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El calculado comentario provocó el efecto deseado y Cato agarró el astil de la lanza que tenía encima y se la arrancó de las manos al guardia. Echó hacia atrás el extremo con fuerza y le dio un fuerte golpe en la cara al soldado que le hizo un profundo corte en la frente y lo dejó sin sentido. Antes de que el otro guardia pudiera reaccionar Cato ya se había puesto en pie de un salto y levantaba la lanza, dispuesto a clavársela al tribuno en las tripas. Pero no llegó a hacerlo. Una rápida patada en la parte de atrás de la rodilla lo volvió a tirar al suelo. Pero en esa ocasión sobre su cuerpo había otro que lo sujetaba.

– ¡No te levantes! -dijo Macro entre dientes junto a su oído-. ¿Me oyes, maldita sea?

Cato trató de forcejear y enseguida recibió un rodillazo en la entrepierna. Se dobló en dos a causa del dolor y sintió que iba a vomitar. Macro se volvió a poner en pie rápidamente.

– Lo siento, señor. El muchacho está pasando una época de mucha tensión últimamente.

– No te preocupes, centurión -oyó Cato que respondía Vitelio-. Tiene un feo corte en la cabeza. Os daría una venda, pero resulta que acabo de quemar la última de las mías…

Hubo un momento de silencio; incluso Cato dejó de moverse. Entonces Macro tiró de él para levantarlo y lo alejó del tribuno de un empujón.

– Lamento que lo hayamos molestado, señor. Me encargaré de que el muchacho no vuelva a importunarle.

– No tiene importancia -respondió Vitelio cansinamente. -Vámonos -dijo Macro con dureza, y con otro empellón apartó a Cato de la tienda-. ¡Eso te enseñará a no faltarles al respeto a tus oficiales!

Cuando ya estaban lo bastante lejos para que no pudieran oírles, Macro se inclinó hacia Cato y le dijo entre dientes: -Has tenido una suerte endiablada de salir de ésta con vida. De ahora en adelante vas a escucharme y a obedecerme.

– Pero, el emperador… -¡Cierra el pico, idiota! ¿No te das cuenta de que intentaba que le pegaras? Ya sabes cuál es la pena por atacar a un oficial. ¿Quieres que te crucifiquen? ¿No? Pues quédate calladito.

Cuando estuvieron fuera del alcance de la mirada de Vitelio, Macro agarró a Cato por el cuello de la túnica y lo acercó a él. _¡Cato! ¡Espabila! Tenemos que hacer algo. Pronto empezará el banquete y tenemos que encontrar la manera de detener a Vitelio.

– ¡Que se joda Vitelio! -masculló Cato. -Más tarde. Ahora tenemos que salvar al emperador.

CAPÍTULO LIII

– No está mal -comentó Vespasiano con la boca llena de un pastelito salado-. Nada mal.

– Ten cuidado. Te están cayendo migas por todas partes. -Flavia las sacudió de los pliegues de la túnica de su marido-.

Francamente, diría que un hombre adulto tendría que dedicar un poco más de tiempo a pensar en las consecuencias de lo que elige comer.

– No me eches la culpa, cúlpalo a él. -Vespasiano agitó el pastelito hacia Narciso, que estaba de pie a un lado de la mesa del emperador mientras su amo picaba de un plato de setas con ajo-. -Él ha decidido el menú y lo ha hecho de primera. Por cierto, ¿esto qué es?

Flavia tomó una de las pastas y la olfateó con la refinada reflexión de aquellos que han sido educados para mirar por encima del hombro los esfuerzos de los demás.

– Es carne de venado (a lo que podría añadir que ha estado colgada más tiempo del necesario) adobada con salsa de escabeche de pescado antes de desmenuzarla, mezclarla con hierbas y harina y hornearla.

Vespasiano la miró con manifiesta admiración y luego volvió la vista a los restos de su pastelito.

– ¿Cómo sabes todo eso? ¿Sólo por el olor? -A diferencia de ti, yo me molesté en leer el menú. Vespasiano esbozó una sonrisa gentil. -¿Qué más hay en el menú, ya que tú eres la experta? -No tengo ni idea. Sólo llegué a leer los entrantes, pero me imagino que no es más que una repetición de todos los banquetes que Claudio ha celebrado hasta ahora.

– Un animal de costumbres, nuestro emperador. -De las costumbres de Narciso, por desgracia. El menú tiene su impronta por todas partes: elegido con escrupulosidad, pretencioso y con muchas posibilidades de dejarte una sensación de náusea en el estómago.

