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Era una amante consumada y demostraba una sofisticación en las más esotéricas artes del amor más elevada de lo esperable por su edad adolescente. Podría haber quedado bien, de su brazo, de vuelta a Roma; un trofeo para exhibirlo frente a sus iguales y un instrumento para comprar favores. Pero al ser ella la que introduciría la daga en el banquete, Vitelio se dio cuenta de que sabría demasiado y podría colocarlo en una posición peligrosa. Si su plan tenía éxito, ella se daría cuenta enseguida de que la había utilizado. Todavía no conocía la identidad del asesino que Carataco había encontrado para hacer el trabajo, todo gracias a ese idiota de Niso. Aún podría ser que Carataco le hiciera llegar un mensaje, pero si no lo hacía, a Vitelio sólo le quedaba esperar que el asesino se diera a conocer, de manera que pudiera darle la daga. En caso de que eso fallara, el cuchillo se ofrecería como obsequio de todas formas. Pero una cosa era segura, con o sin asesinato: no se podía permitir que Lavinia supiera todo lo que sabía y viviera para contar la historia.

Debía morir en cuanto le hubiera servido para su propósito. Lamentaría perderla, pero se consoló Vitelio- ya habría otras mujeres.

CAPÍTULO LII

La zona de reunión se fue quedando cada vez más tranquila una vez que la cola de la procesión hubo salido del campamento y descendía por el sendero hacia Camuloduno. Unos distantes gritos de entusiasmo y el sonido de las trompetas seguían llegando hasta las interminables hileras de las tiendas de las secciones. Esparcidos por todo el suelo de turba apisonada había pétalos de flores y guirnaldas pisoteadas que se alzaban en torbellinos cuando el viento soplaba por el campamento. En lo alto, unas dispersas nubes grises cruzaban raudas el firmamento y amenazaban lluvia.

Todavía había unas cuantas personas dando vueltas por la zona de reunión, tanto romanos como gente de la ciudad. Estos últimos habían venido para presenciar el inicio de las celebraciones en que Claudio había rendido un homenaje formal al éxito de sus legiones mientras éstas marchaban ante él, cohorte tras cohorte, con los equipos y uniformes brillantes y limpios tras muchas horas de trabajo. En aquellos momentos las legiones habían recibido la orden de retirarse. El emperador y los estandartes marchaban en procesión por las calles llenas de baches de Camuloduno, bajo la protección de las unidades de guardia pretoriana. Mientras sus nuevos amos pasaban, los britanos que se alineaban a lo largo del trayecto los observaban con el hosco resentimiento de un pueblo conquistado.

Cato se acercó a la zona de reunión por la vía Pretoria después de haber dejado la armadura y las armas en su tienda. Poco antes de que la sexta centuria formara para el desfile, había recibido un mensaje de Lavinia. Le había pedido que se encontraran junto a las tiendas del cuartel general después de que la procesión hubiera seguido adelante hacia la ciudad. El mensaje era breve y escueto, sin ningún indicio de lo que quería decirle ni ninguna terneza personal.

Entró en la zona de reunión y se dirigió hacia el cuartel general buscándola con la mirada. La divisó enseguida, sentada sola en uno de los bancos de madera colocados sobre el montículo de turba que se había levantado entre la tienda y el área de reunión. Ella no lo había visto, sino que parecía estar examinando algo que sostenía en el regazo entre los pliegues de su túnica. Mientras Cato se acercaba por un lado, percibió el destello rojo y dorado antes de que ella se diera cuenta de su presencia y escondiera rápidamente el objeto envolviéndolo en un pañuelo de cuello de color escarlata. _¡Cato! ¡Ya estás aquí! -dijo con un tono nervioso en la voz-. Ven y siéntate a mi lado.

Él se sentó lentamente, guardando cierta distancia entre los dos. Ella no hizo ademán de estrechar las distancias como hubiese hecho en otras ocasiones, no mucho tiempo antes. Se quedó en silencio un momento, poco dispuesta a cruzar la mirada con él. Al final, Cato no pudo más.

– Bueno, ¿qué era lo que querías decirme? Lavinia lo miró con una expresión amable que se acercaba peligrosamente a la compasión.

