hacía que los portaestandartes tuvieran que agitar los estandartes de un lado a otro para que se vieran completamente sus colas que, en la distancia, parecían frenos retorciéndose sobre un plato caliente.-¡Ahí van los pretorianos! -Macro señaló hacia el pie de la colina., Allí donde la niebla empezaba a disiparse apareció una irregular línea de soldados que marchaban con sus yelmos de cresta blanca. Luego se vieron sus albas túnicas que salían de entre la niebla. Cuando la primera oleada de soldados quedó a la vista se les dio el alto y los oficiales alinearon las tropas; entonces, con una perfecta precisión militar, los pretorianos avanzaron hasta la primera línea de defensas;: una serie de zanjas. La segunda línea ya emergía de la niebla. Los disparos de las catapultas disminuyeron y finalmente cesaron cuando a los encargados de las máquinas les llegó el aviso de que los pretorianos se aproximaban al enemigo.

En cuanto los britanos se dieron cuenta de que había pasado el peligro de las catapultas, volvieron a apiñarse en su empalizada y empezaron a lanzar una lluvia de flechas y proyectiles de honda sobre los romanos mientras éstos subían, no sin dificultad, por la empinada pared de la primera zanja. Se abrieron pequeñas brechas en las líneas de las cohortes que iban en cabeza, pero la implacable disciplina del ejército romano demostró su valía cuando se volvió a formar la línea al instante y se llenaron los huecos. Pero los terraplenes de las zanjas ya estaban salpicados con los cuerpos de uniforme blanco de los que habían sido abatidos. Los soldados de la primera línea treparon para salir de la última zanja, volvieron a formar bajo un fuego intenso e iniciaron el ascenso de la última pendiente hacia la empalizada. De pronto, a lo largo de todo el palenque, empezó a salir humo que se elevaba en el aire y, momentos después, unos bultos ardiendo se alzaron con la ayuda de largas horcas y fueron lanzados al otro lado. Rebotaron por la empinada cuesta hacia abajo al tiempo que arrojaban chispas en todas direcciones antes de chocar contra las líneas romanas y hacer que los pretorianos se dispersaran.

– ¡Ay! -dijo Cato entre dientes-. Eso es una canallada. -Pero es efectivo. De momento. No obstante, no me gustaría ser un britano cuando esos pretorianos lleguen hasta ellos.

– Con tal de que nos dejen bastantes para vender como esclavos…

Macro soltó una carcajada y le dio una palmada en el hombro.

– ¡Ahora piensas como un soldado!

– No, señor. Sólo pienso como alguien que necesita dinero -replicó Cato lacónicamente.

– ¿Dónde se han metido esos elefantes? -Macro forzó la vista para intentar percibir algún movimiento en el distante flanco derecho de las líneas romanas-. Tu vista es mejor que la mía.

¿Ves algo? Cato miró pero no vio nada que perturbara el níveo banco de niebla que se cernía sobre el pantano y sacudió la cabeza en señal de negación.

– Eso de usar elefantes es una maldita tontería. -Macro escupió al suelo-. Me pregunto quién fue el imbécil al que se le ocurrió la idea.

– Tiene la pinta de ser cosa de Narciso, señor. -Cierto. ¡Mira! ¡Ya entra la guardia! Los pretorianos habían llegado a la empalizada y logrado echar abajo unos cuantos tramos. Mientras Cato y Macro observaban, sus delgadas jabalinas cayeron sobre los defensores antes de que éstos pudieran desenvainar las espadas y se abrieron camino a través de las brechas.

– ¡Ánimo, pretorianos, a por ellos! -gritó Macro, como si sus palabras fueran a llegar al otro lado del valle-. -¡A por ellos!

El entusiasmo del centurión era compartido por aquellos que estaban en el montículo cubierto de hierba. Los oficiales estiraban el cuello para intentar ver mejor el lejano asalto. El emperador daba brincos sobre su montura con júbilo desenfrenado mientras las cohortes pretorianas cargaban contra el objetivo. Tanto era así que se le había olvidado la siguiente fase de su propio plan de batalla.

