– ¡Cato! ¡Haz el favor de no ser tan desagradable! Se fulminaron con la mirada el uno al otro durante unos instantes antes de que Cato apartara la vista y la dirigiera hacia la venda que había estado enrollándose en el brazo. Mientras la miraba se quedó inmóvil.
– Me gustabas -continuó diciendo Lavinia con tanta delicadeza como pudo-. Me gustabas de verdad, en cierto modo, pero los sentimientos que tenía por Vitelio eran mucho más profundos, y cuando él… ¿Cato?
Cato movía la venda alrededor de su brazo con desesperación y no estaba escuchando.
– ¿Cato? ¿Qué ocurre? -B… e… 1… -leyó en voz baja cuando las marcas que había en el vendaje empezaron a alinearse- o… n… i… o. Belonio.
Belonio. Cato frunció el ceño ante aquel nombre antes de recordar a tres representantes tribales que le habían sido presentados formalmente a Claudio al inicio de la ceremonia de aquella mañana. Se puso en pie de un salto, miró a su alrededor y se precipitó hacia el travesaño que se extendía a lo largo de la línea de bancos. Lavinia lo observó con asombro. Cato se desenrolló rápidamente la venda de la mano y empezó a envolver con ella el travesaño con cuidado, al tiempo que la ajustaba para que las marcas quedaran alineadas.
– ¡Cato! ¿Qué estás haciendo?
– ¡Salvarle la vida al emperador! -respondió con excitación mientras seguía dándole vueltas al vendaje al mismo tiempo que leía--. ¡Ven, échame una mano!
Lavinia miró a Cato con una mezcla de frustración y desconcierto. Luego, mientras decía que no con la cabeza, se agachó junto al travesaño y terminó de enrollar el vendaje cuidadosamente en la barra. En cuclillas, Lavinia leyó el mensaje despacio y ajustó la venda con esmero para que las palabras se alinearan con precisión. Frunció el ceño al intentar comprender qué era lo que tanto había excitado a Cato. Cuando dirigió la mirada hacia la parte inicial, sus ojos se detuvieron en un nombre romano.
– ¡Oh, no! -¿Qué pasa? -Nada -respondió Lavinia, incapaz de disimular su voz temblorosa.
Cato la apartó de un empujón y se inclinó sobre el travesaño. A sus espaldas, Lavinia se agachó. Antes de que Cato pudiera encontrar la frase que tanto la había alarmado, notó un movimiento brusco y levantó la vista… justo a tiempo de ver que Lavinia impulsaba el brazo en dirección a su cabeza. En la mano tenía una piedra grande y redonda.
No tuvo tiempo de agacharse, ni de proteger su cabeza. La piedra chocó contra un lado de su cráneo, el mundo estalló en una blancura brillante antes de volverse del color de la inconsciencia, negro como la brea.
– ¡Vamos, -muchacho!
Cato era vagamente consciente de que alguien lo sacudía, de una manera muy brusca. Lentamente la oscuridad se disipaba en una borrosidad lechosa; sentía una pesadez en la cabeza, como si fuera de madera. Poco a poco recuperó el sentido. Soltó un quejido.
– ¡Eso es! ¡Despierta, Cato! Parpadeó y abrió los ojos, tardó un momento en fijar la vista y vio los conocidos rasgos toscos del centurión Macro que se le venían encima. Macro lo agarró por las axilas, lo levantó y lo dejó sentado.
– ¡Ay! -Cato se llevó la mano a la cabeza e hizo un gesto de dolor cuando sus dedos tocaron un chichón del tamaño de un huevo pequeño.
– ¿Qué demonios te ha pasado? -No estoy seguro -masculló Cato que todavía tenía la cabeza embotada. Entonces, el revoltijo de acontecimientos se aclaró rápidamente-. ¡Lavinia! ¡Tiene la venda! _¿Venda? ¿De qué estás hablando?
– La venda que le encontré a Niso. ¡Se la ha llevado! -¿Te golpeó porque quería una venda? -Macro miró a su optio con expresión preocupada--. Debe de haber sido un golpe en la cabeza más fuerte de lo que yo pensaba. Vamos, muchacho, al hospital.
– ¡No! -Cato intentó ponerse en pie pero se mareó y tuvo que dejarse caer en el suelo otra vez-. En la venda hay un mensaje. Es una escítala.