Vespasiano soltó una carcajada y, de forma espontánea, se acercó a su esposa y la besó en la mejilla. Ella aceptó el beso con una expresión de sorpresa.

– Lo siento. No pretendía asustarte -dijo Vespasiano-. Es que, por un momento, parecía como en los viejos tiempos.

– No tiene por qué parecer otra cosa, esposo. Si no me trataras con tanta frialdad.

– Frialdad -repitió Vespasiano, y la miró a los ojos-. Eso no es lo que tú me inspiras. Nunca te he querido más que ahora. -Se acercó más a ella y siguió hablando en voz baja-. Pero tengo la sensación de que no te conozco. Desde que me dijeron que estabas relacionada con los Libertadores.

Flavia le tomó la mano y la apretó con fuerza. -Te he contado todo lo que necesitas saber. Te he dicho que no tengo ningún contacto con esa gente. Ninguno.

– Tal vez ahora no. Pero, ¿y antes? Flavia sonrió tristemente antes de responder con una voz clara y queda:

– No tengo ningún contacto con ellos ahora. Esto es cuanto puedo decirte. Si te contara algo más podría ponerte en peligro, y tal vez a Tito también… y al otro niño.

– ¿El otro niño? -Vespasiano frunció el ceño antes de caer en la cuenta. Dejó de masticar la pasta, cogió aire para decir algo y de pronto empezó a ahogarse con las migas del pastelito. Se le puso la cara roja mientras tosía desesperadamente para intentar aclararse la garganta. Las cabezas empezaron a volverse y, en la mesa de honor, Claudio levantó la mirada, observó el espectáculo y volvió los ojos a su comida, aterrorizado. Narciso se acercó a él a toda prisa para tranquilizarlo y rápidamente mordisqueó una de las setas del plato de Claudio.

Flavia le daba golpes en la espalda a su marido, tratando de librarlo de la obstrucción hasta que, por fin, Vespasiano volvió a respirar y, con lágrimas saltándole de los ojos, atrapó las manos de Flavia para que dejara de vapulearle.

– Estoy bien. Estoy bien. -¡Creí que te morías! -Flavia estaba a punto de romper a llorar y, de pronto, se empezó a reír de los dos, con lo cual los demás comensales volvieron a quedarse tranquilos-. ¿Qué demonios te ha pasado?

– El bebé -logró decir Vespasiano antes de volver a toser--.

¿Estás esperando otro bebé?

– Sí -respondió Flavia con una sonrisa antes de mandar a Lavinia a buscar un poco de agua para su marido.

Vespasiano, todavía con la cara roja, se inclinó y rodeó a su mujer con los brazos, ocultando el rostro entre su hombro y su cuello.

– ¿Cuándo lo concebiste? -En la Galia, poco antes de que llegáramos a Gesoriaco. Hace más de cuatro meses. Espero el bebé para primeros del año que viene.

– ¡Vespasiano! -gritó Claudio por encima del barullo de las conversaciones que, de repente, se apagaron-. ¡Eh, Vespasiano!

Vespasiano soltó a su esposa y se volvió rápidamente. -¿César? -¿Te encuentras bien? -Perfectamente bien, César. -Se volvió hacia su esposa con una sonrisa-. En realidad, estoy de maravilla.

– Pues no lo pa--pa--parece. ¡Hace un m-mo-momento parecías estar a punto de estirar la pata! Estaba pensando que me había salvado de milagro, que alguien te había envenenado por error.

– Nada de veneno, César. Acabo de enterarme de que voy a tener otro hijo.

Flavia se ruborizó y fijó la mirada en sus manos con apropiada modestia. Claudio alargó la mano para coger su copa de oro llena de vino y la alzó en su dirección.

– ¡Un brindis! Que el próximo Flavio que ha de nacer viva para servir a su emperador con tanta distinción como su padre, y como su tío, por supuesto. -Claudio movió la cabeza en dirección a Sabino, que esbozó una débil sonrisa. El resto de invitados que había en el enorme e intensamente iluminado salón de los catuvelanios coreó el brindis y Vespasiano inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Pero la desenfadada mención por parte del emperador de un posible intento de asesinato volvió a recordarle a Vespasiano sus temores sobre lo que Adminio le había contado y echó un vistazo por el salón al tiempo que observaba con recelo al contingente britano. Venutio, los patriarcas de los trinovantes y una veintena de otros nativos estaban sentados con cohibida incomodidad a la derecha del emperador, no muy lejos.