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Cato estaba sentado tranquilamente a la sombra del toldo frente a la tienda del centurión y pasaba el dedo de un artículo a otro mientras sumaba mentalmente las deudas y el total lo restaba de las cifras en la columna de ahorros. Muchos de los muertos habían dejado atrás más deudas que ahorros, lo cual indicaba que eran nuevos reclutas, que siempre tenían menos posibilidades de sobrevivir que los experimentados veteranos. La mayor parte de los nombres no le decían nada, pero algunos de ellos destacaban en la página y lo llenaban de tristeza: Pírax, el veterano de trato fácil que le enseñó a Cato cómo funcionaba todo cuando llegó al cuartel; Harmonio, ese asqueroso impasible y desinteresado que entretenía a sus compañeros con imitaciones de animales de corral y con pedos ensordecedores cuando se lo pedían (quizás eso último no representara una gran pérdida para la civilización, decidió Cato tras una reflexión). Todos eran personas como él, seres humanos que antes vivían, respiraban y reían, con sus compendios de virtudes y defectos. Hombres junto a los que había marchado durante los últimos meses, hombres que se conocían unos a otros mejor de lo que muchos conocen a sus propias familias. Ahora estaban muertos y su rica experiencia de la vida quedaba reducida a una hilera de cifras en un pergamino de registros financieros y a los pocos efectos personales que constituían su legado.

El estilo de Cato se agitaba sobre una tablilla encerada y temblaba entre sus dedos inseguros. Recordó que le habían dicho que la muerte sería su constante compañera durante todo su servicio en el ejército. Había creído comprender muy bien las implicaciones, pero ahora sabía que existía un amplio abismo entre los elegantes conceptos expresados con frases bien construidas y la sórdida realidad de la guerra.

Durante los días que pasaron mientras se recuperaba, tuvo dificultades para dormir normalmente. Se quedaba tumbado en la tienda de su sección con los ojos cerrados mientras que su mente trabajaba con fervor y unas terribles imágenes de carnicerías surgían espontáneamente de su imaginación, como si las estuviera viendo. Incluso cuando estaba despierto le asaltaban sin cesar las mismas imágenes, hasta que empezó a dudar de su cordura. A medida que el agotamiento nervioso lo iba invadiendo, empezó a oír sonidos procedentes de los márgenes de su mundo de vigilia: un apagado eco del choque de espadas, Pírax chillando su nombre o Macro bramándole que corriera para salvar la vida.

Cato necesitaba hablar con alguien, pero no podía desahogarse con Macro. Su alegre falta de sensibilidad y el carácter campechano que lo hacían tan admirable tanto en la vida diaria como en el fragor de la batalla eran precisamente lo que imposibilitaba que Cato se confiara a él. Sencillamente, no podía esperar que el centurión comprendiera el tormento por el que estaba pasando. Tampoco quería revelar lo que consideraba como una debilidad suya. La mera posibilidad de que Macro sintiera lástima por él, o peor aún, desprecio, lo llenaba de odio hacia sí mismo.

La imagen más espantosa de entre la atormentadora secuencia de batallas volvía a repetirse cuando al fin se dormía. Soñaría que el guerrero británico lo sujetaba bajo el agua otra vez. Sólo que en aquella ocasión el agua sería sangre, y su espesa rojez salada le llenaría los pulmones y lo asfixiaría. Y el guerrero no moriría, sino que miraría a través del río rojo con el rostro horriblemente mutilado por una salvaje herida, pero petrificado en una mueca espantosa mientras sus manos sujetarían a Cato bajo el agua, lejos de la superficie.

Cato se despertaría con un grito y se encontraría sentado muy erguido, con la piel cubierta de un sudor frío y pegajoso y avergonzado por las maldiciones que farfullarían en la tienda los soldados a los que habría molestado. No podría volver a dormirse y pasaría la larga noche tratando de apartar de su pensamiento aquellas terribles imágenes hasta que el grisáceo amanecer diluyera la densa oscuridad que lo envolvía en el interior de la tienda.

