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– ¿Pero qué demonios hacen? -se preguntó Macro. -¡Creen que somos nosotros, señor! ¡Piensan que nos han pillado durmiendo.

Con un feroz grito de consternación, los britanos se percataron de su error y se volvieron hacia los legionarios alineados en medio del pequeño claro.

– ¡Lanzad las jabalinas a discreción! -rugió Macro. Los oscuros astiles describieron un arco con una baja trayectoria y fueron directos a los primeros britanos. Ocultas por la noche, las jabalinas se hundieron en los cuerpos de sus víctimas antes incluso de que éstas fueran conscientes del peligro; varios atacantes cayeron y fueron pisoteados por sus compañeros en su impaciencia por abalanzarse sobre los romanos. Apenas hubo tiempo para lanzar una segunda serie antes de que tuvieran encima a los britanos que chillaban sus salvajes gritos de guerra. Se oyó el seco chasquear y entrechocar de armas y escudos, acompañado del vocerío, los gruñidos y los gritos de hombres que peleaban como locos en la oscuridad.

– ¡Cerrad filas! ¡Cerrad filas! -gritó Macro por encima del barullo-. ¡Manteneos juntos!

A menos que los legionarios pudieran mantenerse bien diferenciados de sus enemigos, había muchas posibilidades de que un romano atacara a otro romano.

En aquel preciso momento la luna empezó a asomar por detrás de un oscuro banco de nubes y su débil luz grisácea iluminó la escena. Para su alivio, Macro vio que sus hombres estaban consiguiendo mantenerse lo bastante juntos para resistir la oleada de britanos que arremetían contra la pared de escudos a golpes de hacha y espada. Pero en el preciso momento en que volvía la mirada hacia el otro lado, un enorme guerrero se lanzó por entre los escudos de los soldados, estuvo a punto de derribarlos y se arrojó contra el centurión. Macro sólo tuvo un instante para reaccionar y empezó a rodar por el suelo, retrocediendo para amortiguar el impacto que se le venía encima.

– ¡Señor! -gritó Cato desde un lado; concentró el peso de su cuerpo en el escudo y con el tachón golpeó al britano en el costado. Fue suficiente y el hombre cayó al suelo estrepitosamente a los pies de Macro, sin aliento a causa del golpe. Macro echó hacia atrás el brazo con el que sujetaba la espada y le pegó con el pomo en la barbilla al britano. El hombre se vino abajo con un simple gruñido, fuera de combate.

Cato ayudó enseguida a su centurión a ponerse en pie y entonces, con el escudo por delante, hincó su espada en la masa de guerreros que se enfrentaban a él. La punta de la hoja hirió a un hombre, que soltó una maldición, y Cato retiró la hoja y volvió a clavarla de nuevo.

En aquellos momentos la luna estaba despejada de nubes y su melancólica luz caía sobre la agitada refriega, reflejándose débilmente en las chispeantes hojas, en los bruñidos cascos y armaduras. Macro vio que él y sus hombres eran ampliamente superados en número y que por el sendero que había frente al claro aún aparecían más de aquellos fieros guerreros. Con todo aquello en su contra, los legionarios no podían tener esperanzas de aguantar mucho y parecían condenados a correr la misma suerte truculenta que los bátavos.

– ¡Replegaos! ¡Replegaos hacia el extremo del claro! -bramó Macro por encima del estruendo de la salvaje escaramuza--. ¡Conmigo!

Paró un golpe lateral y dio un paso atrás. A ambos lados sus hombres recularon y cedieron terreno mientras se dirigían despacio hacia allí donde el claro se estrechaba. Eso era mejor para ellos, puesto que no hubieran podido defender mucho más tiempo toda la anchura del claro. Lenta, muy lentamente, fueron retrocediendo paso a paso a ambos lados del camino, y formaron en un apretado grupo de tres filas en fondo, y luego cuatro, contra las cuales la mayor fuerza de los britanos dejó de tener un impacto significativo. Ahora se trataba de ese tipo de combate denso, cuerpo a cuerpo, en el que el equipo y entrenamiento romanos sobresalían, y las estocadas de las espadas cortas empezaron a cobrarse más víctimas que las hojas pesadas y difíciles de manejar que preferían los nativos. Aun así, el mero volumen del contingente enemigo al final garantizaría una victoria britana. Macro echó una ojeada con preocupación a sus filas, cada vez más reducidas.