– ¿César? -interrumpió Plautio. -¡Vaya! ¿Y ahora qué pasa? -¿Doy la orden para que avancen las legiones? -¿Qué? -Claudio frunció el ceño antes de recordar los detalles necesarios-. ¡Por supuesto! ¿Por qué no se ha-ha dado ya? ¡Adelante, hombre! ¡Adelante!

Se hizo sonar la orden de avance, pero la niebla ocultaba cualquier señal de que se estuviera llevando a cabo hasta que, por fin, las primeras filas de la novena legión aparecieron como formas espectrales y surgieron gradualmente a la vista en la distante loma. Una tras otra, las cohortes sortearon las zanjas con exasperante lentitud, o al menos eso parecía visto desde el montículo. Algunos de los oficiales intercambiaban nerviosamente algunas palabras en voz baja mientras contemplaban el avance. Algo iba mal. Las filas de retaguardia de las cohortes pretorianas todavía eran visibles en lo alto de la empalizada. A esas alturas deberían haber avanzado más, pero parecía que se hubiesen parado en seco a causa de algo que no era visible desde aquel lado de las colinas. Los primeros legionarios de la novena ya se encontraban entre las últimas filas de pretorianos y las oleadas de cohortes que venían detrás seguían emergiendo de entre la niebla y avanzaban cuesta arriba.

– ;No se armará un poco de lí-lío si esto sigue así? -preguntó el emperador.

– Me temo que sí, César.

– ¿Y por qué no hay nadie que haga nada? -Claudio miró a sus oficiales de Estado Mayor allí reunidos. Le dirigió una mirada perpleja a uno de ellos-. ¿Y bien?

– Mandaré a alguien que averigüe el motivo del retrazo, César. ~¡No te molestes! -replicó Claudio con vehemencia--. Si quieres que algo se haga como es de-de-debido tienes que hacerlo tú mismo. -Agarró las riendas con fuerza, clavó los talones en los flancos de su caballo y descendió por el montículo hacia la niebla.

– ¡César! -gritó Narciso con desesperación-. ¡César! ¡deténgase!

Cuando Claudio salió a caballo de esa forma inconsciente, Narciso soltó una maldición y se volvió rápidamente a los otros oficiales que observaban asombrados los acontecimientos.

– ¿Y bien? ¿A qué esperáis? Allí va el emperador y a donde él va, le sigue su Estado Mayor. ¡Vamos!

Mientras el emperador desaparecía entre la niebla, sus oficiales salieron tras él en tropel y trataron desesperadamente de no perder de vista al gobernante del Imperio romano, que se precipitaba hacia el peligro.

– ¿Qué demonios está ocurriendo? -preguntó Vespasiano. Estaba de pie junto a su caballo a la cabeza de las seis cohortes de su legión. Sin ninguna advertencia, el emperador y todo su Estado Mayor habían abandonado el montículo precipitadamente y algo que parecía la cola de una carrera de caballos se perdió en la niebla. Vespasiano se volvió hacia su tribuno superior, con las cejas arqueadas.

– Cuando tienes que ir, tienes que ir -sugirió Vitelio. -Muy acertado por tu parte, tribuno. -¿Cree que deberíamos seguirles? -No. Nuestras órdenes son quedarnos aquí. -Está bien, señor. -Vitelio se encogió de hombros-. En cualquier caso, aquí la vista es mejor.

Vespasiano se quedó mirando la ladera de enfrente donde las sucesivas oleadas de atacantes se habían mezclado completamente antes de que ninguno de los oficiales tuviera oportunidad de detener el avance y reorganizar a sus hombres.

– Esto se podría convertir en algo parecido a un desastre si no tenemos cuidado.

– No es precisamente un espectáculo edificante, ¿verdad, señor? -Vitelio soltó una risita.

– Esperemos que eso sea lo peor que ocurra hoy -le respondió Vespasiano. Levantó la vista al cielo despejado, donde el sol de la mañana brillaba resplandeciente, y luego volvió a dirigir la mirada hacia la niebla-. ¿Dirías que se está disipando?

– ¿Qué, señor? -La niebla. Creo que se está disipando. Vitelio se la quedó mirando un momento. No había duda de que los blancos hilos de niebla eran menos densos en los extremos y a través de ellos ya se veía el borroso contorno del que había a la izquierda.