– No sé muy bien cómo decir lo que voy a decir, así que no me interrumpas.

Cato asintió con la cabeza y tragó saliva, nervioso. -He estado pensando mucho en nosotros estos últimos días, sobre lo alejados que están nuestros mundos. Tú eres un soldado, y uno muy bueno según mi señora. Yo sólo soy la esclava de una familia. Ninguno de nosotros tiene unas perspectivas particularmente buenas y eso significa que nunca podremos pasar mucho tiempo juntos… ¿Entiendes lo que quiero decir?

– ¡Oh, sí! Me plantas. Bonita manera de decirlo, pero el remate es el mismo.

– ¡Cato! No te lo tomes así. -¿Cómo tendría que tomármelo? ¿De una manera racional? ¿Dejar a un lado todos mis sentimientos y comprender lo razonable que estás siendo? -Algo parecido -respondió Lavinia con dulzura-. Es mejor eso que disgustarse de esta manera.

– ¿Tú crees que esto es estar disgustado? -replicó Cato con el rostro lívido mientras el amor, la amargura y la furia le invadían el corazón-. Tendría que haberme imaginado cómo iba a terminar. Ya me advirtieron sobre ti. Debería haber escuchado, pero tú me utilizaste.

– ¿Qué yo te utilicé? No recuerdo haber recibido ninguna queja sobre la manera como te traté aquella noche en Rutupiae. Me gustaste, Cato. Eso es todo. Lo demás sólo es la forma en que has interpretado la situación. Ahora que los dos nos hemos divertido es hora de seguir adelante.

– ¿Eso es todo? ¿Estás segura? Es decir, ¿no hay nada más que deberías contarme?

– ¿De qué estás hablando? -Lavinia lo miró con recelo.

– Exactamente no lo sé -respondió Cato con frialdad-. Solamente he pensado que podrías decir algo sobre el nuevo hombre que hay en tu vida.

– ¿Un nuevo hombre?

– Perdona, tendría que haber dicho la renovación de tu relación con el hombre de tu vida.

– No sé a qué te refieres. -¿En serio? Yo habría dicho que tus pequeñas sesiones con el tribuno Vitelio eran más memorables. Estoy seguro de que estaría de lo más dolido si supiera que puedes olvidarte de él con tanta facilidad. -Cato apretó el puño y, para evitar el impulso de golpear a Lavinia, lo metió en la túnica, encontró el vendaje de Niso y enrolló la mano con fuerza entre sus pliegues. Lo sacó y se lo quedó mirando sin ganas. Lavinia bajó la mirada con nerviosismo hacia las vendas y se apartó un poco; al cambiar de posición en el banco dejó más espacio entre los dos.

– Muy bien, Cato. Puesto que insistes en hacerte el ofendido, te lo contaré todo.

– Sería un cambio agradable. Ella no hizo caso de su sarcasmo y correspondió a su mirada de ardiente odio con una expresión gélida.

– Conocí a Vitelio antes de conocerte a ti. No diría que fuimos amantes. Yo sí que sentía algo por él pero dudo que a él le pasara lo mismo, al principio. Pero con el tiempo su amor creció y entonces ese idiota de Plinio nos descubrió y lo echó todo a perder. Entonces te conocí a ti.

– Y te dijiste: «He aquí alguien al que puedo utilizar». -Piensa lo que quieras, Cato -replicó Lavinia encogiéndose de hombros--. Por aquel entonces, toda la seguridad que tenía en el mundo quedó destrozada. Tenía miedo y me sentía sola, y lo único que quería era un poco de apoyo. Cuando me di cuenta de que te gustaba, me tiré sobre ti.

– Si quieres ser del todo exacta, la preposición no es necesaria.

Lavinia lo fulminó con la mirada y sacudió la cabeza lentamente.

– Es muy típico de ti. Siempre el comentario sabiondo. ¿De verdad crees que es gracioso?

– No se supone que tuviera que serlo. Ahora no.

– Ni nunca. No te imaginas la rabia que me daba hacer el papel de joven esclava ingenua e ignorante.

– Me preguntaba de dónde provenía el aumento repentino de tu facilidad de palabra. Se te debe de haber contagiado del tribuno.