– ¡Seguid retrocediendo! ¡Atrás! Cuando llegaron al borde del claro, el combate se concentraba en un estrecho frente y los romanos supervivientes, de forma instintiva, unieron tres escudos de lado a lado del sendero para que supusieran un sólido obstáculo para sus perseguidores britanos.

– ¡Los cinco hombres de atrás que se queden conmigo! -gritó Macro-. ¡Cato! Llévate a los demás por ese camino tan deprisa como puedas. Dirígete hacia el río y síguelo corriente abajo.

– Sí, señor. Pero, ¿y usted? -le dijo el optio, preocupado-. ¿Señor?

– Os seguiremos después, optio. ¡Ahora vete! Mientras el resto de la centuria bajaba corriendo por el sendero, Macro miró los pálidos rostros de sus compañeros y sonrió. Clavó su espada en la masa que había al otro lado de su escudo.

– ¡De acuerdo, muchachos! Vamos a hacer que esto sirva de algo. No van a olvidarse de la segunda legión fácilmente.

Mientras corría camino abajo, Cato trataba de no pisarle los talones al último soldado. Todos sus instintos le empujaban a escapar tan rápidamente como pudiera de los sonidos del combate que tenía lugar detrás de él. No obstante, ardía de vergüenza, y hubiera dado la vuelta y regresado junto a su centurión si no fuera por la orden expresa de Macro y la responsabilidad que ahora tenía sobre aquellos supervivientes de la sexta centuria. Cuando los sonidos de la batalla se hicieron más débiles, Cato gritó la orden de alto y se abrió paso hacia el frente de la centuria a toda prisa. No podía confiar en que el soldado que iba en cabeza prestara atención a la posición de la luna respecto al río; podría meterse en el pantano de manera atolondrada.

Cuando se hubo orientado y ya no podía oír ningún sonido de la última resistencia de Macro en el claro, Cato ordenó a la centuria que le siguiera al trote. Era peligroso correr en la oscuridad, el camino era demasiado irregular y estaba lleno de raíces retorcidas. Era mucho mejor avanzar a un paso que pudieran mantener todavía un poco más. En medio de unos sonidos metálicos y tintineos, los legionarios siguieron adelante por el sinuoso sendero bajo la pálida luz de la luna y Cato se sintió aliviado al comprobar que el camino se ensanchaba cada vez más y seguía una línea por lo general recta, lo cual demostraba que en aquel punto el sendero había sido abierto por el hombre y que, por consiguiente, conducía a algún lugar.

Un grito distante que sonó detrás de ellos puso de manifiesto que los britanos habían salido en su persecución. Cato alargó sus zancadas y trataba de coger aire mientras marchaba pesadamente. Miraba hacia atrás con frecuencia para asegurarse de que los soldados seguían con él. De repente creyó oír lo que estaba buscando: el sonido susurrante del agua a lo largo de las orillas de un río. Entonces estuvo seguro de que se trataba de ese sonido.

– ¡El río, muchachos! -gritó al tiempo que respiraba con fuerza y tomaba suficiente aire para que lo oyeran-. Hemos llegado al río.

El camino se torcía ligeramente hacia un lado y entonces allí estaba, el gran Támesis, fluyendo hacia el mar y brillando con la luz de la luna que se reflejaba en él. Bruscamente el sendero fue a dar a una llana extensión de barro que Cato sintió que cedía bajo sus pies y le succionaba las botas.

– ¡Alto! ¡Alto! -gritó-. ¡No os apartéis del camino! Mientras la centuria esperaba, jadeando en la cálida atmósfera, Cato pinchó el suelo que tenia delante con la punta de su espada. La hoja se hundió en él sin apenas resistencia. Los gritos se aproximaban por el sendero y Cato levantó la vista, aterrorizado. -¿Qué coño vamos a hacer, optio? -dijo alguien en voz alta--. Los tendremos encima en un minuto.

– ¡Escapemos a nado! -sugirió otro. -¡No! -respondió Cato con firmeza-. Ni hablar de ir nadando a ningún sitio. Sería inútil. Nos eliminarían fácilmente.