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Miró hacia la izquierda, río arriba, y escudriñó sus riberas arboladas que prácticamente engullían la plateada superficie del agua, permitiendo sólo un reflejo aquí y un destello allá. En algún lugar de aquella ondulada espesura se encontraba la segunda legión, descendiendo hacia el flanco del enemigo. Plautio frunció el ceño al no detectar indicios de movimiento. Siempre y cuando Vespasiano no perdiera la calma:y llegara dentro del plazo que había otorgado el general, la Victoria sobre Carataco estaba asegurada; Pero si Vespasiano se retrasaba por algún motivo, el ataque principal podía ser rechazado perfectamente y los bátavos, aislados en el lado del río equivocado, serían hechos pedazos. si, Todo dependía de Vespasiano.

CAPÍTULO IX

Se propagaron unas pequeñas ondas trémulas desde donde el hocico del caballo tocó el agua. Era un caballo pequeño pero recio y bien cuidado, tal como indicaba el lustre de sus ijadas. Tenía una gualdrapa de un grueso tejido sujeta con correas al lomo y por el otro lado se veía el borde de un escudo.

Cato se volvió hacia sus hombres y agitó la mano hacia abajo para que se quedaran completamente quietos. Entonces se alzó lentamente, escondido tras la enorme mole del tronco del roble y atisbó por encima de éste hacia el caballo. Aguantando la respiración, como si ésta fuera audible, estudió el escenario que lo rodeaba por si descubría más señales de vida. Pero no había nadie más, sólo el caballo. Cato maldijo en silencio. ¿dónde estaba el jinete? El caballo estaba atado. Tenía que estar cerca. Cato agarró con más fuerza el asta de su jabalina.

A poco más de un metro alguien tosió y antes de que un asustado Cato pudiera reaccionar, un hombre se puso en pie al otro lado del tronco mirando en la otra dirección mientras se subía los burdos pantalones de lana. -¡Oh, mierda! -Cato fue a levantar su lanza.

El hombre se giró, con una mirada fulminadora, mostrando los dientes bajo unos bigotes pelirrojos. Su hirsuto pelo untado con cal se alzaba en enmarañadas puntas bajo un casco de bronce. Por un instante los dos se quedaron quietos, mirándose el uno al otro, petrificados de sorpresa. El britano fue el primero en reaccionar. Agarró a Cato por las correas de los hombros y, de un fuerte tirón, lo levantó por encima del tronco y lo arrojó sobre los guijarros sueltos de la orilla del río. El impacto dejó a Cato sin aire en los pulmones. se estrelló contra su boca y el mundo se volvió de pronto de un blanco cegador. Se oyeron gritos, recuperó la visión y vio al britano de pie sobre él, con la espada a medio desenvainar y mirando hacia atrás, al otro lado del tronco. Entonces el hombre desapareció, con un ruido de guijarros a su paso, mientras unas manos amigas levantaban a Cato. -¿Estás bien?

– ¡No lo dejes escapar! -dijo jadeando-. ¡Detenlo! Pírax soltó bruscamente a su optio y salió corriendo en pos del britano seguido por el resto de la sección, que pasó como pudo al otro lado del tronco. Para cuando Cato se había recuperado lo suficiente para ponerse en pie, todo había terminado. El britano estaba tendido boca abajo en el borde del río a unos tres metros de su caballo con un par de jabalinas asomándole por la espalda.

El caballo se había desatado de una sacudida y retrocedió despacio. En momentos observaba a los recién llegados con incertidumbre como si esperara en vano que le aseguraran que su dueño volvería.

– Que alguien coja el caballo -ordenó Cato. Lo último que necesitaba entonces era que el animal saliera corriendo y fuera descubierto por otros exploradores britanos. Uno de los soldados se desabrochó las correas del escudo y del casco. Se acercó lentamente al caballo.

– Haz el ruido de una zanahoria -sugirió Pírax como si sirviera de algo antes de agarrar del brazo a su optio-. ¿Estás bien, Cato?

– Sobreviviré. -¡Un poco más y te caes dentro! -Pírax señaló el tronco con un gesto de la cabeza.

– No hace gracia. -Cato se palpó la mandíbula, que le dolía de forma punzante a causa del golpe, y vio que en la mano tenía sangre de un labio partido-. ¡Cabrón! _Da gracias que no fuera peor. Te podía haber atacado por sorpresa.

