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– ¡Salgamos de aquí! -gritó Cato-. ¡Moveos!

Los legionarios metieron los remos en el río y, con torpeza, hicieron fuerza para alejar la nada familiar embarcación de la orilla del río. Cato se arrodilló en la popa y observó cómo, por detrás de él, los britanos se metían en el río, pero el espacio entre ellos se fue ensanchando y al final el enemigo abandonó, gritando con airada frustración. Algunos de los más ingeniosos se dirigieron a los botes que quedaban antes de descubrir las rasgaduras y jirones que tenían a los lados y que los hacían inservibles. El espacio entre la pequeña flotilla de Cato y la orilla del río aumentó gradualmente hasta que los britanos fueron unas pequeñas figuras que pululaban bajo la luminosidad cada vez menos imponente de su antorcha, la cual proyectaba una rutilante estela de oscilantes reflejos en dirección a los romanos.

– ¿Y ahora qué, optio? -¿Eh? -Cato se volvió, momentáneamente aturdido por su terrible huida.

– ¿Hacia dónde debemos dirigirnos, señor? Cato frunció el ceño al oír aquel tratamiento tan formal antes de caer en la cuenta de que ahora estaba al mando de la centuria y que él era la persona de quien los hombres esperarían recibir las órdenes y obtener la salvación.

– Río abajo -murmuró, y luego alzó la cabeza hacia la otra embarcación-. ¡Poned rumbo río abajo! Seguidnos.

A la luz de la luna, la fila de pequeñas naves avanzaba a ritmo constante en la lenta corriente. Cuando la antorcha de la orilla del río se perdió finalmente de vista en el primer recodo al que llegaron, Cato se dejó caer, se apoyó contra la popa del bote y echó la cabeza hacia atrás para mirar cansinamente la cara de la luna. Entonces, cuando ya estaban fuera de peligro inmediato, su primer pensamiento fue para Macro. ¿Qué le habría ocurrido? El centurión se había quedado a pelear para salvar a sus hombres sin dudarlo ni un momento, como si fuera la cosa más natural del mundo. Había conseguido que Cato y los demás tuvieran tiempo suficiente para escapar pero, ¿le habría costado eso su propia vida? Cato dirigió la mirada río arriba y se preguntó si cabía la posibilidad de que Macro también hubiera podido escapar. Pero, ¿cómo? Se le hizo un nudo en la garganta. Se maldijo a sí mismo y le costó trabajo contener sus emociones delante de los demás soldados que había en la embarcación.

– ¿Oís eso? -dijo alguien-. Dejad de remar. -¿Qué Pasa? -Cato abandonó sus meditaciones. -Me pareció oír trompetas, señor. -¿Trompetas? -Sí, señor… ¡Ahora! ¿Lo ha oído? Cato no oyó nada más que el chapaleo del agua y el chapoteo de los remos de los botes que les seguían. Entonces, transportado río arriba por el cálido aire nocturno, llegó el débil sonido de unas notas de instrumentos de viento. La melodía era totalmente inconfundible a oídos de cualquier legionario. Era la señal para que el ejército romano se concentrara.

– Son nuestras trompetas -murmuró Cato. -¿Habéis oído? -les gritó el legionario a los otros botes-. ¡Son los nuestros, compañeros!

Los hombres de la centuria celebraron aquel sonido y se inclinaron sobre sus remos con energías renovadas. Cato sabía que en realidad debía ordenarles que cerraran la boca, más por disciplina que por el peligro que podía representar otra embarcación en el río aquella noche, pero sintió que un enorme peso le oprimía el corazón. Macro estaba muerto. No pudo reprimir sus sentimientos y las lágrimas le rodaron por las mejillas y gotearon sobre su mugrienta armadura. Se dio la vuelta para ocultar su pena a los soldados.

CAPÍTULO XXIII

La legión volvió a agruparse lentamente durante la noche a medida que los hombres respondían a los toques de trompeta. Llegaron en pequeños grupos, centurias e incluso cohortes al mando de los pocos centuriones jefe que se habían dado cuenta a tiempo del peligro que el terreno representaba para la cohesión de las unidades. Casi todos los legionarios estaban muertos de cansancio y cubiertos de barro. Se dejaban caer al suelo y descansaban en las zonas que el grupo de mando había señalizado para ellos. Justo después de la puesta de sol, Vespasiano había llegado a aquel pantalán construido de modo rudimentario y su reducido cuerpo de oficiales y soldados de la escolta se había quedado esperando con inquietud junto a una gran hoguera que servía de señal. A intervalos regulares durante toda la noche, los trompetas habían estado tocando retreta a todo volumen y el esfuerzo de pulmones y labios se notaba en el deterioro gradual de la señal.

