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– Sí, señor. En la primera embarcación del primer grupo. -¿Y crees que tus hombres se sentirán con ánimos?

– Sí, señor. Están listos y quieren venganza. -Entonces la tendrán, centurión interino. ¿Pero crees que eres la persona adecuada para dirigirlos en este asalto?

Cato se sonrojó, enojado. -Lo soy, señor. Vespasiano esbozó una forzada sonrisa ante la determinación del joven por vengar a su centurión. No había duda de su coraje, pero era necesario que los líderes estuvieran por encima de las motivaciones personales en plena batalla. ¿Se podría confiar en que ese chico antepusiera el deber al desquite? ¿o se limitaría a lanzarse sobre el enemigo y luchar como una furia hasta que lo mataran, sin acordarse de la responsabilidad que tenía hacia los hombres que estaban a sus órdenes? Vespasiano sopesó la situación y tomó una decisión rápida. El primer grupo tendría poco tiempo para coordinar una defensa del punto de desembarco, por lo que bien podría aprovechar cualquier frenesí bélico disponible.

– Muy bien, centurión interino. Y buena suerte. ¿Alguien más está dispuesto a unírsele?

La respuesta instantánea de Cato había avergonzado a los veteranos y todos sin excepción levantaron los brazos.

– Bien -dijo el legado-. Os llegarán las últimas órdenes cuando la legión haya comido. Ahora será mejor que despertéis a vuestros soldados y les hagáis saber lo que Roma quiere hoy a cambio de su dinero.

Mientras los oficiales salían en fila de la tienda, Vespasiano cruzó la mirada con Cato y levantó un dedo para indicarle por señas que se acercara.

– ¿Señor? -¿Estás seguro de lo que haces?

Cuando Cato asintió con un movimiento de la cabeza, Vespasiano se inclinó hacia él para que los hombres que salían de la tienda no pudieran oír lo que decía.

– No es necesario que encabeces el ataque. Tú y tus hombres debéis de estar agotados y tú estás herido.

– Sobreviviré -dijo Cato entre dientes-. Estamos cansados, señor, y no quedamos muchos en nuestra centuria. Pero eso no nos hace distintos de cualquier otra centuria, señor. La diferencia estriba en que nosotros tenemos más motivos para luchar que la mayoría. Creo que en este sentido puedo hablar en nombre de los hombres de Macro.

– Ahora son tus hombres, hijo. -Sí, señor. -Cato se puso tenso y alzó la barbilla. -¡Buen chico! -exclamó Vespasiano con aprobación-. Y asegúrate de tener cuidado, joven Cato. Prometes llegar lejos. Si sobrevives a esto podrás sobrevivir a cualquier cosa.

– Sí, señor. -Y ahora vete. Te veré luego, al otro lado del río. Cato saludó y siguió a los demás oficiales fuera de la tienda.

Mientras veía irse al joven, Vespasiano sintió una punzada de culpabilidad. Era cierto que el muchacho prometía y la retórica rastrera que había utilizado había funcionado, como él ya sabía. El optio (el centurión interino, se corrigió Vespasiano) se sentiría enardecido por la confianza que su superior le había expresado. Pero era probable que eso hiciera que lo mataran mucho antes., Era una pena. El muchacho era agradable y lo había hecho muy bien durante el poco tiempo que había servido con las águilas. Pero ésa era la naturaleza del mando. Fueran cuales fueran los sentimientos que uno albergara, la batalla tenía que ganarse, el enemigo debía ser vencido y ambas cosas tenían su precio… calculado con la sangre de los soldados de su legión.

CAPÍTULO XXVI

El sol caía de lleno sobre los soldados apiñados en el barco de transporte de baos anchos. Las túnicas de lana bajo la pesada armadura hacían sudar a los hombres y la tela húmeda se les pegaba a la piel de forma muy molesta. El olor resultante, combinado con los residuos del pantano, hacía que la atmósfera a bordo del transporte fuera fétida hasta la náusea. El calor, el miedo y el agotamiento nervioso habían conseguido hacer que uno o dos hombres devolvieran, lo que sumó por tanto el hedor de su vómito a los demás olores.