– No lo vi -Cato empezó a sonrojarse. -No tienes por qué avergonzarte, optio. Me alegro de que fueras tú en cabeza.

– Gracias -refunfuñó Cato. Envió a un soldado hacia la siguiente curva del río para que montara guardia mientras él consideraba la situación. Tenían que deshacerse del cadáver y del caballo. Lo del cuerpo era bastante fácil y rápidamente la patrulla lo metió a empujones debajo del tronco y apiló encima guijarros sueltos y ramas para ocultarlo a la vista. Lo del caballo iba a suponer un desafío mayor. Con el animal bien atado a un tocón, Cato desenfundó la espada con mango de marfil que Bestia le había legado y se aproximó a él con cautela. No le hacía ninguna gracia realizar esa tarea y además, los ojos relucientes y el hocico tembloroso que se alzaban hacia él no le facilitaban para nada el trabajo.

– Vamos, caballito -dijo con suavidad-. Vamos a hacerlo bien y rápido.

Levantó la espada, se puso a un lado del animal y buscó un punto donde golpear.

– ¡Optio! Cato se giró y vio a Pírax que señalaba con gestos río abajo. El soldado al que había mandado en descubierta estaba en cuclillas y agitaba los brazos frenéticamente para atraer su atención. Cato le respondió con la mano y el hombre se tiró al suelo.

– Esperad aquí. Mantened tranquilo al caballo. Cato avanzó a toda prisa, agachándose cuanto pudo al dar los últimos pasos antes de echarse al suelo junto al explorador. A la vuelta de la curva del río había una pequeña presa, en parte formada por obstáculos naturales y en parte hecha por el hombre, que servía de paso para cruzar. A sus oídos llegaba el sonido del agua que bajaba alborotada por la otra orilla con un rugido sordo. Pero lo que había llamado la atención del explorador era el grupo de jinetes que había más allá de la presa. Mientras miraban, uno de los britanos se separó del grupo y se dirigió río arriba directamente hacia ellos mientras con las manos haciendo bocina gritaba algo que apenas era audible por encima del barullo del agua en la presa.

– Están buscando a nuestro hombre -decidió Cato-. Para ver si ha descubierto algo.

– ¿Y si no lo encuentran? -Sospecharán y empezarán a buscar. No podemos dejar que eso ocurra.

El explorador miró a los britanos. -Hagan lo que hagan, no podemos enfrentarnos a todos ellos. Son demasiados.

– Claro que no podemos abordarlos. En cualquier caso, dudo mucho que pelearan. Están haciendo el mismo trabajo que nosotros. Encontrar al enemigo e informar, nada más. Pero no debemos permitir que empiecen a preocuparse por uno de sus exploradores. -Cato observó cómo el britano acercaba lentamente su caballo mientras seguía llamando a su compañero en voz alta-. Espera aquí y no dejes que te vean.

Cato volvió gateando hacia donde se encontraba el resto de la patrulla. Examinó al britano muerto y entonces echó un vistazo a sus hombres. _¡Pírax! ¿Sabes montar a caballo?

– Sí, optio. -Muy bien, entonces ponte la capa y el casco de este hombre lo más rápidamente que puedas.

Pírax puso cara de desconcierto. -¡No pienses, hazlo y punto! Los hombres de la patrulla extrajeron las jabalinas del cadáver, se apresuraron a despojarlo de la capa y los calzones y se los pasaron a Pírax. Con evidente desagrado, el veterano se puso las burdas prendas del britano muerto y se ató las correas del casco de bronce. Entonces montó en el caballo. Al principio el animal respingó un POCO, pero una mano firme en las riendas y una tranquilizadora presión en las ijadas calmaron un poco a la bestia.

– Ahora dirígete hacia la curva del río y espera allí. -¿Y entonces qué? -Entonces haces exactamente lo que yo te diga. La patrulla siguió a Pírax mientras éste avanzaba río abajo a lomos del caballo y luego se escondieron entre los matorrales a lo largo de la orilla. Desde su posición estratégica, Pírax veía al britano que se acercaba mientras llamaba a su compañero, a no más de ciento cincuenta pasos de distancia, casi a la altura de la presa.