– ¿Qué hago? -preguntó en voz baja. -Mueve el brazo y dale a entender que no has visto nada
– respondió Cato.
– ¿Y cómo hago eso? -inquirió Pírax. -¿Cómo voy a saberlo? ¡No soy un maldito director de teatro! Improvisa.
– ¿Y si eso no le satisface?
– Entonces la legión va a entrar en combate un poco antes de lo esperado.
– ¡Me ha visto! -Pírax se puso tenso a causa de los nervios, y después se acordó de agitar el brazo como saludo.
Cato avanzó con cuidado hasta que pudo vislumbrar al britano que se acercaba a través de los helechos y las ortigas moteados por el sol. El hombre había llegado a la presa y frenó su caballo. Volvió a gritar y sus palabras continuaron sin poder distinguirse por encima del débil fragor de la alborotada corriente. Pírax volvió a agitar la mano e hizo un lento y elaborado movimiento de cabeza en señal de negación. El britano se volvió para mirar río abajo y les gritó algo a sus camaradas que se encontraban a corta distancia de él. Tras un breve intercambio, el britano clavó los talones en su caballo y siguió acercándose a la curva del río.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Pírax quedamente. -Cuando yo diga «ahora», le haces una seña y diriges el caballo al otro lado del recodo hasta que los demás no puedan verte. Nosotros lo atacaremos.
– Estupendo. ¿Y luego? -Cada cosa a su tiempo. Mientras Cato seguía observando desde su escondite el jinete se fue acercando con su montura al paso, y un aire despreocupado e indiferente mientras disfrutaba de las primeras horas de aquella mañana de verano. Cato se retorció retrocediendo un poco y desenvainó la espada con suavidad. Siguiendo su ejemplo, los demás soldados se prepararon para una vez el britano hubiera pasado junto a ellos. Entonces, cuando el hombre se encontraba a no más de treinta metros de distancia, lo bastante cerca para que Cato pudiera ver bajo su casco que sólo era un chico, el sonido agudo de un cuerno de guerra celta corrió río arriba. El britano paró en seco su caballo y volvió la cabeza hacia el grupo de jinetes.
Estaban dando media vuelta mientras agitaban frenéticamente los brazos, haciéndole señas para que regresara enseguida. Con un último grito dirigido a Pírax, el joven britano dio la vuelta a su caballo y lo encaminó al trote hacia sus compañeros que ya subían en tropel por la cuesta en dirección al cruce fortificado del río.
– ¿Qué quieres que haga? -preguntó Pírax. -Nada. Quédate quieto hasta que no se les vea.
Tal como Cato había supuesto, los britanos tenían demasiada prisa como para prestarle atención a su explorador solitario y los jinetes desaparecieron sin volver ni una sola vez la mirada hacia Pírax. Cuando el chico desapareció entre los árboles, Pírax aflojó la mano de las riendas y se dejó caer hacia delante.
– ¡Mierda! Nos ha ido de un pelo. -¡Buen trabajo! -Cato sonrió al tiempo que se ponía en pie y le daba unas palmaditas al caballo en un lado de la cabeza.
– ¿A qué venía todo eso? Ese toque de cuerno.
– Me imagino que han descubierto a los bátavos. Será mejor que regreses enseguida a donde está Vespasiano y le hagas saber lo que ha ocurrido. Nosotros seguiremos río abajo pero dudo que ahora nos vayamos a encontrar con más de sus exploradores. En marcha.
– ¡De acuerdo! -Pírax tiró de las riendas para dar la vuelta y clavó los talones.
– ¡Pírax! -le gritó Cato desde detrás-. ¡Será mejor que te deshagas del casco y de la capa antes de irte si quieres vivir lo bastante para poder transmitir el informe!
CAPÍTULO X
Una lejana concentración de infantería y caballería formaba tras las fortificaciones britanas mientras Vitelio miraba ansiosamente hacia el nordeste. Era casi mediodía, el cielo era de un azul intenso y el sol caía de lleno sobre los dos ejércitos que se encontraban frente a frente, uno a cada lado del río. Desde donde se encontraba, Vitelio tenía una gloriosa vista del paisaje ligeramente ondulado, gran parte del cual se había despejado para el cultivo de cereales que se mecían suavemente en la brisa como sábanas de seda verde. Aquella tierra iba a ser una excelente provincia para el Imperio, decidió él, una vez sus habitantes se hubieran sometido a Roma y adaptado a las costumbres civilizadas. Pero aquella sumisión no estaba próxima. En realidad, aquellas gentes estaban resultando ser un hueso algo más duro de roer de lo que al ejército le habían dado a entender. Carecían completamente de conocimientos técnicos sobre la guerra, pero luchaban con un brío que resultaba impresionante.