A un lado, el Támesis seguía su curso cristalino, perturbado únicamente por el monótono chapoteo y el borboteo agitado del movimiento del agua contra la proa y la popa del transporte cuando la tripulación se esforzaba para mantener la embarcación alineada con el barco de guerra que iba justo delante. Perfectamente sincronizados, los enormes remos del trirreme se elevaban sobre la superficie del río derramando brillantes cascadas de agua y se deslizaban hacia delante antes de volver a sumergirse en el río para hacer avanzar la roda puntiaguda hacia la otra orilla.

Desde la pequeña cubierta de proa Cato recorrió con la mirada las concentradas filas del enemigo que lo esperaba para recibirles. Durante toda la mañana los britanos se habían ido agrupando para repeler el asalto que todos podían ver que se preparaba en la orilla romana del Támesís. La reunión de los transportes y el barco de guerra y la densa aglomeración de legionarios dispuestos a embarcar hacían que los últimos planes de Plautio fueran evidentes para todo aquel que los viera.

Por consiguiente, el puñado de exploradores de la caballería britana se había marchado a toda prisa para transmitir la noticia del inminente asalto por el río. Las dispersas tropas del ejército de Carataco volvieron a formar rápidamente y se dirigieron hacia la ribera frente a los barcos romanos.

El ataque ya se había visto retrasado por la necesidad de descargar los suministros que llevaban los transportes y a los legionarios les irritó profundamente tener que trasladar a pulso la carga pesada y difícil de manejar sobre el burdo embarcadero y quitarla luego de en medio. Mientras ellos trabajaban, más y más britanos iban llegando para reforzar la otra orilla. Para los que constituían la primera oleada de ataque, la perspectiva de enfrentarse a un contingente aún mayor les inquietaba y maldecían a los compañeros que se ocupaban de descargar los barcos de transporte, exhortándolos a que terminaran el trabajo más deprisa.

El primer barco de transporte se hallaba aún a cierta distancia de la orilla cuando los britanos pusieron voz a su grito de guerra, una nota que iba aumentando progresivamente de intensidad, luego bajaba y volvía a subir. Para el inexperto Cato, las fuerzas del enemigo parecían contarse por miles, pero era imposible hacer una estimación exacta de aquel hervidero de gente. Lo que sí estaba claro era que los britanos superaban claramente en número al primer grupo de ataque de la segunda legión y el creciente volumen de su desafío era enervante. Cato se puso de espaldas a ellos y se obligó a sacudir la cabeza y a sonreír.

– Les gusta la música, ¿verdad? -le dijo al soldado de su centuria que tenía más cerca-. Luego entonarán otra melodía diferente.

Uno o dos de los hombres le devolvieron la sonrisa, pero muchos sólo mostraban la resignación en su rostro o se esforzaban por ocultar el miedo que les hacía poner de manifiesto toda clase de nerviosos gestos reveladores. Pocas horas antes, aquellos mismos hombres parecían tener muchas ganas de vengar a su centurión, pero Cato se dio cuenta de que las aspiraciones causadas por la ira tendían a moderarse en gran medida ante la perspectiva inminente de llevarlas a cabo.

Mientras permanecía ahí de pie por encima de ellos, Cato vio que la mayoría de los hombres le estaba mirando y una repentina sensación de estar siendo juzgado le abrumó pesadamente. Sabía que incluso en aquellos momentos algunos de ellos todavía se sentían agraviados por su nombramiento como optio.

Aquél era el momento en el que Macro les hubiera dirigido unas últimas palabras de ánimo antes de entrar en acción. Le vinieron al pensamiento unas cuantas frases que podría extraer de las historias que había leído, pero ninguna parecía apropiada y, peor aún, ninguna parecía ser el tipo de cosa que un joven de diecisiete años podía decir sin aparecer como un auténtico pretencioso.

Por un momento los legionarios y su centurión interino se quedaron frente a frente en un silencio que cada vez era más incómodo. Cato miró por encima de su hombro y vio que ya podía distinguir claramente los rasgos individuales de los britanos. Fuera lo que fuera lo que dijera, tenía que decirlo enseguida. Se aclaró la garganta.