– ¡Contenedlos! -gritó Cato-. ¡Sólo un poco más! ¡Contenedlos!
Los restos de la sexta centuria se unieron con otro puñado de legionarios y resistieron con todas sus fuerzas en el pedazo de terreno que habían ocupado a orillas del Támesis. Uno a uno fueron cayendo, y la pared de escudos se cerró en un grupo aún más apretado de hombres hasta que pareció que su destrucción estaba próxima. El flanco izquierdo (si es que podía decirse que las mal echas agrupaciones de desafiantes romanos constituían una línea) se derrumbó bajo el feroz ataque de los guerreros de élite britanos. Dado que no había ninguna posibilidad de rendirse o escapar, los romanos luchaban hasta morir allí donde se encontraban.
De los mil hombres más o menos que habían llevado a cabo el primer asalto no quedaban más de la mitad y Cato se horrorizó al ver que a los transportes se los llevaba la corriente río abajo. Tomaron tierra a unos doscientos pasos más allá de la desesperada lucha de sus compañeros y la segunda oleada desembarcó sin encontrar oposición, tan concentrados estaban los britanos en destruir los restos del primer ataque. Cato alcanzó a ver la cimera escarlata del legado y, tras él, el estandarte del águila cuando los recién llegados se apresuraron a formar en línea de batalla y marcharon río arriba con rapidez. Los britanos vieron el peligro y se volvieron para enfrentarse a ellos. Cato observó desesperado cómo el avance de Vespasiano se ralentizaba y luego se detenía para vérselas con la feroz resistencia a unos cincuenta pasos de distancia de donde se encontraba el malparado primer grupo de ataque.
Por la izquierda, los romanos se habían visto obligados a retroceder y formaban un arco compacto cuya base era el río, y los britanos intuían una victoria inminente. Sus gritos de guerra sonaban entonces con un nuevo tono exacerbado mientras arremetían a golpes de hacha y espada contra los legionarios. En un momento todo habría terminado, pisotearían a los últimos hombres de la primera oleada de ataque y los hundirían en el fango.
Pero el final no llegó. Un cuerno de guerra britano hizo sonar una serie de notas por encima de la cacofonía de la batalla y, para asombro de Cato, los britanos empezaron a retirarse.
Con un último intercambio de golpes, el guerrero con el que luchaba retrocedió con cuidado hasta que estuvo fuera del alcance del arma de Cato. Entonces se dio la vuelta y subió corriendo por la orilla, y por todas partes los brillantes colores de los britanos se apartaron de los escudos romanos y se alejaron hacia los druidas agrupados en torno al jefe, que estaba montado en su carro. Luego, en buen orden defensivo, el enemigo marchó por la ligera elevación de la ribera y desapareció, bajo el renovado acoso del trirreme.
Cato recorrió con la mirada el campo de batalla, sobre el que se desparramaban los cuerpos destrozados de los muertos y los gritos de los heridos, y apenas podía creer que siguiera vivo. A su alrededor, los restantes miembros de su centuria se miraban con asombro los unos a los otros.
– ¿Por qué carajo se han ido? -dijo alguien entre dientes. Cato sacudió la cabeza cansinamente y enfundó su espada.
Los recién llegados encabezados por Vespasiano cambiaron la dirección de su avance y formaron una cortina entre los britanos que se retiraban y el lamentablemente pequeño número de supervivientes del primer grupo de ataque. _¿Los hemos echado? ¿No han podido aguantarlo?
– ¡Piensa un poco! -exclamó Cato con brusquedad-. Tiene que haber sido otra cosa. Tiene que haberlo sido.
– ¡Mirad allí! A la izquierda. Cato miró y vio unas diminutas formas oscuras que subían por la curva del río: caballería.
– ¿Es nuestra o de ellos? Me imagino que debe de ser nuestra.
