La sexta centuria se encontró cerca de un pequeño círculo de cadáveres, romanos algunos, britanos la mayoría, silencioso testimonio de una enconada escaramuza que había tenido lugar el día anterior. Ese día ningún sonido de combate perturbaba la apagada conversación de los hombres de la segunda legión, ni siquiera una trompeta o cuerno distantes. Era como si la batalla de los dos días anteriores se hubiera retirado al igual que una fugaz marca y hubiese dejado esparcidos por la tierra sus rotos y malditos restos de naufragios. Cato sintió un súbito deseo, teñido de pánico, de saber más sobre cómo estaban las cosas entre las legiones y sus enemigos. Acalló el impulso de preguntarle a Macro cómo se estaba desarrollando la situación puesto que el centurión sabía tan poco como él y lo único que podía ofrecer eran las conjeturas de un veterano. Por lo que Cato pudo deducir, la legión había marchado durante unos trece o catorce kilómetros más allá del Medway y eso significaba que todavía quedaba por delante una distancia similar antes de llegar al Támesis. ¿Y entonces qué? ¿Habría otro sangriento asalto a un río? ¿o es que esta vez los britanos se estaban retirando demasiado deprisa para poder formar una defensa organizada?
Las colinas cubiertas de hierba daban paso a densos matorrales de aulagas que abarrotaban ambos lados del camino y a través de los cuales serpenteaban unas pequeñas sendas que desaparecían de la vista. Si aquella era la naturaleza del terreno que había por delante, reflexionó Cato, entonces la siguiente batalla iba a ser algo muy distinto, un cúmulo de escaramuzas mientras los dos bandos se abrían camino con dificultad a través del enmarañado sotobosque. El tipo de batalla que un general poco podía hacer para controlar.
– No es el mejor campo de batalla para nosotros los romanos, ¿eh? -Macro había visto que su optio echaba miradas inquietas hacia los matorrales de aulagas.
– No, señor. -Yo que tú no me preocuparía, Cato. Es probable que esto sea un obstáculo para los britanos igual que lo es para nosotros.
– Supongo que sí, señor. Pero yo diría que ellos conocen el camino por los senderos locales. Eso podría causarnos problemas.
– Tal vez -asintió Macro sin demasiada preocupación-. Pero dudo que importe demasiado ahora que tienen un río y un terraplén entre ellos y nosotros.
Cato deseó poder compartir la ecuanimidad de su superior sobre la situación, pero la claustrofobia táctica del soldado al final de la cadena de mando se apoderó de su imaginación.
Un estridente toque de varias trompetas sonó bruscamente y al instante Macro se puso en pie.
– ¡Arriba! ¡Arriba cabrones holgazanes! ¡Coged vuestro equipo y formad en el camino!
Las órdenes se repitieron a lo largo de la línea y, momentos después, los hombres de la segunda habían formado una larga y densa columna con todos los escudos y jabalinas dispuestos para entrar en acción.
Allí donde el sendero se elevaba por delante de la centuria, Cato vio al grupo de mando sobre la cresta de la colina.
Un mensajero a caballo se estaba dirigiendo al legado y agitaba el brazo en dirección al terreno situado al otro lado de las lomas. Con un rápido saludo el mensajero dio la vuelta a su caballo y se perdió de vista al galope. Entonces el legado se volvió hacia sus oficiales de Estado Mayor y dio las órdenes necesarias.
– ¿Y ahora qué? -refunfuñó Macro.
CAPÍTULO XX
Vespasiano decidió que se estaba perdiendo rápidamente el control sobre el avance hacia el Támesis. Las cohortes de los bátavos habían efectuado muy mal la persecución de los britanos. En vez de concentrarse en despejar la línea de marcha a través del próximo río, las cohortes auxiliares habían caído víctimas de la sed de sangre tan típica de su raza. Así, se habían dispersado por un ancho frente para dar caza a todos los britanos que se les pusieran delante, como si todo el asunto no fuera más que una gran cacería de venados.
Bajo la cresta de la colina, la densa maleza se sumergía para perderse en otro más de los pantanos que parecían abarcar una parte demasiado grande de aquel paisaje. Desperdigados entre las matas de aulaga se hallaban las cimeras de los cascos y el extraño estandarte mientras los bátavos, cuya sed de sangre al parecer no habían saciado todavía, se abrían paso a través de las aulagas y avanzaban como podían a lo largo de estrechos senderos, en persecución de los desafortunados britanos. El pantano se extendía, monótono y apagado, antes de dejar paso a la ancha y brillante vastedad del gran Támesis que serpenteaba adentrándose en el corazón de la isla. El camino por el que marchaba la segunda legión descendía directamente por la ladera y seguía adelante hacia un rudimentario paso elevado que terminaba en un pequeño embarcadero. En la otra orilla del río había otro embarcadero similar.
Vespasiano se dio una cachetada de frustración en el muslo al ver la naturaleza de la tarea que tenían por delante. Su caballo, entrenado para la batalla, hizo caso omiso del ruido y se puso a pacer con satisfacción en la suculenta hierba que crecía al lado del camino. Irritado por la ignorante complacencia de la bestia, Vespasiano tiró de las riendas e hizo girar al animal para que volviera a ponerse de cara a la línea de la legión. Los hombres estaban quietos y en silencio, a la espera de recibir la orden de ponerse en marcha. Una oscura masa ondulante a unos kilómetros de distancia revelaba el avance de la decimocuarta legión, que se acercaba al Támesis por un camino más o menos paralelo situado a unos pocos kilómetros río arriba.
Según Adminio, tendría que haber un puente delante de la decimocuarta, pero Vespasiano no veía ni rastro de él. Carataco debía de haberlo destruido. Si no había más puentes o vados, la legión tendría que marchar río arriba en busca de una vía alternativa hacia el otro lado y extender al mismo tiempo las endebles líneas de abastecimiento hasta el depósito que había en la costa. Otra posibilidad sería que Plautio se arriesgara a realizar un desembarco en el otro lado. En dirección este, allí donde el Támesis se ensanchaba hacia el lejano horizonte 'se veían las definidas formas de los barcos mientras la flota se esforzaba por mantener el contacto con las legiones que avanzaban. A pesar de que Adminio afirmaba que los britanos no poseían una flota con la que enfrentarse a los romanos, el general Plautio no iba a correr ningún riesgo. Las elegantes siluetas de los trirremes guiaban a los bajos transportes de baos anchos que trataban por todos los medios de mantener la formación. Sólo cuando aquellos barcos hubieran vuelto a unirse al ejército podría empezar el asalto del río.
Pero, por el momento, todas aquellas consideraciones eran puramente teóricas. Las órdenes que les tenían entonces eran muy simples: la segunda debía desplegarse en abanico y despejar aquel tramo de la ribera sur de cualquier formación enemiga que quedara. órdenes simples. Lo bastante simples como para haber sido escritas por un hombre que no había visto con sus propios ojos el terreno que pisaban. Vespasiano sabía que la legión no sería capaz de mantener la línea de batalla mientras sorteaba los matorrales de aulagas. Peor todavía era el pantano que se tragaría a los soldados a menos que tuvieran la fortuna de dar con los caminos que usaban los nativos. Para cuando cayera la noche Vespasiano esperaba encontrarse a su legión totalmente dispersa y empantanada, estancada en aquella ciénaga inmunda hasta que la luz del día les ofreciera a los hombres la oportunidad de volver a formar.