Separado del resto del ejército y sin el apoyo de las cohortes auxiliares, Vespasiano se sentía terriblemente expuesto. Cualquier fuerza enemiga considerable que surgiera del pantano podría aniquilar fácilmente al grupo de mando y a su centuria de guardia. Cualquier sonido causado por las escaramuzas que tenían lugar en la oscuridad le hacía temer lo peor. Incluso cuando los soldados empezaron a regresar poco a poco a la legión, el miedo de que pudieran tratarse de guerreros britanos aumentaba la tensión hasta el momento en que el alto del oficial era respondido con la contraseña correcta. Lentamente los desaliñados legionarios salían de la oscuridad y, cuando encontraban su zona de emplazamiento, se desplomaban en el primer lugar que encontraban y se quedaban dormidos.

Era imposible pedirles a los soldados que levantaran un campamento de marcha en su actual estado de agotamiento y Vespasiano tuvo que contentarse con un círculo de centinelas formado por miembros de la escolta del legado. Era necesario dejar descansar a los hombres si la segunda tenía que volver a entrar en acción al día siguiente. Además, había que darles de comer y rearmarlos con jabalinas y otros efectos que hubieran perdido durante los enconados combates en el pantano. Se había mandado a buscar el convoy de bagaje y un destacamento de caballería de la legión lo escoltaba a lo largo del camino. Hacia el otro lado se dirigía una columna de prisioneros vigilados por otro escuadrón de caballería. Vespasiano le había asignado esa tarea a Vitelio con órdenes de dirigirse directamente desde el campamento situado en la ribera del Medway al cuartel general de Aulo Plautio. El general debía ser informado de la situación con toda claridad para que de ese modo pudiera replantearse el ataque previsto para la mañana siguiente. Era una pesada misión para el tribuno y no estaba exenta de peligro pero, sorprendentemente, Vitelio pareció muy dispuesto cuando el legado le dio las órdenes. A Vespasiano se le pasó por la cabeza que bien podía ser que su tribuno superior se alegrara de estar lo más lejos posible de la línea del frente, fueran cuales fueran las molestias que eso conllevara.

Cuando la luna emergió de entre un grupo de nubes bajas, el paisaje quedó bañado de su siniestro resplandor y el legado pudo ver hasta qué punto eran malas las condiciones de la legión. Los exhaustos soldados que yacían dormidos por todos los sectores ofrecían el aspecto de un vasto campo de heridos más que el de un ejército. Por un momento Vespasiano se quedó horrorizado al recordar que aquélla era la misma unidad que hacía muy poco había abrillantado su equipo hasta darle un fulgor propio de un desfile y en la que el entusiasmo por atacar al enemigo irradiaba de todos y cada uno de sus componentes. Aunque todavía podían contarse por miles, era doloroso ver hasta qué punto se habían reducido en las últimas semanas de campaña las tropas de todas las centurias que estaban descansando en aquel momento.

Al final, el chirriante paso de unas ruedas de carro anunció la llegada del convoy de bagaje y el personal del cuartel general se puso en acción con prontitud. Se montaron rápidamente las tiendas del hospital de campaña y se instaló la cocina de campaña para que todos los soldados tuvieran comida caliente en sus estómagos lo antes posible. Alrededor de Vespasiano, los administrativos se apresuraron a montar una tienda de mando, a encender numerosas lámparas de aceite colocadas sobre grandes bases de bronce y a armar los escritorios de campaña. A todas las centurias que llegaban se les ordenaba presentar un informe de efectivos y las solicitudes para reponer las armas inutilizadas y el equipo perdido antes de que sus hombres fueran conducidos a las zonas de reunión asignadas. Desde su escritorio de campaña, el legado miraba cómo pasaban lentamente las oscuras filas de soldados. Ninguno saludó, ninguno levantó la mirada. Como formación ofensiva para un futuro inmediato, la legión estaba acabada. La única compensación era que el enemigo no se encontraba en condiciones de contraatacar, puesto que lo habían hecho retroceder en el lodo del río y lo habían obligado a ocupar apresuradas posiciones defensivas al otro lado del Támesis. Sin embargo, el tiempo que los legionarios necesitarían para recuperar su empuje los britanos lo aprovecharían muy bien para prepararse para la próxima fase sangrienta de la campaña.