En efecto, al frente de la columna se divisaba un banderín de la caballería romana. El despliegue de fuerzas de Plautio río arriba en busca de un vado no había sido en vano. Algunas cohortes bátavas habían llegado al flanco britano a tiempo para salvar a la vanguardia de la segunda legión. Pero a los recién llegados no se les recibió con gritos de triunfo. Los hombres simplemente se sentían aliviados de haber sobrevivido y estaban demasiado cansados para poder hacer otra cosa que no fuera dejarse caer en la orilla del río y descansar sus miembros exhaustos. Pero Cato se dio cuenta de que aún no podía hacer eso. Su sentido del deber no se lo permitía. Primero tenía que pasar lista a su centuria, comprobar si se encontraban en condiciones de continuar luchando y entonces presentar su informe al legado. Sabía que eso era lo que tenía que hacer pero, ahora que el peligro inmediato había pasado, su mente se había quedado atontada a causa de la fatiga. Lo que más ansiaba era tomarse un descanso. Incluso parecía que sólo el hecho de pensarlo aumentaba infinitamente su necesidad física de dormir. Los párpados se le cerraron lentamente antes de que se diera cuenta, empezó a inclinarse hacia delante y se hubiera caído al suelo de no haber sido por un par de brazos que lo agarraron de los hombros y lo sujetaron, devolviéndolo a su posición.
– ¡Cato! -¿Qué? ¿Qué? -consiguió responder mientras intentaba con todas sus fuerzas abrir los ojos.
Las manos lo sacudieron para tratar de sacarlo de su exhausto estupor.
– ¡Cato! ¿Qué demonios le has hecho a mi centuria?
Tal vez la pregunta sonara severa, pero bajo ella había el familiar tono refunfuñón al que se había acostumbrado durante los últimos meses. Se obligó a levantar la cabeza, a abrir los ojos que le escocían y a encararse con aquel que le había preguntado.
– ¿Macro?
CAPÍTULO XXVII
– ¡Me alegra ver que todavía me reconoces debajo de toda esta mierda! -Macro sonrió y le dio una palmada en el hombro a su optio, con cuidado de no darle en el lado herido.
Cato contempló en silencio el espectáculo que tenía ante él. La cabeza y el pecho del centurión estaban cubiertos de sangre seca y manchados de barro; tenía el aspecto de un muerto viviente. A decir verdad, para Cato, cuya reciente ferocidad había sido inducida por el dolor causado por la muerte de su centurión, la visión de Macro con vida y sonriendo delante de sus narices era demasiado impactante para poderla aceptar. Atontado por el agotamiento y la incredulidad, se limitó a mirar fijamente sin comprender nada, boquiabierto.
– ¿Cato? -El rostro de Macro se arrugó en un gesto de preocupación. El optio se balanceó, con la cabeza caída y el brazo con el que manejaba la espada colgando sin fuerzas a un lado. Por todo alrededor se extendían los cuerpos retorcidos de romanos y britanos. El río manchado de sangre lamía suavemente la costa, su superficie rota por los brillantes montículos de cadáveres. Por encima de sus cabezas, el sol caía de lleno sobre la escena. Reinaba una abrumadora sensación de calma que en realidad era una lenta adaptación después del terrible estruendo del conflicto. Hasta el trino de los pájaros sonaba extraño a oídos de los hombres que acababan de emerger de la intensidad de la batalla. De pronto Cato fue consciente de que estaba cubierto de mugre y de sangre de otros hombres y la náusea le subió desde la boca del estómago. No pudo contenerse y devolvió, salpicando el suelo con su vómito delante de Macro antes de que al centurión le diera tiempo a apartarse. Macro hizo una mueca pero rápidamente alargó los brazos para agarrar al muchacho por los hombros cuando a Cato le fallaron las piernas. Lentamente ayudó al optio a ponerse de rodillas.
– Tranquilo, chico -dijo con suavidad-. Cálmate. Cato vomitó otra vez, y otra, hasta que no le quedó nada dentro y entonces le vinieron arcadas y el estómago, el pecho y la garganta se le contrajeron espasmódicamente, la boca abierta, hasta que al fin se le pasó y pudo recuperar el aliento. Un fino hilo de baba describía una curva hacia abajo a través del ácido hedor entre sus manos extendidas. Toda la fatiga y la tensión de los últimos días habían encontrado una vía de escape y su cuerpo ya no pudo más. Macro le dio unas palmaditas en la espalda y lo observó con incómoda preocupación, deseoso de reconfortar al muchacho pero demasiado cohibido para hacerlo delante de los demás soldados. Al final, Cato se sentó y apoyó la cabeza entre las manos, con la suciedad de su rostro salpicada de sangre. Su delgado cuerpo temblaba con el frío del completo agotamiento; no obstante, una última reserva de fuerza mental lo mantenía despierto.