Por eso se había presentado en la tienda de su centurión, desesperado por tener alguna tarea que le exigiera fijar su atención durante largos intervalos de tiempo, lo bastante largos para expulsar a los demonios que acechaban en los límites de su conciencia. Completar las cuentas de los soldados muertos le exigía la concentración suficiente para mantener a raya los peores excesos de memoria e imaginación, pero se centraba en la tarea con tal determinación que terminó el trabajo mucho antes de lo deseado. De manera que Cato repasó los cálculos una vez más para cerciorarse de que eran correctos, o al menos eso fue lo que se dijo.

Al final ya no quedaron más excusas para dudar de su competencia matemática, por lo que enrolló ordenadamente los pergaminos y los volvió a colocar con cuidado en el arcón de documentos. Ya terminaba cuando una sombra cayó sobre el escritorio de campaña.

– Hola, optio -dijo Niso-. Veo que ese negrero que tienes por centurión sigue haciéndote trabajar.

– No, lo hago porque quiero. Niso ladeó la cabeza y la apoyó sobre una larga y fina lanza con tres puntas.

– ¿Porque quieres? Creo que se me debió de pasar por alto un poco de conmoción cerebral cuando te examiné. O eso o que la fiebre se está adueñando de ti. Sea como sea, te iría bien un descanso. Y, mira por dónde, a mí también.

– ¿A ti? -No pongas esa cara de asombro. Algunos de nuestros heridos sobreviven a mi tratamiento hasta varios días. No puedo hacer que se mueran lo bastante deprisa. Así que lo que hace falta es un poco de diversión. En mi caso eso significa pescar. Y ya que estamos acampados junto a un río no quiero desperdiciar la oportunidad. ¿Quieres venir conmigo?

– ¿A pescar? No sé. Nunca lo he probado. -¿Nunca has pescado? -Niso retrocedió fingiendo estar horrorizado-. ¡Pero, hombre! ¿Qué pasa contigo? La antigua práctica de separar del agua a nuestros primos con escamas es un derecho inalienable del ser humano. ¿Dónde te has equivocado?

– He vivido en Roma casi toda mi vida. No se me ocurrió ir a pescar.

– ¿Ni siquiera con el poderoso Tíber rugiendo a través del corazón de tu ciudad?

– Lo único que alguien sacó nunca del Tíber fue un repugnante acceso de eso que llaman la Venganza de Remo. _Ja! -Niso dio una palmada con sus enormes manos-. Aquí no existe esa posibilidad, así que venga, vámonos. Al atardecer estarán comiendo y la verdad es que podríamos atrapar alguno.

Tras vacilar sólo un momento, Cato asintió con la cabeza, cerró la tapa del arcón y volvió a deslizar el pestillo en su sitio. Entonces, la pareja se dirigió hacia la puerta del muro este.

Macro volvió a levantar el faldón de su tienda para observarlos y sonrió. Había estado sumamente preocupado por el humor sombrío del muchacho durante los últimos días. Más de una vez había pasado a ver a Cato y había visto su mirada perdida y el ceño fruncido que apenas cambiaba, y que evidenciaban una silenciosa angustia que él había visto en muchísimos legionarios tras una dura lucha. La mayoría de los hombres se sobreponían bastante pronto, pero Cato aún no era un hombre, y Macro poseía suficiente sensibilidad como para darse cuenta de que el joven no tenía alma de soldado. Puede que fuera un optio de la magnífica segunda legión, pero bajo la armadura y la túnica reglamentaria del ejército había una persona de carácter completamente distinto. Y esa persona estaba sufriendo y necesitaba hablar de ello con alguien que no perteneciera al mundo cerrado de la sexta centuria.

Por mucho que le desagradara la despreocupada falta de respeto de Niso, Macro era consciente de que el cirujano y Cato compartían una sensibilidad similar, y de que el muchacho quizá hallara un poco de consuelo hablando con él. Desde luego, Macro esperaba que así fuera.