– ¿Una «exci» qué? -Una escítala, señor. Un método criptográfico griego. Enrollas una tira de tela alrededor de un trozo de madera y escribes tu mensaje. Cuando se desenrolla parece que las marcas no tengan sentido.
– Entiendo. -Macro asintió con la cabeza-. ¡Típico de esos malditos griegos! Se pasan de listos. ¿Y qué había en ese mensaje que dices?
– Los detalles de un siniestro complot para asesinar al emperador.
– Ya comprendo, ¿y Lavinia te dejó sin sentido para robarte la venda?
– Sí, señor. -¡Qué inoportuno! Cato se encaró con su centurión. -¡Señor! Le juro, por todo lo que soy y por todo aquello en lo que creo, que había un mensaje en la venda. Debía de ser de Carataco. Decía que el emperador sería asesinado por Belonio durante las celebraciones de la victoria y que alguien tendría que proporcionarle un cuchillo después de que la escolta de Claudio lo hubiese registrado.
– ¿Quién? -Quienquiera que sea el destinatario del mensaje. -¿No lo sabes? -No lo leí entero -dijo Cato con desesperación-, Lavinia no me dejó.
Macro lo miró con el ceño fruncido, como si intentara descubrir si se trataba de algún tipo de broma rebuscada.
– Le ruego que me crea, señor. Es cierto. ¿Le he mentido alguna vez? ¿Lo he hecho, señor?
– Bueno, sí, lo has hecho. Cuando me dijiste que sabías nadar.
– ¡Eso era distinto, señor! -Mira, Cato. -Macro cedió-. Voy a creerte. Aceptaré que lo que dices es cierto. Pero si resulta que no lo es, entonces te romperé todos los huesos del cuerpo, ¿entendido?
Cato movió la cabeza en señal de afirmación. -Muy bien. Veamos, ¿dónde es probable que haya ido esa chica tuya con esa venda?
– A ver a Vitelio. Tiene que ser él. Tiene que ser él el que conspira con los britanos.
– ¡Ya anda otra vez con las tretas de siempre! -exclamó Macro con un suspiro- A ese tipo no le vendría nada mal una espada entre los omóplatos en una noche oscura. Será mejor que vayamos a ver si podemos encontrar a Lavinia. Vamos.
Volvieron a toda prisa a la zona del vasto campamento ocupada por la segunda legión y se dirigieron a la hilera de tiendas de los oficiales. La tienda del tribuno superior estaba al final de la línea, era la más próxima al cuartel general de la legión y los dos guardias que Vitelio tenía asignados se hallaban bajo los flecos del toldo, con las manos en el borde del escudo y las lanzas apoyadas en el suelo. Cuando Cato y su centurión se acercaron a los guardias, Macro esbozó una afable sonrisa y los saludó con la mano.
– ¿Todo bien, muchachos? Ellos asintieron cansinamente con la cabeza.
– ¿Está el tribuno? -Sí, señor. -Dile que tiene invitados. -Lo siento, señor, no puedo hacerlo. Son órdenes estrictas. Tiene una visita y no se le puede molestar.
– Entiendo. Una visita. -Macro les guiñó un ojo-. ¿Por casualidad no habrá recibido a una joven de pelo negro?
Los guardias cruzaron una rápida mirada. -Lo que yo pensaba. A Cato le entraron náuseas. Lavinia estaba allí, en la tienda de Vitelio, «de visita».
De pronto se dirigió a grandes pasos hacia la tienda, dispuesto a matar.
– ¡Lavinia! ¡Sal aquí fuera! Uno de los guardias, entrenado para reaccionar al instante ante cualquier amenaza hacia aquellos que protegía, dejó caer la lanza y la metió entre las piernas de Cato. Interceptó su tobillo y el optio tropezó y se cayó. Antes de que pudiera reaccionar, ya tenía encima al guardia con la punta de la lanza peligrosamente cerca de su garganta.
– ¡Tranquilo! -Macro calmó al guardia-. Tranquilo. El chico no es peligroso.
El faldón de entrada a la tienda se levantó y el tribuno Vitelio, con una toga de seda, salió fuera con la cabeza por delante al tiempo que gritaba enojado:
– ¿Qué es todo este maldito alboroto? -Vio a Cato tendido en el suelo y a Macro de pie junto al guardia que amenazaba con atravesar al joven-. ¡Vaya! ¡Pero si son mi Némesis y su pequeño acólito! ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? Que sea breve. Tengo a una deslumbrante señorita esperando.