En cuanto los barcos de guerra romanos hubieron agotado su munición incendiaria, los britanos habían salido disparados de detrás de sus terraplenes y habían levantado una cortina de cestos de mimbre llenos de escombros para protegerse de las ballestas- mientras reparaban los daños causados por el fuego. Muchos más hombres fueron abatidos durante el proceso, pero los britanos se limitaron a amontonar los cadáveres en los terraplenes. Un guerrero en particular había resultado sumamente enervante para los soldados de las ballestas romanas. Se trataba de un hombre inmenso, con un casco alado sobre su cabello rubio que, desnudo, se quedó de pie al borde del agua y les gritaba improperios a los barcos de guerra romanos mientras agitaba de forma desafiante un hacha de dos hojas. De vez en cuando se daba la vuelta y le enseñaba el trasero al enemigo, desafiándoles a que lo hicieran lo peor que pudieran. La armada se irritó por su altanera provocación y las ballestas de los trirremes mas próximos se habían girado en redondo para apuntar hacia el guerrero britano. Estaba resultando ser extraordinariamente ágil y hasta el momento había conseguido evitar las flechas que le disparaban. De hecho, cuanto más ofensivo se tornaba, peor apuntaban los ballesteros, desesperados por darle.
– ¡Idiotas! -dijo el general Plautio entre dientes-. ¿Es que esos imbéciles no se dan cuenta de lo que está haciendo?
– ¿Señor? -Mira, Vitelio. -El general señaló con el dedo. El barco que concentraba su fuego sobre el rubio guerrero protegía a su vez a los britanos de los demás trirremes y los trabajos de reparación de aquellos continuaban a un ritmo acelerado-. ¡Maldita armada! Dejando que el orgullo se anteponga a la inteligencia, como siempre.
– ¿Quiere que mande un hombre al prefecto de la flota, señor?
– No servirá de nada. Cuando le alcancemos y le haga llegar el mensaje al capitán de ese barco, los malditos britanos habrán terminado su trabajo y estarán acomodándose para echar una siestecita. Todo porque algún susceptible oficial de marina no puede soportar que un bárbaro mueva su condenado culo delante de sus narices.
Vitelio percibió el deje de crispación en la voz del general y se dio cuenta de que el plan de la noche anterior empezaba a venirse abajo. La armada no tan sólo no había conseguido destruir las defensas, sino que ni siquiera habían logrado dañarlas lo suficiente para abrirle camino al subsiguiente ataque de infantería. Y además, lejos de desmoralizar a los britanos, la armada había hecho que los romanos parecieran idiotas después de descargar su ira sobre un único guerrero desnudo. Cuando los hombres de la novena cruzaran el vado, se iban a encontrar con un enemigo envalentonado y protegido tras unas fortificaciones. El éxito del ataque ya no estaba cantado. A este problema se añadía el hecho de que no había habido ningún informe sobre el avance de la segunda legión desde que había cruzado el río al alba. Si Vespasiano estaba maniobrando de acuerdo con el plan, en esos momentos se hallaría casi en posición, dispuesto para lanzar un ataque sobre el flanco derecho de los britanos.
Desde el otro extremo del campo de batalla había llegado un mensaje de parte del prefecto al mando de las cohortes de los bátavos informando de que habían cruzado el río con éxito. Habían pillado desprevenido al enemigo y todos los hombres habían formado en la otra orilla antes de que los britanos pudieran realizar cualquier contraataque serio. Y lo que era aún mejor, los bátavos se habían topado con una numerosa unidad de carros de guerra. Sin dejarse intimidar por aquellas imponentes pero anticuadas armas, los bátavos se habían echado encima de ellas atacando primero a los caballos, tal como había ordenado el general Plautio. Sin caballos, los carros eran inútiles y lo único que quedó por hacer fue reducir a los desmontados lanceros y a los conductores.